Anne Holt - La Diosa Ciega

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La exitosa abogada Karen Borg ha sacado a pasear a su perro cuando se tropieza con un cadáver. ¿De quién? Solo Dios sabe, el cuerpo ha perdido su cara. Hanne obtiene una confesión de un sospechoso vendedor de drogas quien también confiesa a Karen después de pedirle que le defienda. El sendero conduce a la cima de la profesión jurídica.
En esta primera entrega de la serie se presenta a los personajes -la brillante y también arrogante Hanne Wilhelmsen y sus colegas- y el escenario -un mundo en el que la diosa de la justicia lleva los ojos vendados-. La tarea del equipo de Wilhelmsen es destapar los ojos de esa diosa ciega. La trama parte de un asesinato que desata una investigación de una red de corrupción y drogas. A lo largo del libro se va descubriendo las partes implicadas en ésta y finalmente se conoce que ciertos miembros del cuerpo de la policía, así como del departamento de Justicia, participaron en la misma. El motivo: financiar las operaciones de los servicios secretos noruegos.

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Se mareó y tuvo que agarrarse a la estantería para no caer al suelo. Por suerte, tenía una botella vieja de vino tinto en el fondo de la nevera. Media hora más tarde estaba vacía.

Había perdido el caso, y probablemente también a Karen. No tenía sentido contactar con ella. Todo había terminado.

Se sentía fatal y arremetió contra media botella de aguardiente de patata, que llevaba en el congelador desde las Navidades del año anterior. Al final el alcohol surtió efecto y se quedó dormido. Durmió mal y tuvo pesadillas con grandes abogados demoníacos que lo perseguían y con una diminuta figura amarilla que lo llamaba desde una nube en el horizonte. Intentaba correr hacia ella, pero las piernas le fallaban y nunca llegaba hasta ella. Finalmente, Karen desaparecía, y él se quedaba tirado en el suelo mientras la figura amarilla salía volando y unos cuervos con capa le sacaban los ojos a un pequeño fiscal adjunto.

Martes, 1 de diciembre

Todo aquel jaleo, la brillantina y los chillones farolillos de plástico que algunos consideraban que conferían un aspecto navideño a las calles, empezaban, por fin, a tener algo de sentido. Al menos ya era diciembre. La nieve había vuelto y los comerciantes se habían percatado entusiasmados de que el consumo personal del pueblo noruego se había incrementado unos pocos puntos en el último año. Eso generaba grandes expectativas de ganancias e impulsaba a recargar los escaparates. En Navidad, los tilos de la calle Karl Johan sustituían a sus primos de hojas perennes, aunque parecían desnudos y algo embarazados con sus luces de Navidad. Dos días antes se habían encendido solemnemente las luces del enorme abeto de la plaza de la Universidad, pero aquel día sólo lo estaba disfrutando un triste oficial del ejército de salvación que, tiritando de frío, sonreía esperanzado a cualquiera que aquella mañana pasara apresurado por delante de su bote de dinero, sin disponer de un solo minuto de sobra para detenerse a admirar el enorme árbol.

Jørgen Lavik sabía que lo estaban vigilando. En varias ocasiones se detuvo bruscamente y miró hacia atrás, pero le resultaba imposible distinguir a quien le estaba siguiendo. Todo el mundo tenía la misma mirada vacía; sólo alguno de ellos miró con curiosidad al abogado Lavik, como si lo reconociera, «¿Dónde lo habré visto antes?». Por suerte, las fotografías de la prensa diaria eran tan malas y tan viejas que era probable que nadie lo reconociera de inmediato.

Pero sabía que estaban detrás de él. Eso le complicaba las cosas, pero al mismo tiempo le proporcionaba una coartada perfecta. Podía volverlo todo a su favor. Suspiró profundamente, se sentía muy lúcido.

La visita al despacho fue corta. A la secretaria estuvo a punto de caérsele la dentadura postiza de pura alegría de verle y le propinó un abrazo que olía a vieja y a lavanda. Resultó casi enternecedor. Tras dedicarle unas horas a los asuntos más urgentes, dio aviso de que iba a pasar el resto de la semana en su cabaña de la montaña. Estaría localizable por teléfono y se llevaba consigo una pila de casos, un aparato de fax portátil y un ordenador. Probablemente volvería el viernes, al fin y al cabo tenía que presentarse en el juzgado.

– Así que tendrás que ocuparte tú del negocio, Caroline, como has estado haciendo estos días -le dijo a la secretaria para darle ánimos.

