Finalmente, el jefe de la Brigada Criminal consiguió que se le oyera.
– Después de que las diferentes partes se hayan explicado, habrá tiempo para preguntas. Pero no antes. Os pido que mostréis comprensión.
Sería difícil decir si los murmullos dispersos de los periodistas fueron un asentimiento, pero al menos la comisaria principal pudo continuar.
– Da la impresión de que llevan varios años en activo. Creemos que desde 1986. Es demasiado pronto como para decir algo sobre la cantidad total. -Volvió a toser.
– Esa tos le entra cada vez que miente o que se asusta -susurró Håkon-. A partir de la información del maletín he calculado que serían unos catorce kilos. ¡Sólo en la cuenta de Lavik!
– Yo he calculado quince -dijo Hanne, que se rió.
La comisaria principal volvió a coger carrerilla.
– En lo que respecta a las circunstancias especiales en torno al uso de… -la tos estaba empezando a resultar paródica-… al uso de… las ganancias producidas por la distribución ilegal, le dejo la palabra al propio ministro de Justicia.
La mujer suspiró aliviada cuando todas las miradas se dirigieron al joven ministro. Daba la impresión de que le acababan de comunicar la muerte de su madre, una enfermedad de su padre y su propia ruina en un mismo día.
– Por ahora da la impresión, y lo repito, por ahora, de que parte de estos…, de que parte de estos… medios pueden haber sido destinados a… un uso no reglamentario de los servicios secretos del Ejército.
De pronto todos entendieron por qué estaba también presente el ministro de Defensa. Algunos habían arqueado las cejas al ver que se encontraba allí, en el extremo izquierdo de la línea de personas importantes, por fuera de la mesa, casi de más. Nadie había tenido tiempo de detenerse a pensarlo.
Pasó a ser inútil intentar retrasar las preguntas. El jefe de la Brigada Criminal volvió a intentar golpear la mesa, pero cada vez resultaba más patético. La comisaria principal los metió en vereda. Con una voz que no se hubiera creído que podía producir su frágil cuerpo, tomó el control.
– Las preguntas de una en una -exigió-. Estaremos a vuestra disposición durante una hora. En vuestras manos queda aprovecharlo al máximo.
Un cuarto de hora más tarde, la mayoría se había hecho una idea aproximada de la situación. La banda, o la mafia, como ya la llamaban todos, incluidos los VIP del panel, había funcionado según una estricta need to know basis. La idea, como era obvio, había sido que nadie conociera más que a su superior inmediato. De ese modo, el secretario de Estado se aseguraba de que no lo conocían más que Olsen y Lavik. Pero con el tiempo los dos suboficiales habían empezado a sentirse demasiado seguros, habían ido demasiado lejos y se habían implicado demasiado. Había razones para suponer que se habían aprovechado a lo grande de sus posibilidades de introducir drogas en las cárceles. El pago más efectivo del mundo. Y también un medio para tentar.
Fredrick Myhreng consiguió que los demás se callaran durante un momento.
– ¿Estamos hablando de vigilancia política ilegal? -berreó desde la tercera fila. Los miembros del panel se miraron entre ellos y ninguno tomó la palabra, tampoco tuvieron tiempo de hacerlo, porque el exaltado periodista continuó-: Según tengo entendido se trata de cerca de treinta kilos de sustancias duras. ¡Eso constituye una fortuna! ¿Se ha empleado todo en los servicios secretos?
El chico no era idiota. Pero la comisaria principal tampoco. Durante un instante miró fijamente al joven periodista.
– Tenemos razones para creer que una cantidad considerable de medios han sido empleados por fuerzas que han llevado a cabo ciertas actividades de vigilancia, sí -dijo despacio.
