Anne Holt - La Diosa Ciega

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La exitosa abogada Karen Borg ha sacado a pasear a su perro cuando se tropieza con un cadáver. ¿De quién? Solo Dios sabe, el cuerpo ha perdido su cara. Hanne obtiene una confesión de un sospechoso vendedor de drogas quien también confiesa a Karen después de pedirle que le defienda. El sendero conduce a la cima de la profesión jurídica.
En esta primera entrega de la serie se presenta a los personajes -la brillante y también arrogante Hanne Wilhelmsen y sus colegas- y el escenario -un mundo en el que la diosa de la justicia lleva los ojos vendados-. La tarea del equipo de Wilhelmsen es destapar los ojos de esa diosa ciega. La trama parte de un asesinato que desata una investigación de una red de corrupción y drogas. A lo largo del libro se va descubriendo las partes implicadas en ésta y finalmente se conoce que ciertos miembros del cuerpo de la policía, así como del departamento de Justicia, participaron en la misma. El motivo: financiar las operaciones de los servicios secretos noruegos.

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De pronto oyó algo y se giró hacia el bóxer. El animal permanecía inmóvil y, aunque había dejado de gimotear, tenía la cabeza ladeada y las orejas alzadas. Una ligera vibración recorría al perro. Karen comprendió que él también había oído algo, algo que había sonado abajo.

Se dirigió a las escaleras.

– ¿Hola?

Qué ridículo, por supuesto que no había nadie. Se quedó inmóvil durante unos segundos, después se encogió de hombros y se giró para volver.

– Quieto -le ordenó severamente al perro al ver que se estaba levantando.

Luego escuchó los pasos detrás de ella y se giró sobre el talón. En un momento de incredulidad vio la figura que subía corriendo los quince escalones. Aunque tenía el gorro bien calado sobre los ojos, se dio cuenta de quién era.

– Jørgen La…

Pero no tuvo tiempo de acabar. La llave inglesa la alcanzó justo encima del ojo y cayó al suelo, inconsciente.

El perro se volvió loco. Se abalanzó sobre el intruso entre ladridos y gruñidos furiosos, y saltó sobre el pecho del hombre. Consiguió agarrarse a la chaqueta con la mandíbula, aunque la perdió cuando el hombre hizo unos convulsos movimientos con el tronco. No obstante, el perro no se rindió. Se aferró fuertemente al antebrazo del abogado y esta vez no se pudo soltar. Sentía un dolor terrible y, con las enormes fuerzas que le confería aquel dolor, consiguió levantar al perro del suelo, pero no sirvió de mucho. Se le había caído la llave inglesa, había caído al suelo y se arriesgó a dejar que la bestia volviera a hacer pie. No debería haberlo hecho, porque el perro lo soltó durante un segundo, pero sólo para agarrarse mejor un poco más arriba, donde le dolía aún más. El dolor estaba empezando a nublarle la vista y sabía que andaba mal de tiempo. Al final consiguió coger la llave inglesa y asestó un golpe mortal en el cráneo del perro enloquecido, que aun así no lo soltó. Estaba muerto y colgaba agarrado por su último mordisco. Al abogado le llevó casi un minuto desprender el brazo de las poderosas mandíbulas. Sangraba como un cerdo. Con los ojos llenos de lágrimas echó un vistazo por la habitación y vio unas toallas Verdes que colgaban de un gancho, en el rincón donde estaba instalada la cocina. Se apresuró a hacerse un torniquete provisional y lo cierto es que empezó a dolerle menos, aunque sabía que el dolor regresaría con brutalidad. Mierda.

Bajó corriendo a la planta baja y abrió la lata de gasolina. Fue distribuyendo el contenido sistemáticamente por la cabaña. Le sorprendió lo mucho que daban de sí diez litros. Al poco rato, toda la casa apestaba a gasolinera vieja y la lata estaba vacía.

¡Robar algo! Tenía que conseguir que pareciera un robo. ¿Por qué no había pensado en eso? No traía nada en lo que transportar cosas, pero seguro que había una mochila en algún lado. Abajo. Seguro que estaba abajo. Había visto allí cosas de deporte. Bajó otra vez corriendo.

