Jason Goodwin - El Árbol de los Jenízaros

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El Árbol de los Jenízaros: краткое содержание, описание и аннотация

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Estambul, 1836. El misterioso asesinato de cuatro soldados de la Nueva Guardia amenaza con romper el frágil equilibrio del poder de la corte. Todos los indicios apuntan a los jenízaros: durante cuatrocientos años fueron los soldados de élite del Imperio otomano, pero se hicieron tan poderosos que el sultán decidió eliminarlos. ¿Estarán organizando su brutal regreso?
Sólo Yashim Togalu puede resolver el caso. Insólito investigador, amante de la cocina y de las novelas francesas, posee la extraordinaria capacidad de pasar desapercibido. Yashim es un eunuco. En busca de la verdad lo seguiremos por mercadillos y callejuelas hasta los conspirativos pasillos del harén, en el apasionante momento en que el Imperio otomano comienza a resquebrajarse.
Una conseguida fusión de novela histórica y novela de detectives ambientada en la exótica Turquía del siglo XIX.

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Estambul no era una ciudad que se acostara tarde. Después de las diez, en su mayor parte, cuando el sol hacía ya mucho rato que se había hundido bajo las islas de los Príncipes, las calles estaban silenciosas y desiertas. Algunos perros gruñían y se peleaban en los callejones, o se dedicaban a aullar en la playa, pero esos sonidos, como la llamada del muecín a la oración, al alba, eran los ruidos nocturnos de Estambul, y nadie les concedía su atención.

Ningún lugar de la ciudad estaba más tranquilo que el Gran Bazar, un laberinto de calles cubiertas que serpenteaban y se retorcían como anguilas colina abajo desde Bayaceto hasta las playas del Cuerno de Oro. De día, el zumbido del bazar pertenecía a lo que era, incluso entonces, quizás el más fantástico caravanserrallo del mundo, un mercado de oro y especias, de alfombras y telas de lino, jabones y libros y medicinas y cuencos de barro. Pero no era sólo el lugar donde se comerciaba con la producción del mundo; dentro de los casi tres kilómetros cuadrados de callejones y cubículos, se manufacturaban diariamente algunos de los productos más delicados y útiles del imperio. Era una concentración de la riqueza y la laboriosidad turcas; tenía sus propios cafés, restaurantes, imanes y hammams, los baños turcos, y se dictaban leyes estrictas para su seguridad.

La altura que dominaba el bazar -la llamada Tercera Colina de Estambul-, en donde se alzaba la mezquita de Bayaceto, había sido elegida por el Conquistador, el sultán Mehmed, para levantar su palacio imperial; pero el edificio seguía incompleto cuando empezó a trabajar en otro palacio, Topkapi, sobre la punta del serrallo, destinado a ser mucho mayor y más magnífico que el primero. El viejo palacio, o Eski Serai, como llegó a ser conocido, servía por lo tanto como una especie de anexo de Topkapi. Era una escuela donde se preparaba a los esclavos del palacio; una compañía de jenízaros estaba acantonada en sus muros, y sus habitantes reales eran los prisioneros más tristes del imperio, porque eran las mujeres de los anteriores sultanes, enviadas al Eski Serai a la muerte de su amo y señor. Esta deprimente práctica había caído en desuso muchos años antes. Con el tiempo, el Eski Serai se fue deteriorando, y finalmente se convirtió en una ruina; sus restos fueron limpiados, y de los escombros se alzó la torre contra incendios que aún se cernía sobre el Gran Bazar, tal como Yashim iba más tarde a observar.

La bolsa, que apareció durante la noche, estaba atada con cordeles a la pesada reja de hierro que protegía el Gran Bazar de ojos fisgones y ladrones decididos. Al amanecer, más de una docena de personas lo habían comentado, y al cabo de una hora, delante de una apretujada multitud, fue finalmente descolgada.

Nadie parecía querer abrirla. Nadie pensaba que fuera a contener un tesoro. Todo el mundo creía que, contuviera lo que contuviese, sería sin duda horrible, y todo el mundo quería saber lo que era.

Finalmente, se decidió llevar la bolsa, sin abrir, a la mezquita y pedirle al cadí su opinión.

Capítulo 32

Siete horas más tarde, la bolsa fue abierta por segunda vez aquella mañana.

– Es algo terrible -volvió a decir el cadí, retorciéndose las manos. Era un hombre mayor y el shock había sido grande-. Nada parecido…, nunca… -Sus manos se agitaban en el aire-. No tiene nada que ver con nosotros. Gente pacífica… buenos vecinos…

El serasquier asintió, pero no estaba escuchando. Estaba observando cómo Yashim tiraba de las cuerdas. Yashim se puso de pie y vació el contenido de la bolsa sobre el suelo.

