Jason Goodwin - El Árbol de los Jenízaros

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Estambul, 1836. El misterioso asesinato de cuatro soldados de la Nueva Guardia amenaza con romper el frágil equilibrio del poder de la corte. Todos los indicios apuntan a los jenízaros: durante cuatrocientos años fueron los soldados de élite del Imperio otomano, pero se hicieron tan poderosos que el sultán decidió eliminarlos. ¿Estarán organizando su brutal regreso?
Sólo Yashim Togalu puede resolver el caso. Insólito investigador, amante de la cocina y de las novelas francesas, posee la extraordinaria capacidad de pasar desapercibido. Yashim es un eunuco. En busca de la verdad lo seguiremos por mercadillos y callejuelas hasta los conspirativos pasillos del harén, en el apasionante momento en que el Imperio otomano comienza a resquebrajarse.
Una conseguida fusión de novela histórica y novela de detectives ambientada en la exótica Turquía del siglo XIX.

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– ¡Hay que ver!

Ella volvió a mirar a Yorg. Los ojos de éste eran fríos como la piedra. Sus dedos se curvaban en torno al vaso; ella observó que eran casi planos, con unos enormes, deformados, nudillos.

– Le estarías haciendo un favor, köçek -soltó.

La observaba, percibiendo una pequeña victoria.

– Ese tipo se merece una verdadera mujer, ¿no crees? -¡Bailarinas köçek! Tradiciones antiguas, años de preparación, bla, bla. ¿Quién les daba a aquellos cabrones el derecho de mirarla por encima del hombro?-. Sí, una mujer. Y quizás, ¿por qué no?, una joven.

Preen se puso rígida.

– Eres malvado, Yorg. Creo que lamentarás esto algún día. Toma tu marinero.

Ella volvió a su mesa. Mina levantó la mirada, pero la sonrisa que aparecía en sus labios se esfumó cuando vio al rufián jorobado a remolque. El marinero paseaba su mirada de Preen a Yorg, con sorpresa.

– Tengo que irme -dijo Preen inclinándose para susurrarle algo al oído. Un poco más alto, añadió-: Éste es Yorg. Tiene aspecto de diablejo, pero esta noche… quiere invitarte a una copa. ¿No es verdad, Yorg?

Yorg le lanzó una mirada enfermiza y luego se dio la vuelta y alargó la mano.

– Hola, Dimitri -graznó.

Capítulo 28

Embajada británica

Querida hermanita:

… tremendamente divertido. Pregunto mucho por ti.

Estoy tratando de anotar todas mis impresiones, tal como querías que hiciera, pero son tantas que difícilmente sé por dónde empezar. Imagínate que estuvieras redactando una carta en la que describes todo lo que has visto alguna vez en las vitrinas de la porcelana de la abuela, ya sabes de qué te hablo… Tazas amontonadas desordenadamente, & pequeñas salseras & Pastoras & Cafeteras & Botes de azúcar de colores, con tapas abombadas. Eso es lo que el lugar entero me parece. Por no mencionar una cinta azul de agua, sobre la cual parece descansar todo el conjunto -no la vitrina, quiero decir-, Constantinopla.

Fizerley dice que los turcos no dedican ni un momento a pensar en ayer o en mañana -todos son fatalistas-; una vez entró en una gran iglesia construida por Justiniano -Aya Sofya (en griego, por favor)-, todo disfrazado de mahometano (Fizerley, quiero decir, no Justiniano, ¡vaya!), y dice que es sencillamente espantoso, sin otra cosa que algunos gongs para llamar a la cena colgando en las esquinas para mostrar lo que Mustafá ha hecho allí los últimos cuatrocientos años. Es un buen tipo, Fizerley, y tú deberías procurar conocer a su hermana porque dice, y le creo, que nos haremos buenas amigas.

En la misma línea, sin embargo, he aprobado mi primer Gran Test en diplomacia. Apenas había acabado de decirme Fizerley que los turcos viven para el momento, cuando uno de ellos se acercó arrastrando los pies a la puerta de la embajada -todos llevan capa, ¿sabes?, y parecen hechiceros, los turcos, no las puertas, quiero decir- ¡y se presentó como un historiador! Fizerley le habló un poco en turco, y el tipo replicó en perfecto francés. Fizerley y yo intercambiamos miradas -pensé que iba a morirme de risa-, pero el turco estaba muy serio y quería investigar los regimientos jenízaros y tal. El embajador dice que Estambul es mucho más aburrido sin los jenízaros, me cuenta Fizerley. No demasiado aburrido para…

Tu amante hermano, Frank

– ¿Para quién está usted trabajando?

Frank Compston hablaba francés bastante mal. Yashim deseó que se fuera y le dejara proseguir. El inglés parecía desconcertado. Yashim dijo:

– Digamos que trabajo para mí mismo.

– Oh. ¿ Un freelance ?