Karen no entendía qué era lo que sabía tan mal. Lo saboreó un poco. Debía de ser sangre, seguramente la suya. Quería volverse a dormir… No, tenía que abrir los ojos. ¿Por qué? Le dolía muchísimo la cabeza. Lo mejor era volverse a dormir. Olía fatal. ¿Olía así la sangre? No, era gasolina, pensó e intentó sonreír por lo lista que era. Gasolina. Intentó de nuevo abrir los ojos, pero le fue imposible. Tal vez debería intentarlo otra vez. Quizá fuera más fácil si se giraba, aunque cuando probaba a hacerlo le dolía una barbaridad. Aun así consiguió ponerse casi boca abajo, aunque algo le impedía girarse del todo, algo cálido y suave. Cento. Su mano acarició despacio el cuerpo del animal. Lo entendió enseguida. Cento estaba muerto. De pronto abrió los ojos. La cabeza del perro estaba pegada a la suya, completamente destrozada. Desconsolada intentó ponerse en pie. A través de las pestañas ensangrentadas vio una figura masculina al otro lado de la ventana. Tenía la cara pegada al cristal y se protegía la cabeza con las manos para ver mejor.

«¿Qué está haciendo aquí Peter Strup?», alcanzó a pensar antes de volverse a desmayar y aterrizar suavemente sobre el cadáver del perro.

En la cabaña no había gran cosa de valor. Algunos objetos de adorno y tres candelabros de plata tendrían que bastar, porque la cubertería de los cajones de la cocina era de acero. Puede que no llegaran a darse cuenta de que faltaba algo. Si tenía suerte, toda la casa quedaría reducida a cenizas. Cerró la mochila, sacó las cerillas de su bolsillo y se dirigió hacia la ventana de la terraza.

En ese momento vio a Peter Strup.

En realidad aquella motocicleta no era la más indicada para el motocross. Además estaba helada y se daba cuenta de que, por aquel día, ya había consumido sus fuerzas y su capacidad de coordinación. Se detuvo a los pocos metros de tomar el camino del bosque y se bajó de la moto. Håkon no dijo una sola palabra. Suponía una pérdida de tiempo intentar usar el pie de la moto en aquel terreno tan irregular, así que intentó tumbarla con cuidado. A treinta centímetros del suelo se le cayó. El dueño se iba a poner hecho una furia. Ella le hubiera matado.

Corrieron por el camino tan rápido como pudieron, y eso no era muy deprisa. Al tomar una curva se pararon en seco. Una terrible luz naranja se vislumbraba a través del bosque, unos doscientos metros más adelante; las llamas parecían querer lamer la barriga del cielo sobre los árboles desnudos.

Tres segundos más tarde estaban corriendo de nuevo. Mucho más rápido esta vez.

Lavik no sabía exactamente qué hacer, pero su indecisión sólo duró unos segundos. Había lanzado tres cerillas a su alrededor y todas habían alcanzado su objetivo. Las llamas se extendieron a los pocos segundos. Percibió que Strup zarandeaba la puerta de la terraza, pero por suerte estaba cerrada. No era probable que el hombre se largara, tenía que haber visto a Karen Borg tirada en el suelo, era perfectamente visible desde fuera. ¿Se habría movido? Estaba seguro de que antes estaba tumbada boca arriba.

Posiblemente, Strup no lo había reconocido. Seguía llevando el gorro bien calado sobre la frente; además, la chaqueta tenía el cuello alto. No obstante, no podía correr el riesgo. La cuestión era qué consideraría Strup que era lo más importante: cogerle a él o salvar a Karen Borg. Lo último era más probable.

No tardó en decidirse, agarró la llave inglesa y salió corriendo hacia la puerta de la terraza. Fue evidente que Strup se llevó una sorpresa, pues soltó la puerta desde fuera, retrocedió tres pasos y debió de tropezar con una piedra o con un tronco, ya que se balanceó un poco antes de caer hacia atrás. Ésa era la oportunidad que Lavik necesitaba. Abrió la puerta. Entonces las llamas, que ya se habían agarrado a las paredes de la cabaña y a algunos de los muebles, se inflamaron violentamente.

Se abalanzó sobre el hombre que estaba tirado en el suelo, con la llave inglesa alzada para golpear. Un nanosegundo antes de alcanzarlo en la boca, Strup se escabulló. La llave inglesa continuó hacia el suelo y Lavik la soltó.

Entre el aturdimiento y el intento de recuperar el arma, no estuvo lo bastante en guardia. Strup se había situado a su lado y consiguió estamparle la rodilla en los genitales. No fue un golpe muy fuerte, pero él se plegó por la cintura y se olvidó de la llave inglesa. El dolor lo puso tan furioso que consiguió agarrar las piernas del otro justo en el momento en que éste había conseguido levantarse. Strup volvió a caer al suelo, aunque esta vez tenía los brazos libres y, mientras intentaba soltarse las piernas dando patadas al contrincante, consiguió meter la mano dentro de la chaqueta. El pataleo estaba teniendo resultados y sintió que acertó en la cara de Lavik. De pronto tenía las dos piernas libres. Se levantó y se dirigió dando tumbos hacia el boscaje veinte metros más allá. A sus espaldas oyó un berrido y se giró, completamente asustado.

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