El piso estaba amueblado con muy poco gusto, sin ninguna coherencia o intento de mantener un estilo homogéneo. Los colores se mataban, pero paradójicamente la vivienda transmitía amabilidad y calor hogareño. Cada objeto tenía su propia historia: había heredado algunas cosas, otras las había comprado en mercadillos, y los muebles del salón comedor los adquirió en IKEA. En suma, era un apartamento de hombre, aunque más limpio y recogido. Como hijo único de lavandera, aprendió pronto el oficio y le gustaban las labores domésticas.
El fiscal general del Estado lanzaba duros ataques contra la prensa por el modo en que cubría los procesos criminales y la locutora tenía problemas para moderar la tertulia y conducir a los propios tertulianos, mientras que Håkon seguía el debate con los ojos cerrados y escaso interés. «Sea como sea, la prensa nunca se deja gobernar», pensó. Estaba a punto de dormirse cuando sonó el teléfono.
Era Karen. Podía oír el eco de su propio zumbido de oídos en el aparato. Intentó en vano tragar saliva, una y otra vez, pero tenía la boca seca como en un día de resaca.
Se saludaron, pero ahí quedó la cosa. Era incómodo permanecer mudo en un teléfono silencioso, así que, para llenar el vacío, Håkon carraspeó de modo algo forzado.
– Estoy sola en casa -dijo Karen finalmente-. ¿Te apetece pasarte por aquí? -Y como para justificar que deseaba compañía añadió-. Tengo miedo.
– ¿Y Nils?
– En un cursillo. Puedo preparar algo rico para cenar, tengo vino y podemos hablar del caso y de los viejos tiempos.
Estaba dispuesto a hablar con ella de lo que fuese, estaba encantado, feliz, expectante y muerto de miedo. Tras una larga ducha y veinte minutos de taxi llegó al barrio de Grünerløkka y se quedó boquiabierto al ver el piso, en su vida había visto nada igual.
Las mariposas debajo de su camisa dejaron pronto de aletear y se tranquilizaron. El recibimiento por parte de Karen no fue muy atento, ni siquiera le dio un beso de bienvenida, sólo le dirigió esa sonrisa circunspecta que tenía por costumbre dispensarle. No tardaron en entrar en conversación y él fue recuperando su pulso normal; Sand estaba acostumbrado a las decepciones.
La comida dejó mucho que desear, él mismo lo habría hecho bastante mejor. Había frito demasiado las costillas de cordero antes de echarlas a la marmita, así que la carne estaba dura. Conocía la receta y sabía que la salsa contenía vino blanco, pero Karen había exagerado tanto la dosis que el penetrante sabor del vino blanco lo dominaba todo. Sin embargo, el tinto de las copas era exquisito. Durante demasiado tiempo hablaron de esto y de aquello, de antiguos compañeros de estudios. Ambos se mantenían alerta, la conversación fluía, pero discurría por una senda estrecha y rígida. Karen fue quien eligió el camino.
– ¿Habéis avanzado algo en la investigación?
Habían acabado de comer y el postre había sido un desastre, un sorbete de limón que se negó a mantenerse firme más de treinta segundos. Håkon se tragó la sopa limonera fría con una sonrisa y aparentemente buen apetito.
– Tenemos la sensación de que entendemos un montón de cosas, pero estamos a años luz de poder demostrar algo; ahora nos aburrimos con toda la mierda rutinaria. Reunimos todo lo que podría tener algún valor y lo repasamos con lupa para comprobar si sirve o no. De momento no tenemos nada que colgarle a Jørgen Lavik, pero dentro de unos días sabremos más sobre su vida.
Karen lo interrumpió alzando su copa para brindar; él, al tragar demasiado líquido, casi se ahogó, lo cual le provocó una tos indeseada, además de teñir el mantel de rojo. Se lanzó sobre el salero para atenuar su torpeza, pero ella le cogió la mano, lo miró a los ojos y lo calmó.
– Relájate, Håkon, lo limpiaré mañana, sigue hablando.
Posó el salero sobre la mesa y se disculpó un par de veces antes de proseguir.
