– No tengo por qué contar la razón por la que vine -dijo él con calma-. No tengo ninguna objeción contra que me detengas ahora. He matado a un hombre y hay que interrogarme. Contaré todo lo que me ha pasado esta noche, pero nada más. No puedo, y tampoco quiero. Probablemente has estado pensando que yo tenía algo que ver con la organización de la que se ha estado hablando. Tal vez aún lo creas. -La miró para que confirmara o negara su afirmación, pero Wilhelmsen no movió un músculo-. Sólo puedo decirte que te equivocas, pero que he tenido mis sospechas sobre lo que estaba pasando. En tanto que antiguo jefe de Jørgen Lavik y como alguien que siente cierta responsabilidad hacia el gremio de los abogados y…
Se interrumpió, como si de pronto pensara que había dicho demasiado. Un ligero gemido de uno de los heridos a sus espaldas les hizo girarse. Era Håkon, que hacía ademán de levantarse. Hanne se puso de cuclillas junto a su cabeza.
– ¿Te duele mucho?
Bastaron un leve movimiento de la cabeza y una mueca. Le acarició con cuidado el pelo, lo tenía chamuscado y olía a quemado. La sirena de la ambulancia se oyó más fuerte y se desvaneció en un aullido ahogado en el momento en que el coche rojo y blanco se detuvo junto a ellos. Detrás venían los dos coches de bomberos, que eran demasiado grandes como para subir hasta arriba.
– Todo va a ir bien -le prometió en el momento en que dos hombres fornidos lo colocaban con cuidado sobre una camilla y lo metían en el coche-. Ahora va a ir todo bien.
El hombre de pelo grisáceo ya había visto bastante. Era evidente que Lavik estaba muerto, yacía solo y sin vigilancia sobre la hierba. Con respecto a los dos que estaban en el aparcamiento no estaba tan seguro. Le daba igual. Su problema estaba solucionado. Retrocedió de espaldas hacia el bosque y se detuvo para encender un cigarro cuando estaba a suficiente distancia. El humo le irritó los pulmones, en realidad hacía años que había dejado de fumar, pero ésta era una ocasión especial.
«Debería haber sido un puro», pensó al llegar al coche y apagar la colilla como pudo en la hierba marrón. «¡Un Habana enorme!»
Sonrió de oreja a oreja y se encaminó hacia Oslo.
Los dos se recuperaron. Karen había sufrido una intoxicación de humo, una pequeña fractura en el hueso de la frente y una fuerte conmoción cerebral. Seguía internada en el hospital, pero tenían previsto darle el alta hacia finales de semana. Håkon Sand ya estaba en pie, aunque no literalmente. Las quemaduras no eran tan terribles como se habían temido, pero tendría que hacerse a la idea de usar muletas durante una temporada. Le habían dado una baja de varias semanas. La pierna le dolía muchísimo y no paraba de bostezar, tras una semana durmiendo mal y consumiendo grandes cantidades de calmantes. Además se había pasado varios días escupiendo manchitas de hollín. Pegaba un respingo cada vez que alguien encendía una cerilla.
De todos modos estaba satisfecho, casi alegre. Seguramente no habían resuelto el caso, pero al menos le habían puesto una especie de punto final. Jørgen Lavik estaba muerto; Hans A. Olsen estaba muerto; Han van der Kerch estaba muerto; y Jacob Frøstrup estaba muerto. Sin olvidar al pobre e insignificante Ludvig Sandersen, que había tenido el dudoso honor de inaugurar la fiesta. La Policía sabía quién había matado a Sandersen y a Lavik; Van der Kerch y Frøstrup habían elegido ellos mismos su camino. Sólo el triste encontronazo de Olsen con una bala de plomo seguía siendo un misterio, aunque se sospechaba que el responsable era Lavik. Tanto Kaldbakken como la comisaria principal y el abogado del Estado habían insistido en eso. Era mejor tener un asesino conocido aunque muerto, que uno desconocido y libre. Håkon tenía que admitir que el fundamento de la teoría de un tercero en discordia había caído. La idea había surgido a causa del extraño comportamiento de Peter Strup, y ahora el abogado estrella ya no estaba bajo sospecha. El hombre había tenido un comportamiento ejemplar. Aceptó sin rechistar los dos días de prisión preventiva, hasta que la fiscalía cerró el asesinato de Jørgen Lavik sobreseyendo el caso al entender que se trataba de circunstancias no penales. Pura legítima defensa. Incluso el fiscal, que tenía por principio llevar cualquier asesinato ante los tribunales, se había mostrado enseguida de acuerdo con el sobreseimiento. El arma de Strup era legal, pues era miembro de un club de tiro.