El cadí se agarró a la puerta para sostenerse. El serasquier se apartó a un lado de un brinco. El propio Yashim se quedó respirando pesadamente, contemplando con fijeza el montón de blancos huesos y cucharas de madera. Apretujada en la pila, inconfundiblemente oscura, había una cabeza humana.

Yashim inclinó la cabeza y no dijo nada. «La violencia es terrible -pensó-. ¿Y qué he hecho yo para evitarla? Guisar una comida. Y he ido a buscar un caldero de juguete.»

Guisado una comida.

El serasquier alargó un pie calzado con una bota y removió el montón con la punta. La cabeza se asentó. Su piel aparecía estirada y amarilla, y sus ojos brillaban débilmente bajo unos párpados medio cerrados. Ninguno de los dos hombres se dio cuenta de que el cadí había salido de la habitación.

– No hay sangre -dijo el serasquier.

Yashim se puso de cuclillas al lado de los huesos y cucharas.

– Pero ¿es uno de los suyos?

– Sí. Me parece que sí.

– ¿Se lo parece?

– Estoy seguro. El bigote.

Hizo un gesto señalando débilmente la cabeza cortada.

Pero Yashim estaba más interesado en los huesos. Los estaba separando, uno por uno, prestando particular atención a los occipitales mayores… y la espinilla, el fémur y las costillas.

– Es muy extraño -murmuró.

El serasquier bajó la mirada.

– ¿Qué es extraño?

– No hay ninguna marca. Están limpios y enteros.

Cogió la pelvis y empezó a darle vueltas entre sus manos. El serasquier hizo una mueca. Trataba con cadáveres bastante a menudo… pero acariciar huesos. Aaaaj.

– Era un hombre, en cualquier caso -observó Yashim.

– Por supuesto que era un maldito hombre. Era uno de mis soldados.

– Era sólo una idea -replicó Yashim pacíficamente, situando la pelvis en su posición. Vista desde arriba parecía casi obscenamente grande, emergiendo de los restos del esqueleto esparcidos sobre el suelo de mármol-. Quizás habían usado otro cuerpo. No tengo ni idea.

– ¿Otro cuerpo? ¿Para qué?

Yashim se puso de pie y se limpió las manos con el borde de su capa. Miraba fijamente al serasquier, sin ver nada.

– No me lo imagino -respondió.

El serasquier señaló a la puerta y lanzó un suspiro.

– Me guste o no -dijo-, vamos a tener que decirle algo a la gente.

Yashim parpadeó.

– ¿Qué le parece la verdad? -sugirió.

El serasquier le lanzó una mirada penetrante.

– Algo así -dijo bruscamente-. ¿Por qué no?

Capítulo 33

Existen ciudades cuyos satisfechos ciudadanos apoyan a una inteligente administración, y que no tienen ni un solo edificio público destartalado, ni una sola parcela infestada de hierbajos, ni un palacio a punto de desmoronarse. Pero una gran ciudad admite todas estas cosas, incluso la decadencia es un signo de vida. Habla al oído derecho de oportunidad, y al otro oído, de delincuencia y corrupción. Estambul, en el decenio de 1830, no era una excepción.

El mellado tirador de la campanilla que ahora yacía, inerte, en la mano de Yashim mientras éste se encontraba en lo alto de la escalera junto a la puerta delantera de un edificio, en Pera, el llamado barrio «europeo» de Estambul, al otro lado del Cuerno de Oro, inspiraba una similar reflexión. Yashim sentía que de alguna manera la campana rota guardaba cierta afinidad con gran parte de la antigua metrópoli, que estaba ya rota y enmohecida, desde basílicas agrietadas hasta las pandeadas casas de madera, desde el despacho del patriarca hasta los pilones del puerto.

Con el último, y mortal, tirón de la cuerda, una campanilla había resonado en algún lugar de la vieja mansión. Por primera vez en varias semanas, y por última vez en algunos años, una campanilla anunciaba al embajador polaco que tenía un visitante.

Palieski se retorció para bajar del diván con una maldición y un tintineo de vidrios rotos.

En lo alto de la escalera se agarró a la barandilla y empezó a descender, bastante lentamente, hacia la puerta principal de la casa. Se quedó mirando un momento fijamente los pestillos, luego se desperezó, flexionó los músculos de su espalda, se pasó una mano por el cabello y alrededor del cuello y abrió la puerta. Parpadeó involuntariamente ante la repentina invasión de luz invernal.

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