Permaneció pasivo durante unos segundos hasta que el beso eterno empezó a ser cosa de dos. El valor creció y las manos dejaron de estar tan aturdidas, se volvieron más ligeras y recorrieron la espalda de la mujer al tiempo que separaba las piernas para que ella estuviera más cómoda.
Hicieron el amor durante horas, una extraña y cercana pasión entre dos viejos amigos con mucha historia en común que nunca se habían tocado, no de esa forma. Era como pasear por un entrañable paraje familiar, pero disfrazado de una estación poco habitual. Conocido y desconocido a la vez, cada cosa en su lugar, aunque la luz fuera diferente y el paisaje inexplorado y ajeno.
Se susurraron intimidades y palabras dulces al oído y se sentían fuera de la realidad. El tranvía traqueteaba a lo lejos y el ruido se abrió camino y penetró en la densa atmósfera del suelo del salón, engulló el amanecer y desapareció como un buen amigo que les deseaba lo mejor. Karen y Håkon estaban de nuevo solos: ella, confundida, agotada y feliz; él, feliz, sólo feliz.
El viernes por la noche Hanne Wilhelmsen estuvo ocupada con cosas muy distintas. Compartió con Billy T. el asiento delantero de un coche oficial, que tenía las luces apagadas y estaba aparcado en el repecho de una callejuela en la zona de Grefsenkollen. La calle era estrecha y para no obstaculizar el escaso tráfico de una noche de fin de semana, dejaron el vehículo tan al borde que estaba ladeado. La espalda de Hanne protestaba por la postura que la obligaba a mantener un glúteo más bajo que el otro. Intentó incorporarse, aunque sin éxito.
– Aquí tienes -dijo Billy T., estirándose para agarrar la cazadora que reposaba sobre el asiento trasero-. ¡Ponte esto debajo de medio culo!
Aquello la ayudó, al menos como remedio provisional. Comieron lo que ella había traído, elegantemente empaquetado en papel film: seis rodajas de pan con fiambre para él, y una para ella.
– ¡La cena!
Billy T. vociferó de alegría y se sirvió café del termo.
– Viernes gourmet -dijo Hanne, dibujando una sonrisa con la boca llena.
Llevaban ya allí tres horas y era su tercer día de vigilancia, apostados frente al complejo de adosados donde vivían Jørgen Lavik y su familia. La casa era aburrida y de color marrón, pero las bonitas cortinas y la suave luz interior transmitían calor hogareño. Los miembros de la familia se acostaron tarde, aunque los policías estaban ya acostumbrados a ver las últimas luces apagarse alrededor de medianoche. De momento, su espera en un coche frío no había dado frutos, la familia Lavik se comportaba de un modo tediosamente normal. La luz azul de un televisor parpadeó a través de la ventana del salón, desde los programas infantiles hasta la última edición de las noticias. Sobre las ocho de la tarde se apagaron dos luces de un dormitorio de la segunda planta, los dos agentes supusieron que se trataba de los cuartos de los niños. Sólo una vez salió alguien por la puerta de madera blanca, que lucía una oca fijada con clavos que croaba la bienvenida con letras góticas. Era probable que fuera la señora Lavik, que sólo iba a sacar la basura. No les había resultado fácil verla bien, pero ambos tuvieron la impresión de estar ante una mujer arreglada, delgada y bien vestida, incluso en una noche de tinte casero.
Se aburrían, el radiocasete estaba prohibido en los coches oficiales y los avisos que escupía la radio de la Policía, acerca de la criminalidad capitalina del viernes por la noche, no eran especialmente entretenidos, pero los dos agentes se armaron de paciencia.
Había empezado a nevar, los copos eran grandes y secos y el coche llevaba tanto tiempo aparcado que la nieve ya no se derretía encima del capó, que no tardó en estar vestido de blanco. Billy T. accionó los limpiaparabrisas para mejorar la visión.
– Ya es de noche noche -dijo, apuntando hacia la casa cuyas luces se apagaban una tras otra.
Una de las ventanas de la segunda planta siguió encendida algunos minutos más, pero pronto la luz de la entrada quedó como la única fuente de iluminación que permitía discernir la silueta de la casa.