La mayoría sostenía que no había ningún tercer hombre, y respiraban aliviados. Él por su parte no sabía qué pensar. Estaba tentado de aceptar las conclusiones lógicas de sus superiores, pero Wilhelmsen protestaba. Insistía en que el tercer hombre tenía que ser el que la había asaltado aquel domingo fatal. No podía haber sido Lavik. Los jefes no estaban de acuerdo. O bien había sido Lavik, o bien algún hombre más abajo en el jerarquía. En todo caso, no debían permitir que algo tan insignificante embadurnara la solución que tenían ahora sobre la mesa. La aceptaron, todos ellos. Salvo Hanne Wilhelmsen.
Strike. Por tercera vez consecutiva. Desafortunadamente era tan temprano que sólo una de las demás pistas estaba ocupada por cuatro jóvenes en la edad del pavo, que habían continuado jugando sin dedicarles una sola mirada desde que recibieron a los hombres mayores entre miradas críticas y risas. Por eso no había más testigo de su hazaña en los bolos que su contrincante, que no se dejó impresionar.
La pantalla que se encontraba por encima de sus cabezas, colgada del techo, mostraba que ambos habían hecho una buena serie. Cualquier cosa por encima de los 150 puntos estaba bien, teniendo en cuenta su edad.
– ¿Otra ronda? -preguntó Strup.
Bloch-Hansen vaciló un segundo, luego se encogió de hombros y sonrió. Sólo una más.
– Pero consíguenos antes algo de beber.
Se quedaron sentados con sendas bolas en el regazo y una botella de agua mineral compartida. Strup no dejaba de acariciar la pulida superficie de la bola. Parecía más delgado y más viejo que la última vez que se vieron. Tenía los dedos delgados y secos, y sobre los nudillos se le había agrietado la piel.
– ¿Tenías razón, Peter?
– Sí, lamentablemente. -La mano se detuvo en medio de la bola, y Strup la dejó en el suelo y apoyó los antebrazos sobre las rodillas-. Tenía tanta fe en ese chico… -dijo con una sonrisa triste, como un payaso que lleva demasiado tiempo trabajando y está ya un poco mayor.
A Bloch-Hansen le pareció ver lágrimas en los ojos de su amigo. Le dio una torpe palmada en la espalda a la vez que desviaba la mirada hacia los diez bolos que aguardaban su destino, serios y tensos. No tenía nada que decir.
– Tampoco es que el chico fuera como un hijo para mí, pero durante un tiempo estuvimos muy unidos. Cuando dejó de trabajar conmigo para empezar por su cuenta, me llevé una decepción…, tal vez incluso me sintiera algo herido. Pero mantuvimos el contacto. Siempre que podíamos, comíamos juntos los jueves. Era agradable y enriquecedor para ambos, creo. Aun así, el último medio año no hemos coincidido mucho para comer. El viajaba mucho al extranjero y supongo que yo ya no era tan prioritario para él. -Strup se enderezó en la incómoda sillita de plástico, tomó aire y continuó-: Soy un idiota. Creí que tenía una historia de faldas. Cuando se divorció por primera vez, creo que me comporté un poco como un padre severo. Cuando se alejó de mí, supuse que volvía a tener problemas de pareja y que no quería escuchar mis reproches.
– Pero ¿cuándo entendiste que algo iba mal? Realmente mal, quiero decir.
– No sabría decirte. Pero a finales de septiembre empecé a tener la sospecha de que alguien de nuestro gremio tenía algún negocio entre manos. Todo empezó cuando uno de mis clientes se derrumbó. Un pobre diablo con el que llevo toda la vida trabajando. No hacía más que llorar, y resultó que lo que quería en realidad era que me hiciera cargo del caso de un amigo suyo. Un joven holandés. Han van der Kerch.
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