Anne Holt - La Diosa Ciega

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La exitosa abogada Karen Borg ha sacado a pasear a su perro cuando se tropieza con un cadáver. ¿De quién? Solo Dios sabe, el cuerpo ha perdido su cara. Hanne obtiene una confesión de un sospechoso vendedor de drogas quien también confiesa a Karen después de pedirle que le defienda. El sendero conduce a la cima de la profesión jurídica.
En esta primera entrega de la serie se presenta a los personajes -la brillante y también arrogante Hanne Wilhelmsen y sus colegas- y el escenario -un mundo en el que la diosa de la justicia lleva los ojos vendados-. La tarea del equipo de Wilhelmsen es destapar los ojos de esa diosa ciega. La trama parte de un asesinato que desata una investigación de una red de corrupción y drogas. A lo largo del libro se va descubriendo las partes implicadas en ésta y finalmente se conoce que ciertos miembros del cuerpo de la policía, así como del departamento de Justicia, participaron en la misma. El motivo: financiar las operaciones de los servicios secretos noruegos.

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Jørgen Lavik había hablado de una cabaña en Ula. Tenía que significar que pensaba ir para allá. Pero el viejo no entendía cómo tenía pensado librarse de la cola de policías que sin duda tenían que estarlo persiguiendo, aunque ese problema se lo iba a dejar a Lavik. El suyo era encontrar a Lavik, encontrarlo sin que lo vieran esos mismos policías y, preferiblemente, antes de que llegara hasta Karen Borg. No necesitaba coartada, no estaba en el punto de mira de la Policía y tampoco iba a estarlo, si todo salía bien.

Le costaría menos de una hora encontrar la dirección exacta de la cabaña de Karen Borg. Podía llamar a su despacho, o tal vez a algún juez del lugar, que podría comprobar el registro de la propiedad, pero eso era demasiado arriesgado. Al cabo de unos minutos se había decidido. Por lo que podía recordar, sólo había una carretera que llevara a Ula, un pequeño brazo de la carretera de la costa entre Sandefjord y Larvik. Iba a tener que esperarlo allí.

Aliviado por haber tomado una decisión, se concentró en los asuntos más urgentes de aquel día. Las manos ya no le temblaban y el corazón se había estabilizado. A lo mejor al final no necesitaba medicinas nuevas.

En realidad no se podía decir que fuera una cabaña. Era una sólida casa de madera de los años treinta, completamente rehabilitada, e incluso en la oscuridad de diciembre se intuía el paraíso que rodeaba la casa pintada de rojo. Estaba bastante expuesta a las inclemencias del tiempo y, aunque en la entrada había algo de nieve, el eterno viento proveniente del mar se había encargado de limpiar los peñascos detrás de la casa. Un abeto se cimbreaba testarudo un par de metros hacia la derecha de la pared de la casa. El viento había conseguido retorcer el tronco, pero no matar el árbol, que se inclinaba hacia el suelo, como si añorara reunirse con la familia de la casa, pero no fuera capaz de desprenderse. Entre las manchas de nieve del flanco resguardado de la casa, intuía los contornos de los parterres de flores del verano. El lugar estaba bien cuidado. No era propiedad del abogado Lavik, sino de su anciano y senil tío, que no tenía hijos. Mientras el viejo aún fue capaz de tener sentimientos, Jørgen había sido su sobrino preferido. Cada verano, el chiquillo había aparecido lealmente y se habían dedicado a pescar, a pintar la barca y a comer tocino frito con judías. El abogado se convirtió en el hijo que nunca había tenido el viejo; la hermosa casa de verano acabaría en manos del sobrino en el momento, que no tardaría en llegar, en que el alzhéimer tuviera que rendirse ante el único contrincante que podía vencerlo, la muerte.

Lavik había invertido bastante dinero en aquel lugar. El tío no era un hombre pobre y se había encargado él mismo de la mayor parte de los arreglos, pero fue Jørgen quien instaló la bañera con yacusi, la sauna y la línea telefónica. Además, para su setenta cumpleaños, le había regalado a su tío una pequeña barca, con la certeza de que en realidad iba a ser suya.

Durante el viaje hasta el extremo de Hurumlandet no había visto una sola vez a sus perseguidores. Aunque constantemente había tenido coches detrás, ninguno de ellos se le había pegado durante un tiempo sospechoso. Aun así sabía que estaban allí. Y se alegraba de ello. Se tomó su tiempo para aparcar el coche y dejó claras sus intenciones de quedarse una temporada al meter el equipaje en varios viajes. Caminó despacio de habitación en habitación encendiendo las luces y alivió la presión sobre la instalación eléctrica prendiendo la estufa de aceite del salón.

