Anne Holt - La Diosa Ciega

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La exitosa abogada Karen Borg ha sacado a pasear a su perro cuando se tropieza con un cadáver. ¿De quién? Solo Dios sabe, el cuerpo ha perdido su cara. Hanne obtiene una confesión de un sospechoso vendedor de drogas quien también confiesa a Karen después de pedirle que le defienda. El sendero conduce a la cima de la profesión jurídica.
En esta primera entrega de la serie se presenta a los personajes -la brillante y también arrogante Hanne Wilhelmsen y sus colegas- y el escenario -un mundo en el que la diosa de la justicia lleva los ojos vendados-. La tarea del equipo de Wilhelmsen es destapar los ojos de esa diosa ciega. La trama parte de un asesinato que desata una investigación de una red de corrupción y drogas. A lo largo del libro se va descubriendo las partes implicadas en ésta y finalmente se conoce que ciertos miembros del cuerpo de la policía, así como del departamento de Justicia, participaron en la misma. El motivo: financiar las operaciones de los servicios secretos noruegos.

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Håkon no había dicho nada. Se había dejado llevar por la apatía. Estaba asustado, harto y profundamente decepcionado. Sus sienes grises se habían tornado más grises, su acidez de estómago más ácida y sus manos húmedas más húmedas. Ya no le quedaba más que la declaración de Karen, y no estaba claro que fuera suficiente. Se levantó resignado y abandonó la reunión sin decir una palabra. Dejó tras de sí un gran silencio.

La declaración no estaba donde él la había dejado. Distraídamente abrió un par de cajones, ¿podría haberlo metido allí? No, todo lo que encontró fueron unos casos insignificantes que estaban ya tan caducados que intentaba aplacar su mala conciencia apartándolos de su vista, pero estaba tan agotado que su conciencia no se dejó afectar por el reencuentro.

El interrogatorio no apareció en ningún sitio del despacho. Era extraño, estaba convencido de haberlo dejado justo ahí, sobre la pila de documentos. Con el ceño fruncido, empezó a repasar el día anterior. Iba a sacar unas copias, pero luego se le había olvidado. ¿O sí había pasado por la sala de la fotocopiadora? Fue a comprobarlo.

La máquina iba a todo trapo. Una oficinista sesentona, bajita y corpulenta, le aseguró que, al llegar ella, no había nada allí. Por si acaso echó un vistazo detrás y debajo de la fotocopiadora, pero el documento tampoco se había escondido allí.

Hanne no lo había cogido y Kaldbakken ya le había solicitado una copia y se limitó a encogerse de hombros con desánimo al jurarle que él nunca había llegado a verlo.

Håkon empezó a preocuparse en serio. El documento era lo único que mantenía algo parecido a la esperanza de obtener una ampliación de la prisión preventiva. Antes de irse a casa la noche anterior, lo había recorrido con sus ojos enrojecidos. Era exactamente lo que necesitaba, minucioso y hecho en profundidad, convincente y bien redactado. Pero ¿dónde coño estaba?

Era el momento de dar la alarma. Eran las nueve y media de la mañana y la solicitud de prolongación de la prisión preventiva tenía que estar lista antes de las doce para llevársela al juez. En realidad, la vista oral estaba prevista para las nueve de la mañana; sin embargo, ya el viernes, Bloch-Hansen había pedido que se pospusiera algunas horas. El abogado tenía un juicio esa misma mañana y prefería no enviar a un ayudante a una cita tan importante. Quedaban dos horas y media. En realidad era el tiempo justo para dictar una solicitud. No quedaba tiempo para una búsqueda, y sin ese documento se quedaban sin prisión preventiva.

Sobre las diez y media se suspendió la búsqueda. El documento había desaparecido sin dejar rastro. Hanne estaba desconsolada y se echaba toda la culpa. Tendría que haberse asegurado de hacer las copias enseguida. Pero el hecho de que asumiera toda la responsabilidad no ayudaba en absoluto a Håkon. Todo el mundo sabía que él era último que había tenido en su poder los papeles.

Karen podía venir a declarar. Podría conseguir un aplazamiento de una hora, de manera que tuviera tiempo de acudir desde la cabaña. Tendría que darle tiempo a llegar.

Pero no cogía el teléfono. Håkon la llamó cinco veces sin resultado alguno. Mierda. El pánico acechaba al fiscal adjunto, con sus pequeñas pezuñas afiladas trepaba ya por su espalda. Era muy desagradable. Sacudió violentamente la cabeza, como si eso le pudiera ayudar.

– Llama a Sandefjord o a Larvik. Que vayan a recogerla. De inmediato.