Los reporteros criminalistas más espabilados habían sacado inmediatamente sus elegantes teléfonos móviles y, con la voz sumida en las profundidades del bolsillo interior de su chaqueta, contactaron con sus redacciones para involucrar a los comentaristas políticos. No es que el caso no hubiera tenido interés para ellos hasta ese momento. El que una figura política de ese calibre resultara ser un criminal podía tener fuertes implicaciones políticas, pero habrían pensado que no pintaban gran cosa en una rueda de prensa en la Comisaría General. Hasta ese momento. Pasaron apenas unos pocos minutos entre el momento en que se supo el uso que se había hecho del dinero y el momento en que el primero de ellos entró por la puerta y consiguió que un compañero le susurrara un resumen. Poco a poco fueron llegando otros catorce o quince comentaristas políticos. Los reporteros criminalistas estaban cada vez más callados; incluso algunos de ellos salieron corriendo después de haber entregado el testigo.
Un tipo moderno del telediario del canal público, con la cara de cuarentón pero con una ropa y un peinado que le hubieran quedado mejor si tuviera veinte años, le sacó al ministro de Defensa un enorme micrófono forrado de piel.
– ¿Quién sabía algo sobre esto en los servicios secretos? ¿Hasta qué altura estaban informados?
El ministro se retorció en la silla y dirigió una mirada suplicante a su colega del ministerio de Justicia. No recibió ninguna ayuda.
– Bueno, puede dar la impresión de que… Tal y como lo vemos por ahora, parece que… Nadie sabía de dónde salía el dinero. Muy poca gente sabía nada de ese dinero. Todo esto está siendo investigado ahora.
El reportero del telediario no se rendía.
– ¿Quiere decir que los servicios secretos han empleado muchos millones de coronas en algo sin que nadie supiera nada, señor ministro?
Eso quería decir. Desplegó los brazos y alzó el tono de voz.
– Es importante recalcar que todo esto no ha sido oficial. No hay razones para creer que hubiera mucha gente implicada. Por eso es un error hablar de los servicios secretos en este contexto. Se trata de individuos concretos; individuos que pagarán por lo que han hecho.
El hombre del telediario parecía casi atónito.
– ¿Quiere decir que esto no va a tener ninguna consecuencia para los servicios secretos en sí?
Al no recibir respuesta enseguida, colocó el micrófono tan cerca de la cara del ministro de Defensa que el hombre tuvo que echarse para atrás a fin de evitar que se lo metieran en la boca.
– ¿No cree que debería dimitir el ministro de Justicia ahora que su colaborador más cercano ha sido acusado de algo tan grave?
El ministro estaba muy calmado. Desplazó el micrófono unos veinte centímetros, se pasó la mano por el pelo y clavó la mirada en el reportero de la televisión.
– El ministro debe… -dijo en voz alta, pero despacio; el efecto fue inmediato, incluso las cámaras guardaron silencio-. Presento mi dimisión irrevocable -anunció.
Sin que nadie más hubiera dado muestras de que la rueda de prensa había acabado, recogió sus papeles. Se levantó, miró a la sala con los ojos entornados, enderezó la espalda y abandonó la sala.
Los dos policías que estaban al fondo de la sala sintieron simpatía por el joven ministro.
– Tampoco es que él haya hecho nada malo -murmuró Håkon-. Sólo ha escogido a un colaborador algo truhán.
– Good help is hard to get these days -dijo Hanne-. En ese sentido tú tienes suerte, porque me tienes a mí.
Le dio un beso en la mejilla y se despidió de él. La subinspectora Hanne Wilhelmsen se iba de compras nocturnas. Iba siendo hora de llevar a casa los regalos de Navidad.
Apenas quedaban diez días para Navidad. Los dioses del clima estaban emocionados e intentaron, por séptima vez en aquel otoño, adornar la ciudad para las fiestas. Esta vez parecía que lo iban a lograr. Ya había veinte centímetros de nieve en las grandes explanadas de césped ante el gran edificio arqueado de la Comisaría General de la calle Grønland. Los adoquines de la cuesta que conducía a la entrada estaban muy resbaladizos; a sólo diez metros de la puerta, la pierna mala del fiscal adjunto Håkon Sand falló. El taxista se había negado a probar suerte con el repecho, y Håkon estaba sudando la gota gorda para conseguir subirla a pie. Esa cuesta tenía que haber sido construida adrede.
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