Jason Goodwin - El Árbol de los Jenízaros

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El Árbol de los Jenízaros: краткое содержание, описание и аннотация

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Estambul, 1836. El misterioso asesinato de cuatro soldados de la Nueva Guardia amenaza con romper el frágil equilibrio del poder de la corte. Todos los indicios apuntan a los jenízaros: durante cuatrocientos años fueron los soldados de élite del Imperio otomano, pero se hicieron tan poderosos que el sultán decidió eliminarlos. ¿Estarán organizando su brutal regreso?
Sólo Yashim Togalu puede resolver el caso. Insólito investigador, amante de la cocina y de las novelas francesas, posee la extraordinaria capacidad de pasar desapercibido. Yashim es un eunuco. En busca de la verdad lo seguiremos por mercadillos y callejuelas hasta los conspirativos pasillos del harén, en el apasionante momento en que el Imperio otomano comienza a resquebrajarse.
Una conseguida fusión de novela histórica y novela de detectives ambientada en la exótica Turquía del siglo XIX.

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– ¿Por qué los rusos? ¿Por qué no enviar a nuestros muchachos a tomar el té con los ingleses? ¿O a beber vino con el embajador francés?

El serasquier se frotó su enorme cogote.

– Los rusos… estaban más interesados.

– ¿Y no le pareció eso a usted algo sospechoso?

– No soy ningún ingenuo. Corrí un riesgo. Los muchachos de la Guardia estaban, ¿cómo diría?, protegidos. Me pareció más seguro para ellos que cometieran algunos errores ahora, en Estambul, que ser ignorantes más tarde, en el campo de batalla.

«Sin embargo, podrían haber sobrevivido a una batalla», pensó Yashim.

En Estambul no tuvieron ninguna posibilidad.

Capítulo 51

El hombre que mata en la oscuridad no tiene miedo de ella.

La aguarda. Es de fiar, siempre acaba viniendo.

La oscuridad es su amiga.

Sus pies estaban descalzos, para no hacer ningún ruido. Sabía que no haría ningún ruido.

Años atrás, él fue uno de los Hombres Silenciosos. Uno de la elite. Ahora contemplaba cómo menguaba la luz del día procedente de la reja que había encima de su cabeza. Dentro de cuatro horas levantaría la reja tan fácil y silenciosamente como si fuera una pluma, y empezaría su trabajo. Pero ahora esperaría.

Recordaba el día de la selección. El coronel se encontraba sentado con una rosa en su regazo y una venda sobre sus ojos en el centro de la sala grande del cuartel y desafiaba a los hombres a que se acercaran a él, uno a uno. Para levantar la rosa… y regresar a su lugar. La recompensa: un nombramiento en los zapadores.

El suelo de piedra de la sala estaba salpicado de garbanzos.

Nadie había tenido tanta habilidad y paciencia como él. Tanto autocontrol. Un par de ellos llegaron hasta la rosa: pero su ansiedad los traicionó.

Ellos le enseñaron a moverse en la oscuridad, sin hacer el menor ruido. Era fácil.

Le enseñaron a vivir bajo tierra. Lo enterraron vivo, respirando por una caña.

Le explicaron cómo funcionaban las sombras, lo que el ojo podía ver, la diferencia entre uno y otro movimiento.

Le ordenaron que fuera una sombra. Vivir como una rata. Trabajar como un minero. Matar como una serpiente.

Paciencia. Obediencia. El tiempo, decían, es una ilusión: las horas pasaban como segundos, unos segundos que podían parecer toda una vida.

Avanzar poco a poco bajo las líneas enemigas. Excavar en sus defensas como una rata. Escuchar a los zapadores enemigos, las contraminas, el crujido de los puntales. Absorber la oscuridad como una segunda piel. Matar en silencio.

Y si era capturado -a veces eso sucedía, pues estaban muy cerca de las líneas enemigas-, no decir nada. No soltar nada.

No hablaban mucho, de todas formas. Eso le venía bien; nunca había sido un charlatán. Los zapadores eran los Hombres Silenciosos.

Dejó de necesitar amigos cuando entró en el cuerpo. Compartía la fe. Y la fe lo llevó a buen puerto, ¿verdad? A través del exiguo túnel. Soportando los calambres en sus músculos. Superando el miedo y el pánico en el eterno e inmóvil centro de todas las cosas.

Luego llegó la Traición. El bombardeo de los cuarteles. El polvo, la mampostería cayendo por todas partes, los trozos de piedra. Un muro que permaneció suspendido en el aire antes de derrumbarse. Recordaba aquel momento: una pared entera, de unos nueve metros de altura, volada desde sus cimientos y cerniéndose, colgando del aire.

