Jason Goodwin - El Árbol de los Jenízaros

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El Árbol de los Jenízaros: краткое содержание, описание и аннотация

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Estambul, 1836. El misterioso asesinato de cuatro soldados de la Nueva Guardia amenaza con romper el frágil equilibrio del poder de la corte. Todos los indicios apuntan a los jenízaros: durante cuatrocientos años fueron los soldados de élite del Imperio otomano, pero se hicieron tan poderosos que el sultán decidió eliminarlos. ¿Estarán organizando su brutal regreso?
Sólo Yashim Togalu puede resolver el caso. Insólito investigador, amante de la cocina y de las novelas francesas, posee la extraordinaria capacidad de pasar desapercibido. Yashim es un eunuco. En busca de la verdad lo seguiremos por mercadillos y callejuelas hasta los conspirativos pasillos del harén, en el apasionante momento en que el Imperio otomano comienza a resquebrajarse.
Una conseguida fusión de novela histórica y novela de detectives ambientada en la exótica Turquía del siglo XIX.

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El estipendio que el embajador polaco recibía no parecía cubrir el coste del mantenimiento de la propia embajada, había observado Yashim, pero al menos le permitía a Palieski vivir en un confort razonable. «Hablamos de justicia cristiana -decía Palieski-, pero la única justicia que Polonia ha recibido ha sido del viejo enemigo musulmán. ¡Vosotros, los otomanos! ¡Vosotros comprendéis la justicia mejor que cualquier otro país del mundo!» Palieski se cuidaría muy mucho de no quejarse de que el estipendio que recibía no había cambiado en los últimos doscientos años. Y Yashim nunca diría que ambos sabían la razón: que los otomanos sólo continuaban reconociendo a los polacos para irritar a los rusos.

– Así pues, parece -dijo pensativamente Yashim- que ese agregado subalterno, Potemkin, salta a un carruaje con cuatro de los más brillantes cadetes de la Nueva Guardia… y no vuelven a ser vistos con vida nunca más.

Las cejas de Palieski se alzaron.

– Encontrarse con un ruso, desaparecer, es un fenómeno corriente. Ocurre continuamente en Polonia.

– Pero ¿por qué tendrían que encontrarse con un funcionario ruso? Prácticamente estamos en guerra con Rusia. Si no hoy, ayer y probablemente mañana.

Palieski levantó las manos en un gesto de ignorancia.

– ¿Cómo podemos saberlo? ¿Estaban vendiendo secretos? ¿Se encontraron todos en los jardines, por casualidad, y decidieron pasarse la noche de juerga?

– Nadie se encuentra con nadie en esos jardines por casualidad -le recordó Yashim-. En cuanto a vender secretos, tengo la impresión de que somos nosotros quienes necesitamos sus secretos, no lo contrario. ¿Qué podrían vender los cadetes… viejas tablas trigonométricas francesas? ¿Detalles del cañón que probablemente copiamos de los diseños rusos? ¿El nombre de su sombrerero?

Palieski frunció el entrecejo e hizo un mohín con los labios.

– Creo que ya he tomado bastante té -dijo pensativamente-. La penetración de misterios arcanos requiere algo más fuerte.

Pero Yashim conocía las consecuencias de seguir aquel consejo de Palieski. De modo que presentó sus excusas y se marchó.

Capítulo 34

Yashim se dirigió a pie rápidamente hacia el muelle de Pera, en el Cuerno de Oro, y cruzó en esquife hasta el lado de Estambul. Un traqueteante carro tirado por un burro obstaculizó su camino cuando regresaba a pie a sus alojamientos. El conductor miró atrás y levantó el mango de su látigo a guisa de reconocimiento, pero los callejones eran demasiado estrechos para dejar pasar, y aunque el conductor azotó a su animal para imprimirle un trote rápido, Yashim se vio obligado a arrastrar los pies, ardiendo de impaciencia. Finalmente el carro giró hacia su propio callejón, y en aquel momento Yashim vio a un hombre entreteniéndose a medio camino. Su atuendo escarlata y blanco indicaba que era un paje dentro de palacio. Estaba mirando en la otra dirección, y rápidamente Yashim se deslizó otra vez en el callejón del que procedía. Se apoyó contra la pared y consideró su posición. El serasquier le había dado diez días: diez días antes de la gran revista que mostraría al sultán al frente de un eficiente, moderno, ejército que podía compararse con cualquiera que los enemigos del imperio pudieran alzar en el campo de batalla contra él. Cuatro días habían transcurrido ya, y el tiempo parecía agotarse. Estaba la cuestión del próximo asesinato, la bien fundada observación de Palieski de que necesitaba hacerse con un buen plano, y el problema del agregado ruso, Potemkin. Pero estaba el estrangulamiento del palacio, también, y la levemente encubierta amenaza de la Valide de que haría bien en encontrar sus joyas si alguna vez quería otra novela francesa. Bueno, sí quería otra. Pero Yashim no era ningún ingenuo. Las novelas eran lo de menos. El favor. La protección. Un amigo poderoso. Podía necesitar eso cualquier día.

