Anne Holt - La Diosa Ciega

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La exitosa abogada Karen Borg ha sacado a pasear a su perro cuando se tropieza con un cadáver. ¿De quién? Solo Dios sabe, el cuerpo ha perdido su cara. Hanne obtiene una confesión de un sospechoso vendedor de drogas quien también confiesa a Karen después de pedirle que le defienda. El sendero conduce a la cima de la profesión jurídica.
En esta primera entrega de la serie se presenta a los personajes -la brillante y también arrogante Hanne Wilhelmsen y sus colegas- y el escenario -un mundo en el que la diosa de la justicia lleva los ojos vendados-. La tarea del equipo de Wilhelmsen es destapar los ojos de esa diosa ciega. La trama parte de un asesinato que desata una investigación de una red de corrupción y drogas. A lo largo del libro se va descubriendo las partes implicadas en ésta y finalmente se conoce que ciertos miembros del cuerpo de la policía, así como del departamento de Justicia, participaron en la misma. El motivo: financiar las operaciones de los servicios secretos noruegos.

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Estaban solos en una habitación, el jurista de traje y el hombre con síndrome de abstinencia. En el cuarto, se entraba desde una sala más grande, donde los más afortunados recibían visitas de la familia o de amigos; una habitación yerma y poco acogedora que intentaba sin éxito causar buena impresión; incluso habían montado un rincón de juegos para las visitas más jóvenes.

El abogado hojeó los documentos. Tenía el maletín sobre la mesa. Estaba abierto y la tapa era como un escudo entre ellos. Parecía más nervioso que el preso, cosa que el estado de salud del drogadicto le impidió apreciar. El abogado bajó la tapa del maletín y le tendió un pañuelo. Desdobló el trozo de tela y le ofreció el contenido.

Allí estaba la bendición, todo lo que necesitaba aquel hombre exhausto para conseguir unas horas de bien merecido éxtasis. Intentó cogerlo, pero fue en vano. El abogado retiró la mano a toda velocidad.

– ¿Qué has dicho?

– ¡No he dicho na! ¡Ya me conoces! ¡Yo no hablo de más! ¡El menda no canta, ya sabes!

– ¿Hay algo en tu piso que pueda darle pistas a la Policía? ¿Alguna cosa?

– No, no, na. Sólo el material. Mala suerte de cojones, ya sabes, eso de que vinieran justo antes de la entrega. No ha sido culpa mía.

Si el cerebro del hombre no hubiera estado atontado por veinte años de abuso de los estimulantes artificiales, quizás hubiera dicho otra cosa. Si el atisbo de la salvación en el maletín del abogado no hubiera debilitado la pizca de juicio que aún podía atribuírsele, tal vez habría contado que estaba en posesión de material comprometedor, papeles que había encontrado en el suelo después de otro encuentro en una sala de visitas, tras otro arresto. Si hubiera estado en posesión plena de sus facultades mentales, probablemente habría comprendido que para que los documentos cumplieran el papel de seguro de vida, tenía que anunciar que los tenía en su poder. Tal vez incluso debería haberse inventado una historia sobre que alguien se lo contaría todo a la Policía en caso de que le sucediera algo. De eso al menos hubiera sacado alguna ventaja, quizá le hubiera salvado la vida, quizá no. Pero estaba demasiado atontado.

– Tú sigue manteniendo la boca cerrada -dijo el abogado, y permitió que el detenido se sirviera del contenido del pañuelo.

Le dio también un cilindro del tamaño de una purera, en cuyo interior el reo, con manos entusiasmadas y cada vez más temblorosas, consiguió introducir el material. Sin pudor, se bajó los pantalones y se metió el pequeño contenedor alargado en el recto con una mueca.

– Me van a cachear antes de volverme a meter en la celda, pero el culo no me lo van a mirar, sólo he visto a mi abogado -se rió el hombre, satisfecho.

Cinco horas más tarde lo encontraron muerto en su celda. La sobredosis lo había despachado a la muerte con una sonrisa dichosa en los labios. El material estaba en el suelo, ínfimos restos de la heroína en un pequeño trozo de plástico. En la hierba húmeda, dos pisos por debajo de la ventana enrejada de su celda, yacía un pequeño estuche con forma de puro; pero nadie lo buscó; se quedó allí, a la intemperie, hasta que, año y medio después, lo encontró un vigilante.

La anciana madre del preso no fue informada de la muerte hasta dos días más tarde. Vertió unas lágrimas amargas y, para consolarse, se bebió una botella entera de Eau de Vie. Había sufrido cuando el niño llegó al mundo sin que tal cosa estuviera planeada y lo acompañó llorosa a lo largo de su vida, del mismo modo que lloró en el momento de su muerte. Aparte de ella, nadie, absolutamente nadie, echaría de menos a Jacob Frøstrup.

