Jason Goodwin - El Árbol de los Jenízaros

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El Árbol de los Jenízaros: краткое содержание, описание и аннотация

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Estambul, 1836. El misterioso asesinato de cuatro soldados de la Nueva Guardia amenaza con romper el frágil equilibrio del poder de la corte. Todos los indicios apuntan a los jenízaros: durante cuatrocientos años fueron los soldados de élite del Imperio otomano, pero se hicieron tan poderosos que el sultán decidió eliminarlos. ¿Estarán organizando su brutal regreso?
Sólo Yashim Togalu puede resolver el caso. Insólito investigador, amante de la cocina y de las novelas francesas, posee la extraordinaria capacidad de pasar desapercibido. Yashim es un eunuco. En busca de la verdad lo seguiremos por mercadillos y callejuelas hasta los conspirativos pasillos del harén, en el apasionante momento en que el Imperio otomano comienza a resquebrajarse.
Una conseguida fusión de novela histórica y novela de detectives ambientada en la exótica Turquía del siglo XIX.

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Ahora estaba ante una mujer completamente vestida, aunque él miraba sus labios, el hoyuelo en su garganta, sus desnudos y esbeltos hombros. Era ella la que parecía más desnuda.

Nunca, en una sala pública, le había hablado así una mujer ni permitido que le tocara la piel con sus labios.

La princesa le puso una mano sobre el brazo y le condujo hacia los cuadros que colgaban de la pared.

– Dígame, monsieur, ¿no le escandaliza esto?

La mano sí que lo escandalizaba.

Se encontraban ante un cuadro familiar del zar Alejandro, su esposa y sus hijos. Era una composición informal, al estilo francés: el zar sentado bajo un árbol al sol, la zarina, como una manzana madura, apoyada contra él y varios niños pequeños, rubios, con pantalones de seda, y niñas con vestidos blancos, todos agrupados a su alrededor.

Yashim trató de examinar el cuadro, pero sí, ella tenía razón.

– Me escandaliza un poco.

– ¡Aja!

– No la mujer -¡Yashim mentiroso!-, sino la intimidad. Es… tan público. Hace un espectáculo de algo que debería ser privado, entre el hombre y la mujer.

– ¿Así que usted no cree en la representación de la forma humana? ¿O pondría usted otros límites?

Hasta su voz, pensó Yashim, era escandalosa. Su curiosidad parecía más una lenta caricia, como si le estuvieran explorando, miembro a miembro.

– No estoy seguro de lo que debo responder. Cuando leo una novela descubro, allí, una representación de la forma. Y también la misma intimidad… y otros estados de emoción, igualmente. En la novela me encantan. Pero me resultan escandalosos en algunos de estos cuadros. Me acusará usted de ser incoherente.

– No le acuso de nada, monsieur. Cuando usted lee… ¿posee tal vez a los personajes? Claro que lo que pasa entre usted y ellos se mantiene en privado. Pero las pinturas son muy públicas, como dice usted.

Lo miró tímidamente con el rabillo del ojo.

– Ustedes, los turcos, creo, entienden mucho de asuntos privados.

Yashim miró frenéticamente el cuadro de la pared.

– El harén… está prohibido, ¿no? -insinuó ella.

– Pero no para usted, madame -replicó Yashim.

Eugenia sofocó un pequeño jadeo de sorpresa.

– Oh, ¿como mujer, se refiere usted?

– Desde luego. Y también en virtud de su rango. Yo no tengo la menor duda de que podría visitar los propios apartamentos del sultán, si lo deseara.

Vio el ansia reflejada en su cara y lamentó a medias la observación.

– ¿Por invitación, seguramente? -Su voz era zalamera ahora.

– Estoy seguro de que podría arreglarse una invitación -respondió Yashim con voz poco clara, sin comprender muy bien su propio comportamiento.

¿Qué estaba haciendo?

– Nunca se me hubiera ocurrido -dijo ella suavemente-. ¿Una invitación suya?

Yashim se disponía a replicar cuando la puerta del embajador se abrió de golpe y el príncipe apareció, seguido de Potemkin.

– Qué demonio… -La maldición se cortó en seco en los labios del embajador.

Eugenia le lanzó una pequeña, fría, sonrisa.

Monsieur Yashim y yo estábamos teniendo una conversación sumamente interesante. Sobre arte -añadió-, ¿verdad?

Yashim se inclinó ligeramente.

– Sin duda, princesa.

El príncipe paseaba una dura mirada de Yashim a su esposa.

