Anne Holt - La Diosa Ciega

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La exitosa abogada Karen Borg ha sacado a pasear a su perro cuando se tropieza con un cadáver. ¿De quién? Solo Dios sabe, el cuerpo ha perdido su cara. Hanne obtiene una confesión de un sospechoso vendedor de drogas quien también confiesa a Karen después de pedirle que le defienda. El sendero conduce a la cima de la profesión jurídica.
En esta primera entrega de la serie se presenta a los personajes -la brillante y también arrogante Hanne Wilhelmsen y sus colegas- y el escenario -un mundo en el que la diosa de la justicia lleva los ojos vendados-. La tarea del equipo de Wilhelmsen es destapar los ojos de esa diosa ciega. La trama parte de un asesinato que desata una investigación de una red de corrupción y drogas. A lo largo del libro se va descubriendo las partes implicadas en ésta y finalmente se conoce que ciertos miembros del cuerpo de la policía, así como del departamento de Justicia, participaron en la misma. El motivo: financiar las operaciones de los servicios secretos noruegos.

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Dos de los agentes se colocaron en sendos extremos del pequeño camino que separaba el cabo de la tierra firme; otro se situó en medio, y tampoco era tan largo como para que no pudieran vigilar visualmente la extensión de unos doscientos metros que los separaba. Lavik no podía pasar por allí sin que lo vieran. Los otros tres agentes se distribuyeron por el terreno para vigilar la casa.

Lavik estaba dentro disfrutando de la idea de que los hombres del exterior, fueran cuantos fueran, tenían que estar pasando un frío de muerte. Dentro de la casa se estaba caliente y a gusto, y el abogado se sentía animado y exaltado por todo lo que estaba haciendo. Tenía ante sí un viejo despertador al que le faltaba el cristal que cubría las manecillas. Con un poco de esfuerzo, consiguió amarrar un palito a la manecilla más corta y conectó el telefax a la red y metió una hoja para comprobar que funcionaba. Luego puso el despertador algo antes de las tres, colocó la manecilla ahora alargada sobre la tecla de enviar del fax, marcó el número de su propio despacho y se quedó mirándolo. Pasó un cuarto de hora sin que sucediera nada. Al cabo de unos minutos más, empezó a preocuparse por si todo acababa siendo un fracaso. Pero, en ese momento, cuando la manecilla saltó sobre el número tres, todo funcionó. El palito que alargaba la manecilla rozó levemente la tecla electrónica de enviar y con eso bastó: el aparato obedeció, se tragó la hoja de papel y envió el condescendiente mensaje.

Animado por el éxito, se dio una vuelta por la casa colocando los pequeños programadores que se había traído de su casa. Allí los utilizaban para ahorrar electricidad: apagaban los radiadores a media noche y los volvían a encender a las seis de la mañana, para que la casa estuviera caliente cuando se levantaban.

No le llevó mucho tiempo, estaba familiarizado con aquellos pequeños aparatos. Le quedaba lo más difícil. Necesitaba algo que produjera movimiento mientras estaba fuera, no bastaba con que se encendieran y se apagaran luces. Lo había planeado todo, pero no había probado para ver si funcionaba. Era difícil saber si se podría llevar a cabo en la práctica. Al resguardo de las cortinas corridas, extendió tres cordeles a través del salón. Amarró un cabo de todos ellos al pomo de la puerta de la cocina; los cabos opuestos los fue enganchado en diversos puntos de la pared de enfrente. Después amarró un trapo de cocina, un bañador viejo y una servilleta de sus respectivos cordeles. Le llevó un poco de tiempo colocar correctamente las velas. Tenía que situarlas muy cerca de los cordeles, tan cerca como para que la cuerda se prendiera cuando la vela se hubiera consumido. A continuación partió las velas a diferentes alturas y las fijó sobre unos cuencos de porcelana con un montón de cera. La vela junto al cordón de la servilleta era la más corta, se alzaba pocos milímetros por encima del tenso cordel. Se quedó mirándolo, expectante.

Funcionó. Al cabo de pocos minutos la llama había bajado lo suficiente como para empezar a prender la cuerda. El hilo se rompió y la servilleta cayó al suelo, dibujando sombras en las cortinas de la ventana que daba al camino. Perfecto.

Preparó un nuevo cordel para sustituir al que se había quemado y puso una vela más grande. Luego colocó el reloj de manera que la manecilla de las horas señalaba la una pasadas. Dentro de algo menos de una hora, parecería que Lavik le enviaba un fax a un abogado de Tønsberg. Era un mensaje relacionado con un encargo urgente que lamentablemente se había retrasado por causas ajenas a su voluntad. Pedía disculpas y esperaba que el retraso no le causara mayores inconveniencias.