Recordó cómo se doblaba y se combaba igual que los flancos de un caballo al galope. Como si el aire mismo fuera tan espeso como el agua. El momento le pareció una eternidad.

Le dio tiempo para buscar el agujero y meterse por él.

Como un hombre enterrado. Pero no muerto. Respirando por una abertura entre los escombros. Abriéndose paso entre los cascotes poco a poco, moviéndose de la cabeza a los pies como un gusano en busca de rocío.

La reja sobre su cabeza era ahora invisible. Pero el zapador podía verla moviendo su cabeza sólo un poco. Utilizando la luz que nadie más era capaz de ver. Levantó la barbilla. Era el momento. La paciencia era todo lo que importaba. La obediencia era todo lo que importaba. Moriría gente. Tenía que morir gente. Sólo la muerte traería el renacimiento del imperio. Sólo el sacrificio limpiaría y protegería los santos sepulcros.

Las cuatro columnas de los karagozi. El asesino hurgó en su bolsa. Tocó el terreno con la palma de su mano.

Y entonces, como un gato, empezó a moverse.

Capítulo 52

Yashim se inclinó hacia delante y fijó sus ojos en la página 34 de Les liaisons dangereuses. Pero no sirvió de nada. El libro llevaba abierto por la misma página media hora.

¿De qué ley se trataría? ¿Sería como las leyes francas, que les permitían a los griegos tener un país, pero negaban la misma ventaja a los polacos? ¿Y funcionaría tan bien en las tierras altas de Bulgaria como en los desiertos de la Tripolitania?

¿El cambio necesario? Tal vez. Una única ley para todo el mundo, independientemente de su fe, su lengua, su linaje. ¿Por qué no? No creía que semejante cosa fuera sacrílega, pero entonces… muchos pensarían que sí lo era.

Y a todo esto, Yashim se preguntó quién más, exactamente, tenía noticias del edicto. El sultán y sus visires, naturalmente. Dignatarios de alto rango corno el propio serasquier, sin duda. Los líderes religiosos… ¿el muftí, el rabino, el patriarca? Probablemente. Pero ¿y la masa… los sacerdotes e imanes, digamos? No. Y tampoco la gente de la ciudad. Para ellos iba a ser una sorpresa. Como lo había sido para él.

Cerró el libro bruscamente y también sus ojos. Se recostó en el diván.

En las pasadas horas había pensado en eso una docena de veces. Iba a haber problemas… estaba seguro.

Pero se trataba de algo más, ¿no?

Había allí algo que él conocía, como una cara entre la multitud. Algo que le había pasado por alto.

Capítulo 53

El hombre se enderezó en su silla.

El asesino pensó: «Me está oliendo.» Eso hacía las cosas más interesantes. Había sido entrenado para infiltrarse como un olor, no como un hombre. Ahora el olor se aferraba a él.

El hombre olió.

Clic.

Muy lentamente el hombre se puso de pie. Con un cuchillo en la mano.

Bueno, ¿de dónde había salido eso?

El asesino sonrió. Buscó en su bolsillo. Sus dedos se cerraron sobre algo duro.

El hombre del cuchillo permanecía medio agachado. Estiró el cuello.

– ¿Quién es? ¿Qué quiere usted?

El asesino no se movió.

Una brisa empujó la andrajosa cortina de la ventana, que se agitó levemente, El hombre del cuchillo giró en redondo y luego recuperó su posición. Miró hacia la oscuridad.

Estiró el cuello. Muy lentamente giró la cabeza.

Estaba tratando de oír.

El asesino esperaba. Observando.

La cabeza del hombre se paró en mitad de su giro.

El asesino movió su muñeca y la cuerda se proyectó hacia delante como una serpiente. Luego dio un tirón hacia atrás con la mano, al tiempo que soltaba un fiero gruñido, y el hombre del cuchillo perdió el equilibrio, agarrándose con ambas manos el cuello.

El asesino le dio a la cuerda otro salvaje tirón.

El hombre empezó a hender el aire con el cuchillo, intentando cortar la cuerda. El asesino salió de las sombras y lo derribó. Cogió la muñeca que sostenía el cuchillo y apretó con un pulgar entre sus tendones; el cuchillo cayó con estrépito al suelo cuando la mano se abrió.

Ahora el asesino estaba montado a horcajadas sobre la víctima. Se llevó una mano al cinto y sacó una cuchara de madera.

El hombre del suelo se estaba asfixiando.

El asesino aflojó la cuerda por un instante. Su víctima soltó un jadeo al tiempo que se estremecía, pero era un falso respiro. El asesino deslizó la cuchara de madera bajo la cuerda y empezó a darle la vuelta.

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