El tono de comando no consiguió camuflar su angustia. Daba igual, Wilhelmsen estaba igual de asustada. Cuando hubo hablado con la jefatura de Larvik, porque tenía la errónea impresión de que era la más cercana de las dos, volvió corriendo al despacho de Håkon, pero se lo encontró borde y cortante, y muy ocupado intentando componer un texto que se pareciera a algo sólido. No era una tarea nada fácil, con el material de tercera con el que se había quedado.

Maldijo al tipejo ese de la bota. Håkon se sentía tentado de ir corriendo a buscarlo para ofrecerle cien mil coronas por hablar. Si no surtía efecto, siempre podía pegarle una paliza, o tal vez matarlo, de puro enfado y furia. Por otro lado, tanto Frøstrup como Van der Kerch habían comprado y pagado su billete al más allá, así que tal vez la Policía no tardara en tener otro suicidio sobre sus espaldas. Que Dios no lo quisiera. Además, ese mismo día tenían que soltar al tipo, aunque pensaban retenerlo lo máximo posible.

Al cabo de una hora no había nada más que hacer. A la secretaria le llevó doce minutos pasar a limpio lo que le había dictado. El fiscal lo leyó con un desánimo que iba creciendo por cada línea. La mujer lo miró con compasión, pero no dijo nada. Probablemente fuera lo mejor.

– Karen no está en la cabaña. -Hanne estaba en la puerta-. El coche está allí y la luz de la cocina sigue encendida, pero no ven al perro ni a ninguna persona. Tiene que haberse ido de excursión.

De excursión: su amada Karen, su clavo ardiendo y su única esperanza. La mujer que podía salvarlo a él de la humillación total, salvar a la Policía de los titulares del escándalo y salvar al país de un asesino y narcotraficante, estaba dando un paseo. Tal vez en esos precisos instantes estuviera paseando por las playas de Ula, arrojando palos al perro e inspirando el aire fresco del mar a años luz de distancia de su caluroso despacho de la comisaría, cuyas paredes habían empezado a desplazarse, a juntarse hasta amenazar con ahogarlo. Se la estaba imaginando, con su viejo chubasquero amarillo, el pelo mojado y la cara sin maquillar, como iba siempre los días de lluvia en la cabaña. De excursión. Se había ido de puta excursión un día que diluviaba.

– ¡Pues que los policías también se vayan de excursión! ¡Esa zona tampoco es tan grande, coño!

Era injusto pagarlo con Hanne y se arrepintió enseguida. Intentó paliar su exabrupto con una sonrisa pálida y un triste movimiento de cabeza.

Hanne dijo en voz baja que ya les había pedido que lo hicieran. Aún quedaba tiempo, todavía podían mantener la esperanza. Una apresurada mirada al reloj le obligó a preguntarle si ya había dado aviso del retraso.

– Les he pedido un aplazamiento hasta las tres, y me lo han concedido hasta las dos. Nos queda una hora. Supongo que me darían más si les pudiera prometer que Karen va a venir; como no pueda, la vista empezará a las dos.

Lejos, lejos de allí, una figura amarilla caminaba junto a un mar de invierno, alimentándolo con piedras. El bóxer se zambullía en las aguas agitadas y frías, pero eso no lo detenía, sus instintos se negaban en redondo a abstenerse de perseguir cualquier objeto que fuera arrojado. Nunca había estado constipado, pero en aquellos momentos temblaba vigorosamente. Karen se paró y sacó un jersey viejo de la mochila, con el que abrigó al bóxer. Aquello le confirió un aspecto ridículo, con un jersey rosa de angora que se le fruncía por las patas delanteras y le colgaba del resto de su enclenque cuerpo, pero al menos dejó de temblar.

Había llegado ya al extremo de los cabos al sur de Ommane y estaba buscando un cálido rincón resguardado en el que ya se había refugiado muchas veces en días como éstos, pero que siempre le resultaba igual de difícil de encontrar. Ahí estaba. Se sentó sobre un cojín aislante y sacó el termo. La leche con cacao tenía un definido sabor a muchos años de café impregnado, pero no le importó. Permaneció mucho tiempo sentada, ensimismada y rodeada del ruido del mar revuelto y del viento que se cortaba en la gran piedra a sus espaldas. El bóxer se había acurrucado a sus pies y parecía un caniche rosa. Por algún motivo u otro se sentía inquieta. Había ido allí buscando paz, pero ésta había desaparecido. Era raro, la tranquilidad siempre había estado dispuesta a citarse con ella allí. Tal vez se hubiera enamorado de otra. Menuda traición.

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