Pero sin duda era cierto que las köçek no eran demasiado exigentes con sus amigos. Se encontraban en el escalón más bajo de la sociedad otomana, por encima de los mendigos, pero junto con los malabaristas, actores, prestidigitadores y otros que constituían la despreciada -y bien patrocinada- clase de animadores profesionales. Tenían sus esnobismos -¿y quién no?-, pero vivían en el mundo y conocían sus entresijos.
Yashim se había divertido con Preen y sus «novias» al principio. Le gustaba la manera franca como hablaba, la picardía y el candor, y en Preen llegó a admirar el alegre cinismo que ocultaba un corazón inmerso en sueños románticos. Comparado con el espeso secretismo y las sombrías miradas de la aristocracia fanariota, el mundo de Preen era basto pero lleno de risas y de sorpresas. Y cuando al producirse el estallido de la rebelión del Peloponeso siniestras sombras se cernieron sobre los griegos en Estambul, Preen había reaccionado a sus preguntas sin pensar un momento ni en su propio peligro ni en los prejuicios que empezaban a brotar en las calles. Durante dos días, albergó a la madre y las hermanas de Mavrocordato, mientras Yashim preparaba el plan que los llevaría a la isla de Egina, y a salvo.
A veces se preguntaba qué veía ella en él.
– Vamos, entra. -Dio la vuelta apartándose de la puerta y regresó a contemplarse la cara en el espejo-. No puedo detenerme, amor. Las otras chicas estarán aquí dentro de un momento.
– ¿Una boda?
Yashim conocía la rutina. Muchas veces desde aquel año dramático él había ayudado a Preen a prepararse para las bodas, las celebraciones de circuncisión, los cumpleaños para los que la gente requería la presencia de los danzarines köçek. Y Preen, a cambio, quizás sin darse cuenta completamente, le había preparado para sus días, aquellos nuevos, monótonos, días en que agonías de lujuria e ira le corroían desde el interior, y todos los días mejores que habían de venir.
– La noche de los chicos -dijo ella, sin mirar a su alrededor-. Tienes suerte de encontrarme… Ocupada, ocupada, ocupada, ésa soy yo.
– ¿Va bien el negocio?
– Nunca fue mejor. ¿Qué aspecto tengo?
– Fascinante.
Ella hizo girar su cabeza de un lado a otro, siguiendo su imagen en el espejo.
– ¿No estoy vieja?
– Seguro que no -dijo Yashim rápidamente.
Preen se llevó los dedos a la mejilla y con suavidad se tiró de la piel hacia arriba. Luego la soltó, y Yashim vio que lo miraba por el espejo. Entonces a ella se le iluminó la cara con una sonrisa y se volvió para mirarlo de frente.
– ¿Organizando una fiesta?
Yashim sonrió y movió negativamente la cabeza.
– Buscando información.
Ella levantó un dedo y lo agitó en su dirección. Un enorme anillo con un cristal tallado brilló a la luz. Era una de las chillonas creaciones del bazar que llamaban «matavecinos» por la envidia que se suponía que inspiraban.
– Querido, sabes que nunca traiciono una confidencia. Una chica tiene sus secretos. ¿Qué tipo de información?
– Necesito saber qué clase de rumores corren por aquí.
– ¿Rumores? ¿Y por qué demonios acudes a mí?
Los dos se rieron.
– Hombres de uniforme -sugirió Yashim. Preen arrugó la nariz e hizo una mueca-. Los Nuevos Guardias, de los Cuarteles Eskeshir.
– Lo siento, Yashim, pero la idea simplemente me repugna. ¡Esos pantalones ajustados! Y tan poco color. A mí siempre me parecen un puñado de grillos de otoño brincando hacia un funeral.
Yashim sonrió.
– Realmente, quiero saber por dónde brincan. No tanto los hombres como los oficiales. Chicos de buenísimas familias, me dijeron. No te molestaría si fueran simples soldados, Preen, no sabrían nada. Pero los oficiales…
Dejó las palabras en suspenso. Preen levantó las cejas y se tocó con la mano la parte de atrás del cabello.