Aunque el hombre ya se había comportado de modo amenazador la última vez que se vieron, esta vez estaba furioso, casi irreconocible. Los dos hombres se habían encontrado como la otra vez, en un aparcamiento al fondo del valle de Maridalen. Habían aparcado sus respetables coches en extremos opuestos del aparcamiento, cosa que llamaba la atención, puesto que sólo había otros tres vehículos en el lugar, todos aparcados juntos. Cada uno por su lado, se habían dirigido al bosque, el mayor con el equipo adecuado, el más joven pasando frío con su traje y sus zapatos negros.

– ¿En qué coño estás pensando? ¿No tienes otra ropa que ponerte? -le espetó el mayor, una vez que se hubieron adentrado unos cientos de metros entre los árboles-. ¿Pretendes que te mire todo el mundo?

– Relájate, no me ha visto nadie.

Le castañeteaban los dientes. El pelo oscuro ya se le había humedecido y la lluvia le había teñido los hombros de negro. Se parecía a Drácula, una impresión que se veía reforzada por los colmillos afilados que en aquellos momentos asomaban incluso cuando cerraba la boca, puesto que los labios se le encogían a causa del frío.

A poca distancia escucharon el zumbido de un tractor. Se apresuraron a esconderse detrás de sendos troncos de árbol, una medida de seguridad absolutamente innecesaria: se encontraban a más de cien metros del camino que cruzaba el bosque. El sonido del motor fue desapareciendo.

– Tenemos una política clara de no reunimos nunca -continuó el que estaba más enfadado-. Y ahora he tenido que reunirme contigo dos veces en muy poco tiempo. ¿Has perdido completamente el control?

La pregunta era superflua, el hombre mojado parecía estar fuera de sí. Su comportamiento desvalido y cutre se hacía aún más patente en contraste con el traje caro y el peinado a la última moda. Ambas cosas estaban a punto de desintegrarse. No respondió.

– ¡Sobreponte, hombre! -El mayor parecía completamente desesperado y agarró al más joven de las solapas, lo sacudió; el otro no presentó resistencia, su cabeza colgaba como la de un muñeco de trapo-. Escúchame, escúchame ahora mismo. -El mayor cambió de técnica; lo soltó y habló despacio y articulando, como quien se dirige a un niño pequeño-:

Cerramos el negocio. Vamos a pasar como de la mierda de los dos o tres meses de los que hablé. Recogemos nuestros bártulos. ¿Me oyes? Pero me tienes que contar en qué punto estamos. ¿El pájaro de la cárcel sabe algo sobre nosotros?

– Sí, sobre mí. Sobre ti no sabe nada, por supuesto.

El mayor se puso casi a gritar:

– ¿Qué coño querías decir entonces cuando me contaste que no habías sido tan idiota como Hansa? ¡Me dijiste que no tenías contacto con los correos!

– Te mentí -respondió el otro con apatía-. ¿Cómo narices iba a reclutarlos si no? Les he proporcionado droga dentro de la cárcel. No mucha, pero la suficiente como para poder mover los hilos. Corren detrás de la droga como los perros tras las perras en celo.

El hombre mayor alzó el puño, como si le fuera a asestar un puñetazo, pero fue demasiado lento como para pillar al otro por sorpresa. El joven dio un paso hacia atrás, completamente espantado, resbaló en la hojarasca húmeda y cayó de espaldas. No se levantó. Lleno de desdén, el viejo le dio un puntapié en las piernas.

– Esto lo vas a arreglar -le ordenó.

– Ya lo he hecho -gimoteó el joven entre las hojas putrefactas-. Ya lo he arreglado.

Viernes, 23 de octubre

No tenía sensación de soledad, aunque tal vez sí la de estar solo. La voz femenina que emanaba del noticiero de las seis era agresiva y ordinaria, pero le servía de compañía. Había heredado la butaca de su abuela, era muy cómoda y por eso la usaba, pese a que la anciana se había reunido con el Señor estando sentada en el sillón en cuestión. Dos motas de sangre seguían manchando uno de los reposabrazos como resultado de un golpe que la mujer, al parecer, se había dado en la cabeza al sufrir un infarto. Eran imposibles de quitar, como si la abuela, desde su existencia inmaterial en el más allá, tratara obstinadamente de que prevaleciese su derecho de propiedad, cosa que provocaba en Håkon un sentimiento de ternura. La recordaba terca como una mula y los restos pálidos de sangre sobre la funda de terciopelo azul evocaban a la espléndida mujer que había ganado la guerra en solitario, que se había ocupado de todos los indefensos y abandonados, que había sido su heroína de la infancia y que le había convencido para que estudiara derecho a pesar de tener una cabeza bastante limitada para los libros.

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