– ¿Te importaría dejar el tabaco para luego?
Ella se quedó atónita, pidió mil disculpas y apagó el cigarrillo que acaba de encender.
– ¿Por qué no lo has dicho antes? -dijo con cierto tono de reproche, y arrojó el paquete de tabaco por encima del hombro.
– Éste es tu coche -respondió él en voz baja y mirando por la ventana: una fina capa de nieve cubría los grandes campos sobre los que se extendían largas filas de bobinas de paja envueltas en plástico blanco-. Parecen enormes albóndigas de pescado -comentó, y se mareó aún más.
– ¿El qué?
– Las bobinas de plástico. Heno o lo que sea.
– Paja, supongo.
Håkon avistó al menos veinte grandes bobinas a unos cien metros de la carretera por el lado izquierdo, pero el plástico era negro.
– Bolas de regaliz -dijo, y cada vez estaba más mareado-. Pronto vamos a tener que hacer una parada. Me estoy mareando.
– No nos quedan más de veinte minutos, ¿no podrías esperar?
No parecía molesta, sólo impaciente por llegar.
– No, la verdad es que no puedo esperar -respondió él, y se llevó rápidamente la mano a la boca para subrayar la precariedad de su situación.
Al cabo de tres o cuatro minutos encontraron un sitio adecuado para salir del camino, una parada de autobús justo delante de la salida que llevaba hacia una casita blanca en la que no había luz. El sitio estaba tan desierto como lo puede estar un lugar en la carretera general que cruza Vestfold. No se veían más signos de vida que los coches que de vez en cuando pasaban a toda velocidad.
El aire fresco y el frío le sentaron increíblemente bien. Hanne se quedó dentro del coche mientras él daba una vuelta por la carretera aledaña. Permaneció durante algunos minutos con la cara hacia el viento. Se sintió mejor y se dio la vuelta para volver.
– El peligro ha pasado -dijo poniéndose el cinturón de seguridad.
El coche tosió cuando ella giró la llave. Luego se quedó en silencio. Hanne volvió a girarla una y otra vez. No hubo reacción. El motor estaba muerto. Los pilló tan desprevenidos que ninguno de los dos dijo anda. Ella volvió a intentarlo. Seguía sin sonar nada.
– Habrá entrado agua por la tapa del distribuidor -dijo Hanne con las mandíbulas apretadas-. O tal vez sea otra cosa. Puede que el puto coche se haya estropeado.
Håkon seguía sin decir palabra y era lo mejor. Enfurruñada y brusca, Hanne salió del coche y levantó el capó. Poco después se encontraba de nuevo dentro del coche, con algo en las manos que él asumió que sería la tapa del distribuidor, al menos tenía el aspecto de una pequeña tapa. Hanne sacó papel de cocina de la guantera y empezó a secar la tapa. Al final inspeccionó el interior con mirada crítica y salió para volverlo a colocar en su sitio. No tardó mucho.
Pero no sirvió de nada. El coche no quería colaborar. Tras dos nuevos intentos de arrancarlo, aporreó el volante del enfado.
– Típico. Y justo ahora. Este coche ha ido como un reloj desde que lo compré hace tres años. Sin problemas. Y ha tenido que fallarme precisamente ahora. ¿Sabes algo de motores de coche?
La mirada que le dirigió era bastante crítica y él intuyó que conocía la respuesta a la pregunta. Negó despacio con la cabeza.
– No mucho -dijo exagerando. La verdad era que lo único que sabía de coches era que necesitaban gasolina.
Aun así salió con ella para echar un vistazo. Podía contribuir con una especie de apoyo moral, tal vez el coche se dejara persuadir si eran dos.
