Estaban solos en la enorme habitación. Los libros se elevaban en silencio y ausentes por las cuatro paredes, amortiguando la acústica e impidiendo cualquier intento de montar jaleo en el respetable edificio. Ni siquiera una clase de alumnos de primaria conseguía perturbar la sabia paz que impregnaba las paredes.
Hanne se dio una palmada en la frente, en un exagerado gesto de reconocimiento de su propia estupidez, y después golpeó el tablero de la mesa para destacar lo que iba a decir:
– El secretario de Estado estuvo en la comisaría el día en que me atacaron. ¿No lo recuerdas? ¡El ministro de Justicia iba a hacer una visita a las dependencias y a hablar sobre la violencia injustificada! ¡El secretario de Estado iba con él! Recuerdo haberlos oído en el patio trasero.
– Pero ¿cómo puede haber esquivado a todo su séquito? Los perseguían un montón de periodistas.
– La llave del servicio. Puede que le dejaran un manojo de llaves para ir al servicio, o que se hiciera con ellas de otro modo. Qué sé yo. Pero estaba allí, y no es por casualidad. No puede serlo.
Plegaron los códigos descifrados, devolvieron los libros de Biggles a la señora detrás del enorme mostrador y salieron a las escaleras. Håkon se afanaba con una dosis de rapé, ya empezaba a coger la técnica y le bastaba con un par de apretones con la lengua.
– Pero no podemos detener a un tipo por tener unos libros en una estantería.
Se miraron y rompieron a reír. La risa sonó ensordecedora e irrespetuosa entre las severas columnas, que parecieron pegarse aún más contra la pared por puro rechazo de semejante estruendo. La respiración de los dos compañeros dibujaba nubecitas de niebla en el aire helado.
– Es increíble. Sabemos que hay un tercer hombre. Sabemos quién es. Supone un escándalo sin igual. Y resulta que no podemos hacer nada. Nada en absoluto, joder.
No era como para reírse, pero, de todos modos, siguieron riéndose hasta llegar al coche, que Hanne, con gran arrogancia, había aparcado sobre la acera. La placa policial estaba sobre el salpicadero y tornaba legal haber dejado en aquel lugar el coche.
– En todo caso teníamos razón, Håkon -dijo ella-. Da bastante gusto saberlo. Hay un tercer hombre, como decíamos nosotros.
Volvió a reírse. Esta vez con más desánimo.
El piso seguía como antes. Le resultaba ajeno en toda su familiaridad. Debía de ser él quién había cambiado. Después de tres horas de limpieza a fondo, que finalizaron con una ronda con la aspiradora en la moqueta del salón, recuperó el aliento y la paz. A la pierna no le venía bien tanta actividad, pero al coco sí.
Tal vez fuera un error no decirle nada a los demás, pero Hanne Wilhelmsen había vuelto a hacerse con el control. Tenían en su poder información que podía tumbar a un Gobierno, o que tal vez acabara como un malogrado cohete chino. En ambos casos se montaría un jaleo de la hostia. Nadie podría reprocharles que esperaran un poco, que se tomaran su tiempo. No era probable que el secretario de Estado desapareciera.
Había marcado tres veces el número de Karen. Todas las veces lo había atendido Nils. Era una idiotez, sabía que aún seguía en el hospital.
Llamaron a la puerta. Miró el reloj. ¿Quién podía venir de visita un martes a las nueve y media de la noche? Por un momento consideró la posibilidad de no abrir. Seguramente sería alguien con una oferta fantástica para recibir el periódico durante un trimestre o alguien que quería salvar su alma inmortal. Por otro lado: podía ser Karen. No podía ser ella, claro, pero quizá, quizá, lo fuera. Cerró los ojos con determinación, rezó para sus adentros y respondió al interfono.
Resultó que era Fredrick Myhreng.
– He traído vino -dijo en tono alegre y, a pesar de que a Håkon no le tentaba en absoluto pasar la velada con el pesado del periodista, apretó el botón y lo dejó pasar.
Un instante después se encontraba ante la puerta, con una pizza tibia de Peppe's en una mano y una botella de un vino blanco dulce italiano en la otra.
