Jason Goodwin - El Árbol de los Jenízaros

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El Árbol de los Jenízaros: краткое содержание, описание и аннотация

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Estambul, 1836. El misterioso asesinato de cuatro soldados de la Nueva Guardia amenaza con romper el frágil equilibrio del poder de la corte. Todos los indicios apuntan a los jenízaros: durante cuatrocientos años fueron los soldados de élite del Imperio otomano, pero se hicieron tan poderosos que el sultán decidió eliminarlos. ¿Estarán organizando su brutal regreso?
Sólo Yashim Togalu puede resolver el caso. Insólito investigador, amante de la cocina y de las novelas francesas, posee la extraordinaria capacidad de pasar desapercibido. Yashim es un eunuco. En busca de la verdad lo seguiremos por mercadillos y callejuelas hasta los conspirativos pasillos del harén, en el apasionante momento en que el Imperio otomano comienza a resquebrajarse.
Una conseguida fusión de novela histórica y novela de detectives ambientada en la exótica Turquía del siglo XIX.

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Una frase del poema karagozi acudió de repente a su mente. Despiértalos.

La cucharilla dejó de moverse en la taza.

Había algo más. Algo que un hombre había dicho.

Era algo que un hombre había dicho sobre los jenízaros.

Obra de los jenízaros. «¡Y pensar que solíamos hacer que los jenízaros del Cuartel Beyazidiye hicieran esto por nosotros!»

Una brigada de incendios jenízara había sido acantonada cerca de la mezquita de Bayaceto, la primera y quizás, en su estilo, la más grande de las poderosas mezquitas de los sultanes. Porque incluso Sinan Pachá, el maestro arquitecto cuya sublime Suleymaniyye superaba a Aya Sofía, reconocía que la mezquita de Bayaceto había abierto el camino. Pero no era la mezquita lo que importaba; era su situación. Porque la mezquita de Bayaceto se asentaba a horcajadas en la espina dorsal de la colina sobre el Gran Bazar, uno de los lugares más elevados del barrio antiguo de Estambul.

Una posición ventajosa única. Tan única, de hecho, que fue seleccionada como el emplazamiento del más alto y quizás el más feo edificio del imperio: la torre contra incendios que llevaba su nombre. La bolsa de huesos había sido descubierta a sólo unos metros de distancia.

Y había existido otro servicio de vigilancia jenízaro, en el lado opuesto de la ciudad, en la torre de Gálata. La torre contra incendios de Gálata, que dominaba la alcantarilla que contenía el nauseabundo cadáver del segundo cadete.

Y en el antiguo centro de operaciones de los jenízaros, el viejo cuartel actualmente arrasado y reemplaza do por los establos imperiales, se había alzado una torre, creía recordar Yashim.

Palieski había sugerido que podría existir una pauta para explicar la distribución de los cuerpos… De modo que cada cuerpo había sido colocado en la vecindad de algún antiguo parque de bomberos, un punto de vigilancia jenízaro contra incendios, una torre… Yashim estudió la idea durante un momento.

El fuego había sido siempre responsabilidad de los jenízaros. Y se había convertido en su arma también. La gente se levantaba de su cama por el toque a rebato de los bomberos. Despiértalos.

¿Dónde, así pues, había estado situado el otro parque de bomberos? Tenía que haber cuatro cadáveres. Tenía que haber cuatro parques de bomberos. Cuatro torres.

Quizás, pensó Yashim devanándose los sesos, aún podría llegar a tiempo.

Capítulo 45

El Kislar Agha tenía la voz de un niño, el cuerpo de un luchador retirado y pesaba 114 kilos. Nadie sabría calcular su edad, e incluso él mismo no estaba completamente seguro de cuándo había salido del útero de su madre bajo el cielo africano. Unos pocos kilos de vida no deseada. Otra boca que alimentar. Su cara estaba cubierta de oscuras arrugas, pero sus manos eran suaves y morenas como las de una joven.

Y era una mujer joven con quien estaba tratando ahora.

En una de aquellas suaves manos sostenía un anillo de plata. En la otra, la mandíbula de la chica.

El Kislar Agha ladeó violentamente la cabeza de la muchacha.

– Mira esto -susurró.

Ella cerró los ojos. Él apretó con más fuerza.

– ¿Por-qué-cogiste-el-anillo?

Asul cerró los párpados, sintiendo las punzantes lágrimas de dolor. Los dedos del hombre se habían hundido en la parte blanda de la boca de la muchacha y ésta tuvo que abrirla repentinamente. Los dedos del Kislar Agha se deslizaron entre sus dientes.

Ella mordió con saña. Con mucha saña.