– Bueno. Puedo ver qué saben las chicas. No prometo nada, pero veré lo que puedo hacer.
La habitación era pequeña, más parecida a una celda, sobriamente amueblada con un taburete de pino, un hundido lecho y una fila de ganchos de madera, de los cuales colgaban varias grandes bolsas, negros bultos bajo la amarillenta luz. El cubículo carecía de ventanas y despedía un olor fétido y húmedo, una nauseabunda amalgama de perfume, sudor y el aceite de la lámpara, que soltaba un humo negro.
La persona a la que pertenecía esa habitación se movió rápidamente hacia las bolsas y hurgó en la más pequeña, fue tanteando hasta que sus dedos se cerraron en otra bolsa más pequeña, que procedieron a sacar. Luego tiró de los cordeles. El contenido cayó sobre el somier con un sonido suave, tintineante.
Un par de brillantes ojos negros contemplaron con odio las joyas, que relucían. Había una cadena de oro que portaba un lapislázuli oscuro. Había asimismo un broche de plata, un óvalo perfecto, engastado con diamantes del tamaño de guisantes tiernos. Había un brazalete -una versión más pequeña de la cadena de oro, su cierre oculto bajo un rubí anclado a un roel de plata- y un par de pendientes. No cabía ninguna duda de cuál era el origen de las joyas. En cada cara, cuidadosamente incrustado en el lapislázuli, entre los diamantes, sobre el rubí, aquel odioso e idolatrado símbolo, «Z» o «N», zigzagueando arriba y abajo, tan torcido como el hombre.
Así era como había empezado todo. No era fácil seguir los pasos exactos -aquellos francos eran astutos como zorros-, pero Napoleón había sido el autor de todo. ¿Qué era lo que los francos no dejaban de instar al mundo? Libertad, igualdad y alguna cosa más. Una bandera con tres franjas. Había algo más. No importa. Eran todo mentiras.
Aquella bandera había ondeado sobre Egipto. Hombres como tijeras habían ido de un sitio para otro raspando, decapando, desenterrando cosas, escribiéndolo todo en unas libretitas. Otros hombres tijeras, guiados por un infiel medio ciego, habían quemado sus barcos a la sombra de las pirámides, y el propio Napoleón había huido, subiendo a un buque por la noche. Luego aquellos infieles habían realizado grandes marchas, y pasado hambre y sed; murieron como moscas en los desiertos de Palestina.
Pero eso fue solamente el comienzo. Uno habría pensado, ¿verdad?, que todo el mundo vería la locura de los extranjeros, ¿no? Pues no fue así. Los egipcios trataban aún más de parecerse a ellos. Habían visto cómo los franceses andaban por todas partes, comportándose como los amos en los dominios del sultán. Lo atribuían a los pantalones, a las armas especiales que los franceses habían abandonado, a la forma como los soldados franceses marchaban y se movían, luchando como un solo cuerpo en el desierto, aunque caían como moscas.
Nuevas formas. Nuevas cosas que salían de libritos. Personas que siempre estaban garabateando y garabateando, con la nariz pegada a sus libros hasta que sus ojos se volvían rojos por el esfuerzo. Fingiendo comprender la jerigonza francesa.
Napoleón. Había matado al rey francés, ¿no?, invadido el Dominio de Paz, cegando los ojos de sus propios hombres y de todo el mundo. ¿Por qué nadie más podía ver lo que estaba pasando? Y aquellas joyas… ¿íbamos a vendernos por unas baratijas?
Aunque fueran valiosas.
Era una lástima que la muchacha hubiera visto. Malaria fue algo inesperado, y peligroso. Quizás una reacción exagerada. Ella podría no haber visto nada, ni comprendido nada. Tal vez tenía otras cosas en su cabeza. Una sonrisa secreta de triunfo y esperanza en su bonita cara. Nada parecido al aturdimiento con que peleaba por respirar, viendo a quién pertenecían las manos que le rodeaban el cuello. Las manos que habían cogido las joyas.
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