– ¿El tipo que se suicidó en la cárcel? ¿Cuando se montó tanto lío?
– Exacto. Ya sabes cómo nos vienen con sus amigos a rastras para que los ayudemos a ellos también. No tiene nada de raro. Pero después de tres horas de lloriqueos me contó que sabía que había dos o tres abogados detrás de una liga de contrabando de drogas, casi una banda, o una mafia. Me lo tomé con mucho escepticismo. Aun así me pareció que merecía la pena investigarlo un poco. Lo primero que intenté hacer fue conseguir que el holandés hablara. Le ofrecí mis servicios, pero Karen Borg se mostró inamovible. -Se rio con una risa seca y breve, sin un ápice de alegría-. Esa decisión ha estado a punto de costarle la vida. En fin, puesto que no tenía acceso a la fuente principal, tuve que dar algunos rodeos. A ratos me he sentido como un detective norteamericano barato. He hablado con gente en lugares extraños, a las horas más raras. Pero…, de algún modo, también ha sido emocionante.
– Pero, Peter… -dijo el otro en voz baja-. ¿Por qué no acudiste a la Policía?
– ¿A la Policía? -Miró a su compañero con la cara descompuesta, como si le hubiera propuesto un asesinato múltiple antes de comer-. ¿Y con qué narices iba a acudir a ellos? No tenía nada concreto. En ese sentido tengo la sensación de que la Policía y yo hemos tenido el mismo problema: hemos intuido, hemos creído y hemos supuesto cosas, pero no podíamos probar nada, coño. ¿Sabes cómo se concretó por primera vez mi incipiente sospecha hacia Jørgen?
Bloch-Hansen negó levemente con la cabeza.
– Puse a una de mis fuentes contra la pared…, bueno, lo senté en una silla sin mesa delante. Luego me coloqué ante él, con las piernas separadas, y lo miré fijamente. El tipo estaba asustado. No por mí, sino por una inquietud que se percibía en el mercado y que, por lo visto, estaba afectando a todo el mundo. Entonces le mencioné a una serie de abogados de Oslo. Cuando llegué a Jørgen Ulf Lavik, se puso muy nervioso, miró hacia otro lado y pidió algo de beber.
Los chicos ruidosos se estaban yendo. Tres de ellos se reían y se tiraban una chaqueta entre ellos, mientras que el cuarto, que era el más pequeño, intentaba recuperarla entre quejas y maldiciones. Los dos abogados se mantuvieron en silencio hasta que las puertas de cristal se cerraron detrás de los jóvenes.
– Vaya ocurrencia. ¿Qué podría haber hecho? ¿Acudir al tío policía para contarle que, usando un detector de mentiras de aficionados, había conseguido que un drogadicto de diecinueve años me contara que Lavik era un criminal, que si, por favor, podían arrestarlo? No, no tenía nada que contarles. Por otro lado, a esas alturas había empezado a ver retazos de la auténtica verdad y no era algo como para ir corriendo a contárselo a un crío de fiscal adjunto de la tercera planta de la casa. Preferí acudir a mis viejos amigos de los servicios secretos. La imagen que conseguimos componer con mucho esfuerzo no era nada bonita. Seré franco: era fea. Jodidamente fea.
– ¿Cómo se lo tomaron ellos?
– Como era de esperar se montó una limpieza de la hostia. En realidad creo que aún no han acabado del todo. Lo peor es que no pueden tocarle un pelo a Harry Lime.
– ¿Harry Lime?
– El tercer hombre. ¿Te acuerdas de esa película? Tienen suficientes cosas contra el viejo como para que se le caiga el pelo, pero no se atreven. Les iba a salpicar a ellos.
– Pero ¿le van a dejar seguir en el cargo?
– Han intentado presionarlo para que se retire, y seguirán haciéndolo. Ha tenido problemas de corazón, bastante serios, la verdad. No resultaría nada sospechoso que se retirara, por motivos de salud. Pero ya conoces a nuestro antiguo colega, ese hombre no se rinde hasta que está perdido. No ve ninguna razón para retirarse.
– ¿Su superior está informado?
– ¿Tú qué crees?
– No, supongo que no.
