Anne Holt - La Diosa Ciega

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La exitosa abogada Karen Borg ha sacado a pasear a su perro cuando se tropieza con un cadáver. ¿De quién? Solo Dios sabe, el cuerpo ha perdido su cara. Hanne obtiene una confesión de un sospechoso vendedor de drogas quien también confiesa a Karen después de pedirle que le defienda. El sendero conduce a la cima de la profesión jurídica.
En esta primera entrega de la serie se presenta a los personajes -la brillante y también arrogante Hanne Wilhelmsen y sus colegas- y el escenario -un mundo en el que la diosa de la justicia lleva los ojos vendados-. La tarea del equipo de Wilhelmsen es destapar los ojos de esa diosa ciega. La trama parte de un asesinato que desata una investigación de una red de corrupción y drogas. A lo largo del libro se va descubriendo las partes implicadas en ésta y finalmente se conoce que ciertos miembros del cuerpo de la policía, así como del departamento de Justicia, participaron en la misma. El motivo: financiar las operaciones de los servicios secretos noruegos.

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El fiscal adjunto Håkon Sand y la subcomisaria Hanne Wilhelmsen llegaron justo a tiempo para ver a un hombre vestido de cazador, con una llave inglesa en la mano, abalanzándose sobre otro que ofrecía un aspecto más urbano. Impotentes se quedaron mirando con la respiración entrecortada.

– ¡Detente! -chilló Wilhelmsen en un vano intento de evitar la catástrofe, pero el cazador no se dio por aludido.

Distaban sólo tres metros cuando resonó el disparo. No sonó muy fuerte, sino breve, violento, y muy, muy nítido. La cara del hombre vestido con traje de cazador adquirió una curiosa expresión perfectamente perceptible a la luz de las llamas; dio la impresión de que le hacía gracia alguna travesura infantil que no acababa de creerse. La boca, que durante la carrera había permanecido abierta de par en par, se cerró en una leve sonrisa antes de dejar caer la herramienta y los brazos, luego se miró el pecho y se derrumbó.

Strup se giró hacia los dos policías y arrojó la pistola al suelo, en un gesto abierto y tranquilizador.

– Ella sigue dentro -gritó señalando la cabaña en llamas.

Håkon no pensó en nada. Se lanzó hacia la puerta de la terraza y, sin siquiera oír los gritos de advertencia de los otros dos, entró en la habitación ardiendo. Iba tan deprisa que no consiguió parar hasta que estaba en medio del salón en donde, por ahora, sólo ardía la punta de una alfombra. El calor era tan intenso que sintió como la piel de la cara empezaba a tensarse.

Era ligera como una pluma, o tal vez él era tan fuerte como un toro. No le llevó más que unos segundos subirla sobre sus hombros, al modo en que lo hacen los bomberos de verdad. En el momento en que se giró para volver por donde había venido, resonó la explosión, fue un estallido ensordecedor. Las ventanas panorámicas habían hecho lo que habían podido para resistirse al calor, pero al final habían tenido que rendirse. La potencia de la corriente proveniente del exterior hizo que el estruendo de las llamas se volviera casi insoportable; no había manera de salir de allí, al menos por ese lado. Se giró despacio, como un helicóptero, con Karen como malograda hélice muerta. El calor y el humo le dificultaban la visión. La escalera estaba ardiendo.

Pero ¿quizá no con tanta fuerza como el resto? No tenía elección. Inspiró profundamente, pero sólo consiguió provocarse un ataque de tos. Las llamas se habían agarrado ya a sus pantalones. Con un alarido de dolor, corrió escaleras abajo oyendo cómo la cabeza de Karen se golpeaba contra la pared por cada escalón.

El incendio había abierto la puerta del sótano. La alcanzó en un último esfuerzo y el aire fresco le proporcionó las fuerzas de más que le permitieron alejarse siete u ocho metros de la cabaña. Karen cayó al suelo y, antes de desmayarse, él alcanzó a constatar que sus perneras aún estaban en llamas.

Estaba siendo un fracaso considerable. Lavik podía haber llegado antes que él, aunque no era demasiado plausible, los asesinatos son más fáciles de cometer por la noche y en la oscuridad le resultaría más fácil deshacerse de los policías que le seguían.

Sin embargo, era muy aburrido esperarlo allí. Decidió correr el riesgo de bajarse del coche, no había pasado ningún vehículo después de los locos de la moto. Hacía un frío de perros, pero no llovía y la escarcha se extendía bajo sus pies. Estiró los brazos por encima de la cabeza.