A juzgar por sus maldiciones, Hanne no estaba avanzando mucho en su búsqueda de la avería. Håkon fue lo bastante sabio como para saber que debía retirarse. De nuevo sintió que la inquietud de su cuerpo aumentaba. Hacía frío y empezó a pegar saltitos mientras miraba los coches que pasaban. Ni uno de ellos hizo ademán de parar. Seguramente se dirigían a sus casas y no tenían la menor gana de mostrar compasión en un día tan frío y desagradable de diciembre. Pero los conductores tenían que verlos, una farola solitaria estaba colocada junto al pequeño cobertizo de la parada de autobús. Se hizo el silencio, una pequeña pausa en el tráfico constante aunque no demasiado abundante. A lo lejos vio los faros de un coche que se acercaba hacia ellos. Daba la impresión de respetar el límite de velocidad de 70 kilómetros por hora, a diferencia de todos los demás, y llevaba detrás una fila de cuatro coches impacientes y demasiado pegados.
Se pegó un verdadero susto. La luz del cobertizo iluminó durante un segundo al conductor del coche que pasaba. Miró con especial atención porque había hecho una apuesta consigo mismo: Laque conducía tan despacio tenía que ser una mujer. No lo era. Era Peter Strup.
Pasaron unos segundos antes de que las consecuencias de lo que había visto alcanzaran la zona correcta de su cerebro. Pero fue sólo un momento. Se sobrepuso del shock y salió corriendo hacia el coche con el capó abierto, parecía un lucio entre los juncos.
– Peter Strup -chilló-. ¡Peter Strup acaba de pasar en un coche!
Hanne se levantó bruscamente y se golpeó la cabeza contra el capó, pero ni siquiera se dio cuenta.
– ¡Qué dices! -exclamó, aunque lo había oído perfectamente.
– ¡Peter Strup! ¡Acaba de pasar en un coche! ¡Ahora mismo, justo ahora!
Todas las piezas encajaron a tal velocidad que les resultó difícil entenderlo, aunque ahora la imagen de conjunto se presentaba ante ellos con la claridad de un día de primavera frío y soleado. Hanne se puso furiosa consigo misma. El hombre había estado todo el rato bajo sospecha. Era la alternativa más obvia, en realidad la única. ¿Por qué no había querido verlo? ¿Habría sido por la impecable vida de Strup? ¿Por su correcto comportamiento, por las fotos de las revistas, por su longevo matrimonio y sus fantásticos hijos? ¿Habría hecho todo aquello que su intuición frenara la sospecha más lógica? Su cerebro le estaba diciendo que era él, pero su instinto policial, su maldito instinto que tanto le halagaban, había protestado.
– Mierda -dijo en voz baja, y cerró el capó de un golpetazo-. So much for my damned instincts. -Ni siquiera había interrogado al tipo, menuda puta mierda-. Para un coche -le gritó a Håkon.
Él siguió la orden y se situó junto a la carretera y empezó a agitar los brazos. Ella, por su parte, se metió en su maldito coche estropeado para coger la ropa de abrigo, el tabaco y el monedero, y luego se aseguró de que quedaba cerrado. A continuación se situó junto a Håkon, que parecía aterrorizado.
Ni un solo coche hizo ademán de parar. O bien seguían a toda velocidad sin dejar que les afectaran las dos personas que brincaban y agitaban los brazos junto a la carretera, o bien los sorteaban a pocos centímetros de distancia, o bien les pitaban expresando su reproche y pasaban trazando un suave arco.
Cuando hubieron pasado más de veinte coches, Håkon estuvo a punto de derrumbarse y Hanne entendió que había que hacer algo. Ponerse en medio de la carretera era mortalmente peligroso, así que eso quedaba descartado. Si llamaban pidiendo ayuda podría ser demasiado tarde. Echó un vistazo a la casa a oscuras. Parecía estar encogida y ser discreta, con los ojos cerrados, como si intentara disculparse por la inconveniencia de su ubicación a sólo veinte metros de la carretera E-18. No se veía ningún coche aparcado.
Salió corriendo hacia el edificio. La pequeña construcción al otro lado de la casa, que apenas se veía desde la carretera, podía ser un garaje. Håkon no tenía claro si esperaba que él siguiera intentando parar algún automóvil, pero se arriesgó a seguirla y no oyó protestas.
– Llama al timbre, para ver si hay alguien -le gritó mientras ella tiraba de la puerta de la pequeña construcción.
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