– Ni siquiera el primer ministro sabe nada. Es una putada. Y la Policía no conseguirá cogerlo nunca. Ni siquiera sospechan de él.
La última serie salió mal. Para su gran irritación, Strup tuvo que verse derrotado por su amigo por casi cuarenta puntos. Estaba empezando a hacerse viejo de verdad.
– Respóndeme a una cosa, Håkon.
– Espera un momento.
No le estaba resultando fácil meter la pierna herida en el coche. Se rindió después de tres intentos y le pidió a Hanne que reclinara el asiento lo máximo posible. Finalmente, lo logró. Colocó las muletas entre el asiento y la puerta; las pesadas puertas del patio trasero de la Policía se abrieron despacio y con vacilación, como si no estuvieran seguras de que fuera sensato dejarlos marchar. Al final se decidieron y los dejaron pasar.
– ¿A qué querías que te respondiera?
– En realidad, ¿era tan importante para Jørgen Lavik quitarle la vida a Karen Borg? Quiero decir, ¿su caso dependía tanto de eso precisamente?
– No.
– ¿No? ¿Sólo no?
– Sí.
Le dolía hablar de ella. En dos ocasiones había ido a la pata coja hasta la planta del hospital donde estaba ingresada Karen, muy magullada y desamparada, y las dos veces se había topado con Nils. Con mirada hostil y agarrando las pálidas manos sobre el edredón, el marido de Karen había impedido cualquier intento de Håkon de decir lo que quería decir. Ella se había comportado de manera distante y, aunque él no había esperado que le diera las gracias por salvarle la vida, le dolía profundamente que ni siquiera hubiera mencionado el asunto. Al igual que Nils, la verdad. Al final, el fiscal se había limitado a intercambiar unas cuantas frases anodinas y se había ido al cabo de cinco minutos. Tras la segunda visita se sintió incapaz de volver a intentarlo, pero desde entonces no había pasado un segundo sin que pensara en ella. Aun así, para su sorpresa, era capaz de alegrarse de que el caso estuviera más o menos resuelto. Sólo que no soportaba hablar de ella. Aun así se sobrepuso.
– No hubiéramos conseguido que condenaran al tipo, ni siquiera con la declaración de Karen o su testimonio. Eso sólo podía ayudarnos a prolongar la preventiva. Una vez que lo habían puesto en libertad, Borg daba igual. A no ser que encontráramos algo más. Pero supongo que Lavik no estaba del todo bien.
– ¿Quieres decir que estaba loco?
– No, de ninguna manera. Pero tienes que recordar que cuanto más alto estás, más grande es la caída. Tenía que estar bastante desesperado. De algún modo, se le había metido en la cabeza que Karen Borg era peligrosa. En ese sentido encaja eso que dicen los jefes de que fue él quién te agredió. Esas notas pueden haber hecho que se obcecara con ella.
– Así que es culpa mía que a Borg casi la mataran -dijo Hanne, ofendida, aunque sabía que él no había pretendido decir eso.
La subinspectora bajó la ventanilla, apretó un botón rojo e informó de su objetivo a una voz asexuada que salía de una plancha de metal agujereada. Un criado invisible levantó la barrera. Hanne encontró el sitio que le habían indicado en el garaje del Edificio del Gobierno.
– Kaldbakken iba a venir por su cuenta -dijo, y ayudó a su colega a salir del coche.
Un ministro de Justicia no se iba a conformar con condiciones tan modestas. Aunque la habitación estaba siendo reformada, era evidente que el joven ministro seguía trabajando allí. El hombre pasó por encima de una pila de rollos de papel, esquivó una escalera de mano a la que un cubo de pintura amenazaba con hacer caer, sonrió de oreja a oreja y les tendió la mano a modo de saludo.
Era extremadamente guapo y joven, cosa que llamaba la atención. Cuando tomó posesión del cargo tenía sólo treinta y dos años. Su pelo rubio estaba dorado, aunque fuera pleno invierno, y sus ojos podrían ser los de una mujer: enormes, azules y con unas largas pestañas bellamente arqueadas. Las cejas constituían un masculino contraste con todo lo rubio, eran negras y tupidas y se juntaban sobre la nariz.
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