– ¡Vino blanco y pizza! -anunció alegremente el joven; Håkon frunció la nariz-. Me gusta la pizza y me gusta el vino blanco. ¿Por qué no tomarlos juntos? Riquísimo. Saca unas copas y un sacacorchos. Yo he traído servilletas.
Le tentaba mucho más una cerveza; tenía dos botellas de medio litro en la nevera. Fredrick se decantó por el vino dulce y se lo bebió como si fuera zumo.
Pasó un buen rato antes de que Håkon entendiera qué era lo que quería el hombre. Al final empezó a hablarle de cosas que no implicaban sólo presumir de sí mismo.
– Oye, Sand -dijo secándose la boca con una servilleta roja-, si alguien hiciera algo que no está del todo bien, no algo ilegal ni nada, pero sí un poco prohibido, y con ello descubriera algo mucho peor, algo que hubiera hecho otra persona… O si, por ejemplo, encontrara algo que le podía servir, por ejemplo, a la Policía, por ejemplo, en un caso que fuera mucho peor que lo que hubiera hecho el tipo, ¿qué haríais vosotros? ¿Haríais la vista gorda con lo que hubiera hecho? ¿Con eso que estaba un poco mal, pero no tan mal como lo que había hecho el otro y que tal vez pudiera resolver el caso?
El silencio fue tan absoluto que Håkon pudo oír el débil zumbido de las velas. Con una mano agarró la caja de cartón, en la que ya no quedaban más que un par de champiñones, la quitó de la mesa y se inclinó sobre ella.
– ¿Qué es lo que has hecho, Fredrick? ¿Y qué coño has averiguado?
El periodista bajó la mirada, cohibido, y Håkon estampó la mano contra la mesa.
– ¡Fredrick! ¿Qué es lo que tienes?
El periodista capitalino se había esfumado y no quedaba más que un chiquillo compungido que tenía que admitir su pecado ante un furioso superior. Azorado, se metió la mano en el bolsillo y sacó una llavecita relumbrante.
– Esta llave era de Jørgen Lavik -dijo débilmente-. Estaba pegada a la parte baja de su caja fuerte. O en un armario archivero, no recuerdo bien.
– No recuerdas bien. -El fiscal tenía las fosas nasales blancas de furia-. No recuerdas bien. Has sustraído una prueba importante que pertenece a uno de los sospechosos en un caso penal grave y no recuerdas bien dónde la encontraste. Está bien. -La mancha blanca se había extendido en un círculo en torno a la nariz y su cara parecía una bandera japonesa invertida-. ¿Podría preguntarte cuándo «encontraste» la llave?
– Hace algún tiempo -respondió el joven esquivamente-. Por cierto, ésta no es la original. Es una copia. Saqué un molde de la llave y la volví a dejar en su sitio.
El fiscal adjunto de la Policía respiraba por la nariz, como un toro excitado.
– Volveré sobre esto, Fredrick. Créeme. Volveré sobre esto. Ahora puedes coger tu botella y largarte de aquí.
Con un movimiento agresivo introdujo el corcho en la botella medio vacía. Al periodista del Dagbladet no le quedó más remedio que salir a la desagradable y fría noche prenavideña. Al llegar a la puerta colocó el pie en el marco para impedir que se interrumpiera todo contacto.
– Pero, oye, Sand -probó a decir-: algo recibiré yo a cambio de esto, ¿no? ¿La historia va a ser mía?
No obtuvo más respuesta que un dedo del pie muy dolorido.
Al cabo de menos de dos días de trabajo habían reducido las posibilidades a un número muy pequeño de lugares. En concreto a dos. Uno de ellos era un gimnasio del centro, muy respetable y serio; el otro era un estudio menos respetable, más caro, situado en la loma de Saint Hans. Ambos lugares eran aptos para realizar actividades físicas, pero mientras uno de ellos era legal, el otro ejercía sus actividades con mujeres importadas especialmente desde Tailandia. Les había costado encontrar al fabricante de la llave, pero una vez que la Policía encontró la empresa correcta, les llevó pocas horas averiguar a qué tipo de armarios correspondía. Teniendo en cuenta el destruido renombre de Lavik, todos estaban convencidos de que se trataba del burdel de la calle Ullevål, pero se equivocaban. Lavik había levantado pesas dos veces por semana, cosa que en realidad ya sabían, y que recordaron cuando revisaron los documentos.
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