Palmuk hurgó en su cucurucho y sacó un bollito, lo miró y mordió.
– Hiciste bien, Orhan. Puedes largarte ahora; el viejo Palmuk se queda al mando.
Orhan bostezó y se estiró.
– Me iría bien una cabezadita -dijo-. ¿Hay fuego abajo?
– Cálido y brillante, compadre. Cálido y brillante.
Con un suspiro de felicidad y una pequeña inclinación hacia Yashim, Orhan se deslizó por la trampilla y se fue a disfrutar del brasero en la pequeña estancia que los bomberos tenían abajo.
Palmuk dio una vuelta por las paredes, contemplando el exterior y terminándose su bollito.
Yashim no se había movido.
Palmuk se inclinó sobre el pretil y miró abajo.
– Es curioso -dijo-. A medida que uno se hace más viejo, soporta menos las alturas. Deberían pagarme más, ¿no cree usted?
Volvió a mirar a Yashim, con la cabeza ladeada.
– ¿Entiende lo que quiero decir?
Yashim miró al bombero fríamente.
– ¿Una cuarta torre?
Palmuk se inclinó sobre un cesto y encajó su cucurucho entre un par de cestas. Luego se enderezó y miró hacia el barrio viejo de Estambul. No parecía haber oído.
Sofocando un suspiro, Yashim hurgó en busca de su bolsa. Seleccionando tres monedas, las hizo entrechocar en la palma de la mano. Palmuk se dio la vuelta.
– Vaya, effendi, yo llamo a eso generosidad. Una bienvenida contribución.
El dinero desapareció en un bolsillo de su túnica.
– Es información lo que usted quiere, compadre. Effendi. Una pista, ¿verdad? Ha sido usted generoso conmigo, de modo que yo seré generoso con usted, como dice el refrán. De acuerdo. No existe una cuarta torre. Nunca la hubo, que yo sepa.
Se produjo un silencio. El bombero se pasó una mano por el bigote.
Sus ojos se clavaron en los del otro.
– ¿Eso es todo?
El bombero se encogió de hombros.
– Era lo que usted preguntaba, ¿no?
– Sí.
Ninguno de los dos se movió durante un momento. Luego Palmuk le dio la espalda a Yashim y se quedó de pie junto al pretil, mirando hacia el sur, al Bósforo, sumido en la niebla.
– Tenga cuidado con los escalones cuando baje, effendi -dijo sin volverse-. Están resbaladizos cuando hay humedad.
– Es mío -dijo la muchacha.
Era lo único que había dicho hasta el momento.
Yashim se mordió el labio. Llevaba media hora tratando de hablar con ella.
Delicadamente al principio. ¿De dónde era ella? Sí, conocía el lugar. No el sitio exacto, pero… Le describió a ella un cuadro en palabras. Montañas. Niebla. La luz del alba deslizándose por el valle. ¿Era así?
Sin respuesta.
– Es mi anillo.
Amenaza: «No creemos que te pertenezca. Grave sospecha, grave acusación. A menos que nos digas lo que sabes, será peor para ti, muchacha.»
– Es mío.
Engatusamiento: «Vamos, Asul. Tienes una vida por la que la mitad de las mujeres de la Circasia morirían. Caprichos garantizados. Lujos. Una posición segura y honorable, y envidiable. Una muchacha adorable como tú. La cama del sultán y luego… ¿quién sabe?»
La chica hizo una mueca y volvió la cabeza. Se atusó un rizo con los dedos.
Luego tiró de él y apretó los labios.
– Es mi anillo -espetó.
– Ya veo. ¿Te lo dio ella? -preguntó Yashim con suavidad.
– No le creo ni una palabra -interrumpió el Kislar Agha-. Todas mienten como hienas.
Yashim levantó los hombros y se tragó su irritación.
– Asul puede responder como le plazca, pero espero que sea la verdad.
El Kislar soltó un bufido. La muchacha le lanzó una mirada de desprecio.
– Ella nunca me lo dio.
– Hum. Pero ¿teníais algún acuerdo sobre el anillo?
La muchacha le dirigió una mirada de extrañeza.
