Ibou lo interrumpió.
– ¡Chisst!
El joven levantó una mano hasta sus labios y abanicó el aire con la otra. Sus ojos miraban azorados a un lado y a otro, la imagen misma de la cautela. Yashim sonrió. Al menos sabía algo del Acontecimiento Propicio.
– ¿Quiere usted nombres? ¿O sólo números?
Yashim estaba sorprendido.
– Números.
– Querrá usted el resumen, entonces. No se vaya.
Se dio la vuelta y regresó vacilante a la oscuridad. Finalmente, Yashim vio que la lejana vela empezaba a moverse, oscilando un poco hasta que desapareció. Detrás de los montones de libros, supuso.
Yashim no conocía bien el archivo, sólo lo suficiente para comprender que su organización era muy eficiente. Si un visir en el diwan, o reunión del consejo de Estado, necesitaba un documento de referencia, por antiguo que fuera o de naturaleza oscura, los archiveros serían capaces de localizarlo en cuestión de minutos. Cuatro o cinco siglos de historia otomana estaban preservados aquí: órdenes, cartas, censos de la población, impuestos, edictos desde el trono y peticiones en sentido contrario, detalles del empleo, ascensos, degradaciones, biografías de los funcionarios más excelsos, detalles de gastos, mapas de campañas, informes de los gobernadores, todo ello remontándose hasta el siglo XIV, cuando los otomanos se expandieron por primera vez desde Anatolia, a través de los Dardanelos, hacia Europa.
Yashim oyó pasos cada vez más cerca. La vela y su esbelto portador surgieron de la oscuridad. Aparte de la vela, las manos de Ibou aparecían vacías.
– ¿No ha habido suerte? -Yashim no pudo evitar una pizca de condescendencia en su voz.
– Humm -murmuró el joven-. Echemos una mirada.
Subió la intensidad de una serie de luces de la pared situadas encima del banco de lectura y se arrodilló sobre un cojín. Encima mismo del banco había un estante que no contenía otra cosa que unos altos y gruesos libros de lomos verdes, uno de los cuales el muchacho sacó con un ruido sordo y abrió sobre el banco. Las gruesas páginas crujieron cuando el joven les dio la vuelta, canturreando suavemente para sí mismo. Finalmente deslizó su dedo por una columna de la página y se detuvo.
– ¿Lo tienes ya?
– Lo acabaremos teniendo -dijo Ibou.
Cerró el grueso volumen con un fuerte ruido y lo levantó fácilmente para devolverlo a su lugar. Luego se acercó a una serie de cajones construidos en una pared próxima a la puerta y abrió uno de ellos. De él sacó una tarjeta.
– Oh. -Miró a Yashim: era una mirada de tristeza-. Fuera -dijo-. No, usted, no. Usted es amable. Me refiero a los registros que usted quería.
– ¿Fuera? ¿Quién los tiene?
– Humm… no lo puedo decir.
Ibou agitó la tarjeta delante de su rostro como si estuviera abriendo y cerrando un abanico, con un movimiento rápido de la muñeca.
– No. No, claro que no. -Yashim frunció el ceño-. Pero yo estaba esperando…
– ¿Sí?
– Me preguntaba si podrías decirme qué ingresos obtuvo el beyerlik de Varna de… de los derechos de minería por mil seiscientos setenta y tantos.
Ibou juntó sus labios y sopló. Parecía, pensó Yashim, como si fuera a dar las cifras de memoria.
– ¿Algún año en particular? ¿O los de todo el decenio?
– Mil seiscientos setenta y siete.
– Un momento, por favor.
Metió la tarjeta cara abajo en el abierto cajón, cogió la vela y en un instante se desvaneció tras las pilas de libros. Yashim se adelantó, tomó la tarjeta y leyó:
LISTAS JENÍZARAS; 7-3-8-114; RESUMEN: CIFRAS, 1825
POR ORDEN.
Yashim devolvió la tarjeta a su sitio, confundido.
Un minuto más tarde, mientras él e Ibou estudiaban detenidamente el grueso rollo de amarillento pergamino que despedía un fortísimo olor a piel de oveja y en el cual, para su infinita falta de interés, estaban registradas varias sumas y comentarios relativos al beyerlik de Varna del año 1677, hizo la pregunta.