No era ningún desagradecido, tampoco. Palacio le había hecho lo que era. Le había dado de comer, vestido, entrenado. Finalmente, le había descubierto -y luego permitido que los ejercitara- sus particulares talentos, de la misma manera que durante cuatrocientos años palacio había seleccionado y preparado a sus funcionarios para aprovecharse de sus habilidades naturales.

Y cuando palacio acudía a él en busca de ayuda, era deber suyo complacerlo.

Pero eso le ponía en una difícil posición. Estaba comprometido con el serasquier. El serasquier había sido el primero en llamarlo.

Un asesinato en el harén era mala cosa. Pero aquello con lo que estaba lidiando en el exterior parecía peor aún.

Para el cuarto cadete, el tiempo se estaba acabando.

Hizo una profunda aspiración, echó los hombros hacia atrás y dobló la esquina de su calle.

Capítulo 35

El camarero de las muchachas miró de forma implorante a Yashim, y luego al Kislar Agha, el jefe eunuco negro, que había desparramado su considerable corpachón sobre una tumbona. Ninguno de los dos, ni el camarero ni Yashim, había sido invitado a sentarse.

Yashim maldijo íntimamente su impetuosidad. Había sido introducido en palacio justo cuando la Valide del sultán estaba echando su siesta, y el Kislar Agha había asumido rápidamente el control. El Kislar Agha nunca dormía. Cuando Yashim le hubo dicho lo que tenía que decirle, envió inmediatamente a buscar al camarero.

Así era como funcionaba el sistema, pensó Yashim. Todo el mundo tenía sus propias ideas sobre el harén imperial, pero esencialmente era como una máquina. El sultán, al bombear una nueva recluta en la cohorte de concubinas imperiales, era simplemente un pistón importante de una máquina diseñada para garantizar la continua producción de sultanes otomanos. Todo lo demás -eunucos, mujeres- eran piezas del engranaje.

Los cristianos consideraban el harén del sultán de manera completamente distinta. Leyendo de cabo a rabo algunas de las novelas francesas favoritas de la Valide, Yashim fue cayendo lentamente en la cuenta de que los occidentales, por lo general, tenían una intensamente romántica y muy imaginativa imagen del harén. Para ellos, se trataba de un endulzado lugar de perdición, en donde las mujeres más hermosas del mundo participaban espontáneamente, al capricho de un solo hombre, en salaces actos de amor y pasión, una bacanal estupefaciente. Como si las mujeres tuvieran sólo pechos y muslos, y no cerebros ni historias. «Dejemos que sueñen», pensó Yashim. Aquel lugar era una máquina, pero las mujeres tenían su vida, su voluntad y su ambición. En cuanto a los indicios de lascivia, la máquina simplemente los soltaba como vapor.

El camarero era un buen ejemplo. Era como una especie de limón exprimido, una amarga y remilgada criatura, negro, huesudo, de unos cuarenta y cinco años, meticuloso en el detalle, con todo el nervio de un grifo que gotea. Las tareas del camarero iban desde preparar a la gözde, o muchacha elegida para el lecho del sultán, hasta comprar la ropa interior de las mujeres. Entre su personal figuraban peluqueras, sastres, joyeros y un perfumista, cuya propia tarea implicaba, entre otras cosas, aplastar y moler perfumes, mezclarlos para complacer los gustos del sultán, preparar jabones, aceites y afrodisíacos, y supervisar la fabricación del incienso imperial. Si algo iba mal, el camarero era el que recibía los reproches: pero él siempre tenía a funcionarios inferiores a los que, a su vez, podía darles una patada.

– Un anillo, camarero -estaba diciendo el Kislar Agha-. Según nuestro amigo aquí, la muchacha llevaba un anillo. Yo no sé si lo llevaba cuando tuvo lugar la desgraciada circunstancia. Quizás tú puedas decírnoslo.

La ligera depresión anular en el dedo medio de la muchacha muerta que Yashim había notado antes de que la Valide hubiera interrumpido su inspección del cuerpo, le había interesado en aquel momento. Pese a todas sus galas y joyas preciosas, había sido el anillo ausente lo que recordaba, siquiera de modo fraccionado, su existencia como persona viva, con pensamientos y sentimientos propios. Perfectamente ideada para la tarea que ella nunca estuvo destinada a cumplir -carente de defectos, hermosa, perfectamente ataviada, bañada y perfumada-, ¿estaba, sin embargo, preparada para acercarse a la cama del sultán con la debilísima huella de una imperfección, una fría, blanca, muesca en el dedo medio de su mano derecha: la débil marca de una elección?

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