Después de comer salió a dar una vuelta. Paseó por el terreno familiar, pero tampoco entonces descubrió nada sospechoso. Por un momento se inquietó. ¿Acaso no estaban ahí? ¿Habían abandonado del todo? ¡No podían hacer eso! Su corazón latía rápido e inquieto. No, tenían que andar por las inmediaciones. Seguro. Se tranquilizó. Quizá sólo fueran extremadamente eficientes. Era probable.

Tenía unas cuantas cosas que preparar y sentía urgencia por ponerse manos a la obra. Se detuvo un rato delante de la puerta de entrada, se tomó tiempo para desperezarse y quitarse la nieve de las botas. Tardó mucho más de lo estrictamente necesario.

Después entró en la casa para dejarlo todo listo.

Lo peor era que todo el mundo intentaba animarlo. Le daban palmaditas en la espalda, «quien no se arriesga no gana», le decían. Y le sonreían y, con mucha amabilidad, le comunicaban su apoyo. Incluso la comisaria principal se había tomado la molestia de llamar al fiscal adjunto Håkon Sand para decirle que estaba satisfecha con sus esfuerzos, a pesar del lamentable final que había tenido el proceso. Él le mencionó la posibilidad de una demanda de indemnización, pero ella la descartó con desdén. No pensaba que Lavik fuera a atreverse a hacerlo, al fin y al cabo era culpable. Probablemente estaba feliz de volver a estar en libertad y prefería dejarlo todo atrás. Håkon podía estar de acuerdo en eso. Según los hombres que lo seguían, Lavik se encontraba en una cabaña en Hurumlandet.

Todo aquel apoyo no le ayudaba gran cosa. Se sentía como si lo hubieran metido en una lavadora automática, con centrifugadora y todo, y sin pedirle permiso. El tratamiento había hecho que se encogiera. En el escritorio, ante sí, tenía algunos otros casos cuyos plazos eran endemoniados, pero estaba completamente paralizado y decidió esperar al menos hasta el día siguiente.

Sólo Hanne sabía cómo se sentía por dentro. A media tarde pasó por su despacho con dos tazas de té ardiente. Al probarlo, Håkon tosió y escupió el contenido, creía que era café.

– ¿Y ahora qué hacemos, fiscal adjunto Sand? -le preguntó poniendo las piernas sobre la mesa. Unas hermosas piernas, era la primera vez que Håkon se fijaba.

– Si tú me preguntas a mí, yo te pregunto a ti.

Volvió a probar el té, esta vez con más cuidado, en realidad estaba bueno.

– Desde luego no vamos a tirar la toalla. Vamos a coger a ese tipo. Aún no ha ganado la guerra, sólo una batalla de mierda.

Era increíble que consiguiera ser tan optimista. La verdad es que daba la impresión de que lo decía en serio. Tal vez esa fuera la diferencia entre ser sólo policía y pertenecer a la fiscalía. Él disponía de muchas otras posibilidades. Podía ser secretario tercero del Ministerio de Pesca, por ejemplo, y el pensamiento lo entristeció aún más. Wilhelmsen, en cambio, se había formado como policía y sólo había un sitio donde podía encontrar trabajo, en la Policía. Por eso nunca podía rendirse.

– Pero escucha, hombre -dijo ella volviendo a bajar las piernas de la mesa-. ¡Tenemos muchas cosas con las que seguir trabajando! ¡Ahora no puedes desanimarte! Es en las derrotas cuando se tiene la oportunidad de demostrar lo que se vale.

Una banalidad, pero tal vez fuera cierto. En tal caso era un pusilánime. Estaba claro que no podía encajar aquello. Quería irse a su casa. Tal vez fuera lo bastante hombre como para encargarse de las tareas del hogar…

– Llámame a casa si pasa algo -dijo, y abandonó tanto a la cansada subinspectora como el té que casi no había tocado.

You win some, you lose some -le gritó cuando bajaba por el pasillo.

Los agentes, seis en total, habían comprendido que iba a ser una noche larga y fría. Uno de ellos, un hombre competente de hombros estrechos y ojos inteligentes, había comprobado la parte de atrás de la casa roja. A sólo tres metros de la pared, en dirección al mar, una empinada cuesta descendía hacia una cala con una playa de arena. La cala no tenía más de quince o veinte metros de ancho y estaba delimitada por una valla de alambre de espino asegurada con pilares en ambos extremos. «El derecho de propiedad privado siempre se acentuaba junto al mar», pensó el agente con una sonrisa. Al otro lado de las vallas, una pared de montaña de cinco o seis metros de alto subía por cada lado. Seguro que se podía remontar el repecho, pero no era fácil. Como mínimo, Lavik tendría que salir al camino que pasaba junto a la casa. El cabo estaba completamente aislado de la carretera que había que atravesar para salir de allí.

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