Un débil resplandor rosa se reflejaba en las nubes bajas, más o menos a la altura de dónde pensaba que estaba Sandefjord. Se giró hacia Larvik y vio lo mismo. Sobre Ula, en cambio, la luz era más naranja y bastante más intensa. Además tuvo la sensación de ver humo. Miró con detenimiento en dirección a la casa. ¡Estaba ardiendo!

Mierda, Lavik tenía que haber llegado antes que él, ¿o tal vez no hubiera ido en el Volvo? Probablemente había usado otro coche, para engañar a la Policía. Intentó recordar las marcas que habían pasado por el camino. Un par de Opel y un Renault. O tal vez hubiera sido un Peugeot. Daba igual. El incendio no podía ser casual. Vaya manera de quitarle la vida a alguien. Debía de haberse vuelto loco.

Era probable que fuera ya demasiado tarde. Le iba a resultar muy difícil pillar a Lavik. El incendio era ya tan visible que alguien, necesariamente, tendría que verlo y avisar a los bomberos. Al cabo de pocos minutos, el lugar estaría lleno de coches rojos y de bomberos.

Pero no se pudo contener. Se volvió a meter en el coche, metió la marcha y condujo despacio hacia la enorme hoguera.

– La ambulancia es lo más importante. Lo más importante.

Hanne le devolvió el teléfono móvil a Strup, que se levantó y se lo metió en el bolsillo.

– La que peor está es Karen Borg -constató el abogado-. Aunque la quemadura de tu fiscal adjunto tampoco tiene muy buena pinta. Y a ninguno de los dos les puede haber sentado muy bien tragar tanto humo.

Entre los dos habían conseguido trasladar los dos cuerpos inconscientes hacia el aparcamiento, donde estaba el coche de Karen. Hanne no había vacilado en usar una piedra para romper el cristal del conductor. Dentro del coche había una manta de lana y dos pequeños cojines, y estaba cubierto por una lona sobre la que tendieron a los dos heridos, no sin antes arrancar un trozo grande que llenaron con el agua helada de un riachuelo que pasaba por la parte baja del aparcamiento. Aunque el agua se volvía a salir, ambos creían que debía de tener cierto efecto calmante sobre la pierna destrozada de Håkon. El incendio de la cabaña calentaba hasta el aparcamiento. Hanne ya no tenía frío. Esperaba que los dos heridos tampoco estuvieran mal. La herida sobre el ojo de Karen no parecía peor que la que había tenido ella unas cuantas semanas antes. Era de esperar que eso se correspondiera con la fuerza del golpe. El pulso parecía constante, aunque un poco rápido. De un maletín de primeros auxilios que encontró en el coche, sacó una pomada con la que untó las feas quemaduras antes de cubrirlas con una venda húmeda. Pensó, abatida, que debía de ser como usar un jarabe para la tos contra una tuberculosis, pero aun así lo hizo. Ambos seguían inconscientes, eso no debía de ser buena señal.

Strup y Hanne se quedaron mirando las llamas, que parecían a punto de saciarse. Era un espectáculo fascinante. Toda la planta alta había desaparecido, pero la planta baja era más difícil de digerir, estaba construida principalmente con ladrillo y hormigón, aunque debía de contener bastante madera, pues a pesar de que las llamas no se alzaban ya tanto hacia el cielo, aún seguían bastante ajetreadas. Por fin oyeron en la lejanía las sirenas, desdeñosas, como si los coches rojos quisieran tomarle el pelo a la cabaña moribunda anunciándole su llegada, aunque fuera demasiado tarde.

– Supongo que tuviste que matarlo -dijo Hanne sin mirar al hombre que tenía a su lado.

Él suspiró profundamente y le pegó una patada a la hierba congelada.

– Ya lo viste. Era él o yo. En ese sentido tengo la suerte de tener testigos.

Era verdad, un caso clásico de legítima defensa. Lavik estaba muerto antes de que Hanne llegara hasta él. El disparo lo había alcanzado en medio del pecho, así que debía de haber afectado a algún órgano vital. Curiosamente no había sangrado demasiado. Lo había arrastrado un poco más lejos de la pared de la cabaña, no tenía sentido incinerar al tipo de inmediato.

– ¿Qué haces aquí?

– En estos momentos estoy aquí porque me has detenido. No hubiera sido muy cortés largarme en estas circunstancias.

Habían pasado demasiadas cosas aquel día como para que tuviera fuerzas para sonreír. Lo intentó, pero no salió más que un gesto poco bonito en torno a su boca. En vez de seguir preguntando, lo miró con las cejas algo levantar.

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