– No sé de qué me habla. Pero ¿qué más da, de todos modos? Está muerta, ¿no? Comida para los peces. ¿Qué importa si cogí el anillo?
Yashim frunció el ceño. ¿Tenía que explicar el concepto de robo? Había algo particularmente repugnante en robar a un cadáver. Un sacrilegio. Si ella no lo veía, ¿por dónde podía empezar?
– Puede que sí importe mucho, la verdad. ¿Estaba viva o muerta cuando le cogiste el anillo?
Pero la bonita carita seguía otra vez callada como un muerto. Estaba enfurruñada. Su mirada era terca e inexpresiva.
Yashim conocía a aquellos montañeses, criados entre los lejanos picos del Cáucaso. Duros como sus casas de piedra, como sus helados senderos en invierno. Viviendo del aire, siempre peleando con sus vecinos. Dios los había hecho hermosos, especialmente a las mujeres: pero también los había hecho duros.
Débilmente, hizo otra vez la pregunta. ¿Viva? ¿Muerta?
No obtuvo ninguna respuesta.
Quizás la joven tenía razón, a fin de cuentas. ¿Qué importaba? Yashim volvió a contemplar el anillo que descansaba en la palma de su mano. El camarero estaba en lo cierto. No era más que quincalla, un simple aro de plata con un gastado motivo en el annulus que parecía mostrar a dos serpientes devorándose mutuamente por la cola.
Echó una mirada a la muchacha. Llevaba ajorcas y un collar: todo de oro. No era nada inusual aquí, en el harén, donde llegaban oro y joyas de todo el imperio para satisfacer las ansias de las mujeres de -¿cómo lo había llamado la Valide?- distinción. No obstante, él sabía de qué manera objetos como éste podían tener una importancia que ningún extraño llegaría siquiera a captar o imaginar: de qué manera podían convertirse en motivo de rencor, pese a su intrínseca falta de valor, en la causa de furiosas discusiones, pasiones, lágrimas, peleas.
Las mujeres que ahora había en el harén se habían criado en condiciones muy duras. ¿Qué significaba la muerte allí? Los bebés morían. Las mujeres morían al dar a luz a niños que morían, y los hombres recibían un tiro en la espalda por una palabra desafortunada… o vivían para llegar a centenarios. La muerte no contaba. Sólo el honor contaba. En el mundo de las montañas toda pasión era irracional. Era el tipo de lugar donde las personas se ofendían por la más intrascendente palabra, y el odio hereditario degeneraba en matanzas a lo largo de generaciones, mucho después de que la causa original de ese odio hubiera sido olvidada.
¿Era posible, se preguntó Yashim, que un odio como ése hubiera llegado hasta el interior del palacio? La distancia que separaba al Cáucaso de Estambul era demasiado grande. Más que la simple distancia geográfica.
Las serpientes, ¿qué significaban? Giraban indefinidamente, para siempre, tragándose sus colas. ¿Un símbolo de eternidad, quizás, derivado de algún impío conjuro difundido por los chamanes de las montañas?
Yashim lanzó un suspiro. Tenía la impresión de que estaba creando problemas donde no los había, provocando un conflicto donde no era necesario. Y, por tanto, perdiendo el tiempo. Todo lo que había conseguido era agudizar la animosidad que detectaba entre Asul y el Kislar Agha.
– Eso es -dijo. Se inclinó hacia el eunuco negro y, cogiéndolo del brazo, lo llevó a un lado-. Cinco minutos más, Kislar. Concédeme eso. A solas con ella.
Mirando a sus ojos inyectados en sangre, Yashim encontró difícil saber lo que el negro estaba pensando.
El Kislar lanzó un gruñido.
– Está perdiendo el tiempo -dijo.
Sus ojos giraron en redondo para clavarse en la muchacha.
– El lala hablará contigo en privado. -Ella levantó la mirada, sin expresión alguna-. Ya sabes lo que esperamos.
Y se marchó de la habitación.
Asul contempló la puerta cerrada y muy lentamente hizo girar sus ojos para mirar a Yashim. Éste tuvo la impresión de que la joven no lo había mirado hasta ahora. Quizás no había registrado realmente su presencia en la habitación. La miró a su vez fijamente y observó una nueva cautela en sus ojos.
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