– ¿Qué se entiende «por orden», Ibou? ¿El sultán?
Ibou frunció el ceño.
– ¿Ha estado usted curioseando?
Yashim sonrió.
– Es sólo una expresión que he leído en alguna parte.
– Ya veo. -Los ojos de Ibou se entrecerraron por un momento-. No toque el rollo, por favor. Bueno, en efecto, podría significar el sultán. Pero probablemente no es así. Ciertamente no significa, por ejemplo, los Alabarderos de las Trenzas, o los jardineros, o cualquiera de los cocineros. Evidentemente los hemos introducido según su rango y posición.
– Entonces, ¿de quién?
Ibou hizo un gesto hacia el rollo.
– ¿Está usted interesado en esto, o es sólo una excusa para venir a charlar?
– Es sólo una excusa. ¿Quién?
El archivero enrolló cuidadosamente el pergamino, volvió a atarlo con un trozo de cinta púrpura y lo guardó.
– Déjeme ponerlo todo en orden.
Yashim se rió entre dientes para sí mientras observaba al muchacho rondando como un gato, suelto e insoportablemente ágil, por los cajones. Metió la tarjeta otra vez en su lugar, cerró el cajón con sus largos dedos y desapareció entre las pilas de libros con la vela. ¡Que Dios proteja a los viejos! Nunca había visto semejante coquetterie. Pero estaba también impresionado. Ibou parecía una monada africana, pero ciertamente sabía arreglárselas. Y no sólo entre los polvorientos archivos, como pudo ver.
Ibou volvió muy rápidamente.
– Por orden -apremió Yashim.
– De la casa imperial. El sultán, su familia, sus principales servidores.
– ¿Las mujeres imperiales?
– Desde luego. Toda la familia del sultán. No sus esclavos, naturalmente.
– Por orden de -musitó Yashim-. Ibou, ¿quién crees que quería el libro?
– No lo sé. -Frunció el ceño-. Podría ser…
Se encogió de hombros y se dio por vencido.
– ¿Quién? ¿En quién estás pensando?
El archivero hizo un gesto desdeñoso con la mano.
– Nadie. Nada. No sé lo que iba a decir.
Yashim decidió dejarlo pasar.
– Me pregunto, sin embargo, dónde podría averiguar lo que quiero saber.
Ibou irguió la cabeza y miró hacia una de las lámparas de la pared.
– Pregunte a alguna de las embajadas extranjeras. No me sorprendería.
Yashim empezó a sonreír ante la ocurrencia. «Pero ¿por qué no?», se preguntó. Era exactamente la clase de información que probablemente les gustaría tener.
Miró a Ibou con curiosidad. Pero Ibou había levantado el dorso de su mano hasta la barbilla y contemplaba, inocentemente, la lámpara.
– ¡Mecachis! -Preen no había pensado en el dinero.
Yorg el Rufián no pensaba en otra cosa.
– ¿Por qué, bailarina köçek, estamos aquí sentados juntos tomando una copa? ¿Intercambiando chismes? No. Tú has venido y me has pedido información. Algo que tú quieres, que quizás yo tengo. Te propongo un trato.
Le brindó una torcida sonrisa y se dio un golpecito en la cabeza.
– Mi tienda.
A Preen le parecía como si la información de Yorg estuviera almacenada en otra parte: en su giba. Materia venenosa, y estaba llena de ella.
– ¿Qué quieres? -preguntó Preen.
Los ojos de Yorg se desplazaron a un lado, mirando más allá: como los de un lagarto, pensó Preen con un estremecimiento.
– Tienes compañía, veo.
– Algunos chicos. No has respondido a mi pregunta.
Sus ojos se volvieron hacia ella.
Oh, creo que sí dijo suavemente-. Tú tienes algo que yo puedo utilizar, ¿verdad, köçek ? Un marinero borracho para Yorg.
Preen miró hacia atrás de reojo. Su marinero griego estaba frunciendo el entrecejo, inclinando su vaso adelante y atrás. Mina y el otro muchacho tenían juntas las cabezas, hasta que él dijo algo que hizo que Mina soltara una carcajada y se echara hacia atrás, con una mano revoloteando hacia su pecho.
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