Después se vistió. La ropa de camuflaje estaba pensada para la caza: era lo apropiado. Prendió con cuidado las velas y se aseguró una vez más de que estaban firmes. A continuación bajó al sótano y salió por el ventanuco de la parte trasera de la casa.

Abajo, en la playa, permaneció un rato a la espera. Se pegó a la pared de montaña y estaba bastante seguro de que se fundía con el entorno. Cuando recuperó el aliento, se dirigió sigilosamente hacia el lugar donde muchos veranos atrás había hecho un agujero en la valla, a fin de facilitar el acceso a la casa del vecino, donde vivía un niño de su edad.

Se arrastró hacia el camino. Era probable que lo vigilaran en toda su extensión. Se quedó un rato entre los árboles escuchando a ver si oía ruidos. Nada. Pero tenían que estar allí. Siguió avanzando a lo largo del camino, pero manteniendo con él una distancia de cinco metros y oculto por los árboles. Allí estaba. La pequeña tubería que conducía a un riachuelo que salía del bosque al otro lado y que se dirigía, imperturbado, hacia el mar. Pero ahora iba a perturbarlo. Se había arrastrado a través de la tubería incontables veces, aunque desde aquellos tiempos había ganado veinte centímetros de altura y unos cuantos kilos. Sin embargo, no se había equivocado al calcular que aún podía pasar por allí. Desde luego que se mojó un poco, pero el riachuelo tenía poco caudal, probablemente la laguna se había congelado por el invierno. La tubería salía a tres metros del camino. Habían dejado espacio para una ampliación del camino de la que se llevaba hablando años pero que nunca se llevaba a cabo. Con la cabeza asomada por fuera del tubo, escuchó de nuevo durante unos minutos. Seguía sin oír nada. Respiraba con dificultad y cayó en la cuenta de hasta qué punto le habían afectado los días que había pasado retenido. Sin embargo, parte de la pérdida de fuerzas se veía compensada por una fuerte dosis de adrenalina. Aceleró el paso y desapareció silenciosamente entre el boscaje que había al otro lado del camino.

No tenía que recorrer a la carrera mucho trecho, Al cabo de seis o siete minutos había llegado. Miró el reloj. Las siete y media. Perfecto. Las maderas crujieron un poco cuando abrió la puerta del pequeño cobertizo, pero la Policía se encontraba demasiado lejos como para oírlo. Se metió dentro en el momento en que pasó un coche por la carretera, a unos veinte metros de distancia. Justo después pasó otro, pero él ya se encontraba dentro del Lada verde oscuro y pudo constatar que la batería seguía funcionando tras dos meses en desuso. Aunque el tío estaba completamente ido y apenas lo reconocía cuando lo visitaba en la residencia, resultaba evidente que se alegraba cuando Jørgen, de vez en cuando, se lo llevaba de excursión en su viejo Lada. El sobrino había mantenido el coche en condiciones en un gesto hacia su tío, pero aquellos momentos era un verdadero regalo para él mismo. Comprobó el motor un par de veces y salió del garaje. Se dirigía a Vestfold.

Hacía un frío de perros. El agente estaba de pie y se daba golpecitos en los brazos intentando no hacer ruido ni hacerse visible. No era fácil. Para utilizar los prismáticos se tenía que quitar los guantes, así que no los usaba demasiado. Maldecía por lo bajo al abogado que se había refugiado dentro de un cálido lugar que les obligaba a vigilarlo al aire libre. Hacía un momento, el tipo había apagado la luz de una habitación de la segunda planta, pero seguramente no tenía intenciones de acostarse tan temprano. No eran más que las ocho. Joder, le quedaban cuatro horas para el cambio de turno. La muñeca se le heló cuando destapó su reloj de pulsera y se apresuró a volverla a cubrir.

Podía probar a usar los prismáticos con los guantes puestos. No se veía gran cosa. Como era natural, había corrido todas las cortinas. El tipo no podía ser tan tonto como para no entender que ellos estaban allí. En ese sentido era una estupidez que se esforzaran tanto por ser invisibles. Suspiró. Qué trabajo tan aburrido. Era probable que el abogado Lavik pretendiera quedarse allí varios días, lo había visto entrar con muchas bolsas de comida, con un ordenador portátil y con un aparato de telefax.

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