Yashim le dio vueltas a la poco familiar palabra en su lengua. ¿Un freelance ? Supuso que sí: al menos no glugluteaba en inglés como si tuviera la boca llena al igual que muchos de sus compatriotas.

– Es usted muy perspicaz -dijo, inclinando la cabeza.

El joven se ruborizó. Estaba seguro de que se burlaban de él, pero no podía comprender del todo aquellas respuestas. Quizás sería mejor que se callara durante un rato. Que fuera más diplomático. Cruzó los brazos y se sentó rígidamente en el tapizado asiento, observando cómo el turco garabateaba listas. Al cabo de un minuto dijo:

– Mal asunto el de los jenízaros, ¿no?

Yashim levantó la mirada, sorprendido.

– Para los jenízaros, sin duda -observó secamente.

El muchacho asintió vigorosamente, como si Yashim acabara de hacer una observación profunda.

– ¡Sí! Fatal para ellos.

Sacudió la cabeza y enarcó las cejas.

– No es muy divertido que le quemen a uno vivo -murmuró Yashim. Pas trop amusant.

El muchacho abrió unos ojos como platos.

– ¡No es mi idea de diversión, desde luego!

Bajó la cabeza y soltó una carcajada. Yashim siguió escribiendo.

– Y digo -gorjeó el joven-, ¿qué hacen para divertirse aquí, en Estambul?

Se estaba inclinando hacia delante ahora, con sus manos colgando entre las rodillas y una expresión retorcida en su cara.

Yashim entrecerró los ojos. Cuando habló, era casi un susurro.

– Bueno, algunos hombres usan una oveja muerta.

El muchacho dio un brinco.

– ¿Una oveja?

– La cortan y le sacan su, ¿cómo decís?, su vejiga.

La cara del muchacho aparecía congelada en una expresión de horror.

– Uno de ellos, usualmente el más fuerte, aplica sus labios a la uretra…

– Vale, vale. Ya veo. Por favor, no es a lo que me refería.

Yashim adoptó una expresión de asombro.

– Pero ¿no jugáis al fútbol en vuestro país también?

El muchacho lo miró fijamente y luego se relajó.

– Lo siento, sí, desde luego. Yo… yo… -Tenía la cara completamente roja-. Me parece que iré a buscar un vaso de agua. Por favor, excúseme.

Yashim le brindó una breve sonrisa y volvió a concentrarse en los libros.

Había hallado lo que necesitaba. Se trataba, imaginó, sólo de estimaciones; pero si las cifras eran aproximadamente correctas, su lectura daba mucho en que pensar.

¿Cuántos jenízaros habían muerto en los acontecimientos de junio de 1826? Un millar, posiblemente, en los cuarteles. Varios centenares más en la caza que se desató posteriormente… digamos quinientos. Había habido ahorcamientos y ejecuciones, pero sorprendentemente pocas, la mayor parte de cabecillas.

Al resto se les había permitido desaparecer. Tres de ellos, quizás algunos más, habían encontrado empleo en el gremio de soperos, tal como Yashim sabía.

Lo cual dejaba, si las cifras eran una guía, un montón de hombres sin contabilizar que vivían una vida tranquila, discreta, en alguna parte. Criando familias. Ganándose la vida. Bueno, eso sería un shock para el sistema.

Yashim se recostó en la silla y contempló los totales. Un montón de tristes, pesarosos hombres.

Aproximadamente cincuenta mil.

Capítulo 29

El imán puso mala cara. ¿Podía excusarse con otro compromiso? Sabía que el eunuco rezaba en su mezquita, pero nunca habían hablado. Hasta hoy. Se acercó a él después de la plegaria del mediodía y le rogó su atención un momento. Y el imán inclinó la cabeza amablemente antes de darse cuenta de quién estaba preguntando.

Cuando el eunuco cogió el ritmo de sus pasos detrás de él, el imán reflexionó que no tenía ningún derecho a negar su simpatía, o su consejo. No quería mentirle. Además, ya era demasiado tarde. No obstante, la conversación que iban a mantener le daba mala espina.

¿Cómo podía un hombre ser un buen musulmán si tantos de aquellos caminos por los que un musulmán se acercaba a Dios estaban, por así decirlo, ya bloqueados? El imán se consideraba un maestro, ciertamente. Pero buena parte de sus enseñanzas estaban íntimamente relacionadas con la familia. La bendición de los niños, la regulación que era adecuada para la vida de matrimonio. Él daba consejos a los padres sobre sus hijos, y a los hijos sobre sus padres. Enseñaba a los hombres -y a las mujeres- cómo comportarse en el matrimonio. Maridos descarriados. Esposas celosas. Llegaban a él como ante un juez, con preguntas. Era trabajo suyo considerar estas preguntas, y responder sí o no; generalmente a través de preguntas las parejas llegaban a una comprensión de su posición. Él los guiaba hacia las preguntas correctas: a lo largo del camino tenían que examinar su propia conducta, a la luz de las enseñanzas del Profeta.

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