– Si supieras lo aburrido que es… El noventa y cinco por ciento del trabajo en un caso de asesinato es totalmente estéril. Comprobar una y otra vez el ancho y el largo de las paredes y los postes de luz. Por suerte, a mí no me toca hacer ese trabajo, en la práctica, digamos, pero tengo que leérmelo todo y hasta ahora hemos interrogado a veintiún testigos. ¡Veintiuno! Y ninguno de ellos ha aportado lo más mínimo. Las pocas pistas técnicas que tenemos no nos dicen absolutamente nada. La bala que acabó con la vida de Hansa Olsen proviene de un arma que ni siquiera se vende en este país… Vamos, que seguimos igual. Creemos vislumbrar un patrón en todo esto, pero no encontramos el denominador común, esa pieza del puzle que nos proporcionaría la conexión para poder seguir trabajando. -Intentó aplanar el bultito de sal con el dedo índice, con la esperanza de que el consejo de maruja fuera más eficiente-. Tal vez estemos equivocados del todo -añadió bastante desanimado-. Creímos haber encontrado algo importante cuando el registro de visitas reveló que Lavik había estado en los calabozos el día que tu cliente se volvió majareta. Yo estaba como una moto, pero el policía de apoyo recordaba la visita al detalle y juró que el abogado no habló con nadie más que con su propio defendido y que, además, estaba en todo momento acompañado, como ocurre con todas las visitas.
Håkon Sand no deseaba hablar del caso, era viernes, la semana había sido larga y agotadora, y el vino empezaba a subírsele a la cabeza. Se sintió aliviado y el calor interno se expandió y ralentizó sus movimientos. Estiró los brazos para recoger el plato de su anfitriona, echó los restos con cuidado en el suyo, colocó los cubiertos encima y se estaba levantando para llevarlo a la cocina cuando ocurrió.
Ella se despegó de la mesa como un resorte, rodeó la gigantesca mesa de pino y se golpeó la cadera con el borde redondeado, algo que tuvo que hacerle bastante daño, aunque no mostró signo alguno de dolor, y acabó sentada sobre las rodillas de su compañero. Él permaneció mudo y perplejo, sus brazos colgaban indolentes y flácidos; balanceaba sendas manos como dos pesas plomizas, no sabía qué hacer con ellas.
Tenía los ojos acuosos de miedo y de deseo, y el temor aumentó cuando ella le quitó las gafas con firmeza y habilidad. Estaba tan aturdido que al parpadear una lágrima diminuta y solitaria resbaló por su mejilla izquierda; ella la vio, acercó su mano y la limpió con el pulgar.
A continuación acercó su boca a la suya y le obsequió con un beso interminable. Era muy distinto al roce que habían experimentado en el despacho de Håkon. Éste era un beso lleno de promesas, de pasión y de deseo, un beso con el que había soñado Håkon, pero que también había desechado hacía tiempo, como una dulce fantasía. Era exactamente como se lo había imaginado, distinto a todos los besos que llevaba almacenando a lo largo de quince años de soltería. Era la compensación y la recompensa por haber amado a una única mujer, desde que se conocieron en la facultad catorce años antes, ¡catorce años! Se acordaba de aquel encuentro con más claridad que del almuerzo del día anterior. Llegaba cinco minutos tarde, entró dando tumbos al aula del edificio Oeste y se sentó en un asiento abatible justo delante de una rubia muy mona. Al bajar el asiento aplastó los pies que ella tenía apoyados sobre la butaca. La chica pegó un grito y Håkon se disculpó entre sus propios balbuceos y las risas y alaridos de los demás, pero cuando descubrió a su víctima cayó en un enamoramiento que nunca más lo soltaría. Jamás dijo una sola palabra, aunque su paciente espera fue dolorosa y triste, pues durante todos esos años vio desfilar a los amantes de Karen. La resignación lo había sumido en la creencia de que las mujeres eran algo que podía uno agenciarse durante un par de meses, mientras el interés de la novedad mantenía la vitalidad en los juegos de cama. No esperaba nada más, no con otras mujeres.
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