– Bien, pues vamos a ver si el bueno de Jørgen tiene otra cosa que hacer el viernes por la noche aparte de regocijarse debajo de las sábanas -dijo Hanne, sin parecer demasiado esperanzada.
Pasó una hora y seguía nevando, serena y silenciosamente. Hanne acababa de proponer la retirada. Billy T. resopló despreciando la idea. ¿Acaso era la primera vez que vigilaba a alguien? Tenían que aguantar otras dos horas más.
Alguien salió de la casa y los ocupantes del coche estuvieron a punto de perdérselo, habían empezado a cerrar los ojos y a dormitar. El perfil de un hombre emergió del frío, vestía un abrigo de cuero negro e intentó torpemente cerrar la puerta con la llave. Al volverse, se levantó el cuello del abrigo, cruzó los brazos a la altura del pecho y empezó a correr hacia el garaje situado al borde de la carretera. La puerta se abrió antes de que alcanzara la cochera, «apertura automática», dedujeron los dos policías.
El Volvo era de color azul oscuro, pero con las luces encendidas fue fácil seguirlo. Billy T. se mantenía a una distancia prudencial, el tráfico a esas horas de la noche era tan poco denso que el peligro de perderlo de vista era mínimo.
– Es una locura vigilar con una sola unidad -murmuró Billy T.-. Esos tíos son unos paranoicos, deberíamos tener al menos dos coches.
– Dinero, dinero -contestó Hanne-. Este no está acostumbrado al juego, no se cubre las espaldas.
Bajaron hasta el cruce de Storo. Los semáforos de la bifurcación parecían enormes cíclopes descerebrados cuyo ojo de color ámbar parpadeaba de forma intermitente para empujar a los automovilistas hacia el siniestro. Había dos coches cruzados en la calzada de la autovía periférica Store Ringvei, uno de ellos con importantes daños en la parte delantera. Los policías no podían permitirse parar, así que prosiguieron hacia Sandaker.
– Ha parado -dijo Hanne, con brusquedad.
El Volvo estaba aparcado con el motor en marcha junto a una cabina telefónica en el distrito de Torshov. Lavik tenía problemas para abrir la puerta de la cabina, el hielo y la nieve atascaban las bisagras, y sólo pudo penetrar por una estrecha apertura. Billy T. pasó lentamente por delante de la cabina, giró a la derecha en la primera bocacalle y luego viró el vehículo ciento ochenta grados. Volvió al cruce y aparcó cincuenta metros más allá del hombre al teléfono. Era evidente que la luz que iluminaba el habitáculo era molesta, porque el tipo se encorvó para proteger su rostro y se colocó de espaldas hacia los dos policías.
– Conversación telefónica desde una cabina. Vale, un viernes por la noche; creo que nuestras sospechas tienen fundamento -dijo Billy T. con satisfacción manifiesta.
– Puede que tenga una amante.
Hanne quiso frenarle en seco, pero no consiguió sofocar el entusiasmo de su colega.
– ¿Una amante a la que llama desde una cabina a las dos de la mañana? Venga ya, por favor -dijo él, a modo de censura y consolidado por el peso de su propia experiencia.
La conversación se prolongó durante un rato. La calle estaba casi vacía, tan sólo se veía a algún que otro chotacabras borracho, que volvía a casa dando tumbos, vadeando por la nieve que tapizaba el entorno y que confería un aspecto navideño al mes de octubre.
De repente el hombre colgó, parecía seguir teniendo prisa y se zambulló en el coche, que patinó un poco con las ruedas antes de soltarse y bajar la calle Vogt como un alud.
El coche de Policía salió del cruce y aceleró siguiendo el rastro del Volvo, que luego volvió a parar de pronto, esta vez en el distrito de Grünerløkka, tras tomar una bocacalle y prácticamente aterrizar en una plaza de aparcamiento libre. Los policías aparcaron cien metros más arriba. Jørgen Lavik desapareció del campo de visión en cuanto dobló la esquina. Hanne y Billy T. cruzaron sus miradas y sin hablar acordaron salir del coche en ese mismo instante. Billy T. la rodeó con el brazo, le susurró al oído que eran novios y, abrazados, bajaron el callejón por donde se había esfumado el abogado. El pavimento estaba resbaladizo. Hanne tuvo que aferrarse con fuerza a Billy T. para no caerse, sus botas tenían las suelas de piel.
Читать дальше