Su boca volvió a desplegarse en una sonrisa gris y la alegría por el halago hizo que se le formaran pequeños soles rojos en las mejillas. Se le plegaron las rodillas coquetamente, pero se contuvo antes de que la reverencia llegara a ser demasiado profunda. Claro que ella se ocuparía del negocio, y esperaba que él disfrutara mucho de sus vacaciones. ¡Se las merecía!

Eso mismo pensaba él. Pero antes de irse pasó por el servicio y sacó el teléfono móvil que había cogido del estante de uno sus colegas. Se sabía el número de memoria.

– Vuelvo a estar en la calle. Puedes relajarte.

El susurro apenas se oyó a causa del molesto ruido de una cisterna defectuosa.

– No me llames, y mucho menos ahora -le espetó el otro, pero no colgó.

– Es un teléfono seguro, puedes relajarte -repitió él, aunque no sirvió de nada.

– ¡No me digas!

– Karen Borg está en su cabaña de Ula, pero no va a permanecer allí mucho tiempo. Puedes estar seguro. Ella es la única que puede cazarme a mí, y yo soy el único que puede cazarla a ella. Si a mí me van bien las cosas, a ti también te irán bien.

Las protestas del viejo no llegaron a oírse. La comunicación ya se había cortado. Jørgen Ulf Lavik meó, se lavó las manos y salió a reunirse con sus invisibles guardianes.

Pronto iba a tener que hacer algo con su corazón. Las medicinas que le habían dado ya no funcionaban, por lo menos no muy bien. En dos ocasiones había estado al borde de sentir el mordisco de la muerte, del mismo modo en que lo había derribado tres años antes. El entrenamiento sistemático y la dieta magra probablemente lo habían ayudado hasta ese momento, pero la situación por la que estaba pasando en las últimas semanas no se podía compensar haciendo footing y comiendo zanahorias.

Habían ido a buscarlo. En cierto sentido los había estado esperando desde que la pelota de nieve empezó a correr. Sólo podía ser una cuestión de tiempo. A pesar de que la descripción en el Dagbladet del presunto hombre fuerte de la organización había sido bastante general y podría encajar con cientos de personas, el retrato había resultado un poco demasiado evidente para los chicos de la calle Platou. Una tarde, cuando volvía a casa desde el trabajo, de pronto estaban ahí. Eran tan anónimos como el trabajo que realizaban, dos hombres iguales, igual de altos, vestidos igual. Con amabilidad pero decisión, lo habían metido en un coche. El viaje duró media hora y finalizó delante de su propia casa. Él lo había negado todo y ellos no le habían creído, pero sabían que él sabía que era conveniente para todos que saliera indemne del asunto. Eso lo tranquilizaba un poco. Si se llegaba a saber para qué se había empleado el dinero, el asunto iba a arrastrarlos a todos. Era cierto que sólo él sabía de dónde provenía el capital, pero los demás habían cogido el dinero y lo habían usado. Nunca le habían preguntado nada ni habían comprobado nada ni habían investigado nada, lo cual los dejaba en una situación delicada.

Lavik era el gran problema. El tipo había perdido la cabeza. Estaba bastante claro que pretendía quitarle la vida a la abogada Borg, como si eso fuera a solucionar algo. Él sería el sospechoso número uno, al instante. Además: ¿quién podía saber si había hablado con más gente o si había escrito algo que aún no había llegado a manos de la Policía? Matar a Karen Borg no solucionaba nada.

Matar a Jørgen Lavik, en cambio, lo solucionaba casi todo. En el mismo momento en que se le ocurrió la idea, la vio como su única posibilidad. El exitoso asesinato de Hans A. Olsen había bloqueado con eficacia cualquier problema en esa rama de la organización. Lavik lo estaba complicando todo, para él mismo y para el viejo. Había que pararle los pies.

La idea no lo asustaba, le resultaba más bien tranquilizadora. Por primera vez en varios días, su pulso latía constante y tranquilo. Su cerebro parecía estar lúcido y la capacidad de concentración estaba regresando de sus largas vacaciones.

Lo mejor era acabar con él antes de que le diera tiempo a enviar a Karen Borg al dudoso cielo de los abogados. El asesinato de una abogada joven, guapa y, en este contexto, inocente, causaría demasiado revuelo. Tampoco un abogado drogadicto y desesperado iba a morir sin llamar la atención, pero aun así… Un asesinato era mejor que dos. Pero ¿cómo hacerlo?

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