– El caballero se estaba marchando -dijo entonces secamente-. Estoy seguro de que estará muy ocupado. Como lo estamos todos. Buenos días, monsieur.

Yashim se llevó una mano al pecho e inclinó la cabeza. Una vez más besó la esbelta mano de Eugenia. Ésta le dijo:

– Perdóneme por entretenerlo. Espero que podamos continuar nuestra conversación en otro momento.

Su tono era impecablemente diplomático. Frío. Como desinteresado.

Pero los dedos de Yashim estaban calientes allí donde ella los había apretado ligeramente con los suyos.

Capítulo 40

En los baños, quiso calor, y más calor. Cuando sintió como si su cabeza estuviera rodeada por ardientes flejes, dejó que el masajista le aporreara cual si fuera pasta y luego se sumergió en la helada agua del frigidarium.

Más tarde, durante su vuelta a casa, se dirigió al mercado de verduras en una especie de frenesí. Su viejo amigo Giorgos, el vendedor griego que disponía sus mercancías como armas en un arsenal, o joyas sobre una bandeja, salió realmente de detrás de su tenderete para poner una pesada mano sobre el brazo de Yashim.

– Calma, calma -dijo con voz de bajo profundo-. Tú metes en la cesta como un ladrón griego esto, aquello, todo. Dile a Giorgos qué quieres cocinar.

Cogió el cesto de las manos de Yashim y se quedó allí, orondo, su pecho como un barril, en su sucia túnica, con las manos en las caderas, bloqueando el camino de Yashim.

Yashim bajó la cabeza.

– Dame el cesto, griego cabrón -dijo.

Giorgos no se movió.

– El cesto.

– ¡Eh! -La voz de Giorgos era muy suave-. Eh -dijo en tono más alto. Cogió unas coles tiernas-. ¿Quieres?

Yashim movió la cabeza negativamente.

– Comprendo -dijo Giorgos. Le dio la espalda a Yashim y empezó a descargar todas las verduras de su cesto. Volviendo la cabeza continuó-: Anda, ve a comprar un poco de pescado. Yo te daré la salsa. Haces un kebab con el pescado, algunas cebollas pequeñas y pimientos. Les echas la salsa. Los pones al fuego. Y los comes. Anda.

Yashim se fue. Cuando hubo comprado el pescado, volvió en el momento en que Giorgos estaba cascando nueces con sus manos y pelando dientes de ajo, todo lo cual guardó en un cucurucho de papel.

– Ahora, effendi, ve a casa y cocina. El pimiento. La cebolla. No, no acepto dinero de hombres enloquecidos. Mañana vuelves y me pagas el doble.

Cuando Yashim llegó a casa, dejó el pescado y las verduras sobre el tajo y lo cortó todo con un cuchillo afilado. Las cebollas le escocieron en los ojos. Hizo caer las cenizas y metió otro puñado de carbón. Cuando hubo ensartado los trozos en los pinchos, aplastó las nueces y los ajos con la hoja plana de un gran cuchillo y los cortó, juntando el montón, cada vez más pequeño, con la palma de su mano hasta que el picadillo estuvo tan pegajoso que hubo de usar la hoja para arrancárselo de la piel. Untó el pescado con la salsa y lo dejó descansar mientras se lavaba las manos en el cuenco que su patrona le preparaba cada mañana y cada tarde.

Depositó los pinchos sobre los tenues rescoldos y los roció con un chorro de aceite. Cuando éste siseó en el fuego, abanicó el humo con un trapo y les dio la vuelta a los pinchos, mecánicamente.

Poco antes de que el pescado estuviera listo para descamarse, cortó una rebanada de pan blanco y la dejó sobre un plato junto con un pequeño bol de aceite, unas semillas de sésamo y algunas aceitunas. Llenó una pequeña y esmaltada tetera con ramitas de menta, un terrón de azúcar blanco y un pellizco de hojas de té chino enrolladas, vertió agua de la jarra y hundió la tetera en las brasas incandescentes, produciendo un chisporroteo.

Finalmente, sentado, arrancó los pimientos y el pescado del pincho y se los comió con un trozo de pan.

Sólo entonces sacó la pequeña nota doblada que le había estado esperando cuando llegó a casa.

Era del imán, que le enviaba su saludo. Había realizado una pequeña investigación. Con mano firme había escrito los versos finales del poema sufí de Yashim:

Sin saber

e inconscientes de la ignorancia,

duermen.

Despiértalos.

Sabiendo,

y conociendo la ignorancia,

la minoría de callados se hacen uno con el Núcleo.

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