El Kislar Agha no había gritado desde hacía muchos años. Era un sonido que él mismo no había oído desde que fuera un muchachito en un poblado sudanés: el sonido de un cochinillo gritando. Sin dejar de gritar, metió la mano izquierda entre las piernas de la chica, agachándose ligeramente para hacer mejor presa. «No dejes marcas en las mercancías.»

El pulgar intentó zafarse. Sus dedos se estiraron y encontraron un músculo. Su mano se cerró con la fuerza del acero.

La muchacha soltó un jadeo y el Kislar Agha tiró de su otra mano para liberarla. Llevó sus heridos dedos bajo el sobaco, pero no soltó su presa. Meneó los dedos y la muchacha echó bruscamente la cabeza hacia atrás. El Kislar Agha apretó con más fuerza. La chica sintió que la presión la obligaba a volverse y eso hizo.

El eunuco vio cómo la muchacha extendía las manos para caer al suelo. El Kislar Agha dio un repentino tirón con la pinza de su mano.

Jadeando, el eunuco se dejó caer de rodillas y empezó a hurgar en los pliegues de su capa.

Se había olvidado del anillo de plata.

Recordaba sólo la necesidad de castigo, y el intenso deseo de placer.

Capítulo 46

A Preen le resultaba difícil creer lo que el imán estaba diciendo. ¿Una resurrección de los jenízaros? ¿Cadetes de la Nueva Guardia asesinados de maneras despreciables?

Cogió unas pinzas y empezó a depilarse las cejas.

Se preguntó, mirándose al espejo, si el mensaje del imán tendría algo que ver con la información que ella había dado a su amigo Yashim.

Asesinato.

Le dio un vuelco el corazón.

Hoy, se dijo a sí misma, dibujaría la raya ligeramente más arriba aún: siempre podía realzar la línea con kohl. Comenzó a tararear.

Nada que hubiera oído en la mezquita tenía que ver con Yashim, o con ella, o con aquel desagradable proxeneta.

Trabajó con mano experta a lo largo del arco de su ceja, observándose en el espejo.

Pero Yorg podía estar involucrado en algo. Con alguien.

Ella no había hecho más que difundir un pequeño y banal rumor. No era nada.

Aunque Yashim había quedado encantado. De oro en polvo, lo calificó.

Pero Yashim no hablaría. Movió su mano y empezó con la otra ceja.

Yorg sí hablaría. Diría cualquier cosa si le pagaban lo suficiente.

O le asustaban lo suficiente.

Preen se quedó sin respiración. La idea de que había algo que pudiera asustar a Yorg era, bueno, pavorosa.

Bajó sus pinzas y cogió un trozo de kohl entre ellas. Cuidadosamente empezó a hacer la línea más espesa.

¿Qué haría Yorg, se preguntó, si se enterara de lo de los soldados asesinados? No sería en la mezquita. Los Yorg de este mundo no se enteran de nada en la mezquita. Ni siquiera iban a ella.

Pero ¿y si se enteraba y empezaba a sacar conclusiones?

El kohl tembló en su mano. La cara del espejo estaba muy blanca.

Se chivaría, sin duda.

Capítulo 47

El oficial de guardia en la torre contra incendios, Orhan Yasmit, ahuecó las manos y sopló en ellas. Había sido una mañana de perros, no sólo porque hacía humedad y frío sino porque la niebla le había casi imposibilitado trabajar adecuadamente. ¿Quién podía distinguir un fuego en aquel velo de vaho? Apenas si alcanzaba a ver al otro lado del Cuerno de Oro.

Dio unas patadas en el suelo para entrar en calor, luego cruzó la torre hasta el costado sur y atisbo pesimistamente hacia el Bósforo. En los días buenos, la torre de Gálata lo obsequiaba con una de las mejores vistas de la ciudad, casi a cien metros por encima del Cuerno de Oro, a través del barrio viejo de Estambul, con sus minaretes y cúpulas, por el sur hasta el Bósforo y Uskudar en el costado lejano… A veces podía incluso ver las montañas de Gule, cárdenas en la lejanía.

Era una torre de piedra maciza labrada, construida por los genoveses casi quinientos años antes, cuando el emperador griego gobernaba en Bizancio y Gálata era su barrio italiano de postín. Desde entonces había sobrevivido a guerras y terremotos… incluso incendios. El rostro de la ciudad había sin duda cambiado, a medida que los minaretes reemplazaban a las agujas, y a medida que más y más habitantes se instalaban en el floreciente puerto, construyendo sus casas de madera una al lado de la otra, frágiles casas de madera amontonadas como yesca seca en los declives de las siete colinas. Y habían volcado sus braseros y dejado que sus velas cayeran encendidas y que las chispas lo encendieran todo durante siglos. Difícilmente pasaban diez años sin que algún barrio de la ciudad ardiera hasta los cimientos. Que parte de ella siguiera en pie era un testimonio de la sabiduría de los maestros de obras genoveses que erigieron la torre de Gálata.

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