Lawrence Block - Un paseo entre las tumbas

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Un paseo entre las tumbas: краткое содержание, описание и аннотация

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`Un millón de dolares en efectivo o matamos a tu mujer`. Los traficantes de drogas son presa fácil de la extorsión y, por razones obvias, no pueden acudir a la policía. Kenan Khoury recibió el mensaje, pero vaciló frente al precio del rescate: no volvió a ver a su mujer con vida. Ahora sólo piensa en vengar su muerte. Para ello contrata los servicios de Matt Scudder, un detective privado sin apenas trabajo y que sufre algún que otro problema con el alcohol. Con ayuda de dos genios de los ordenadores, un punk callejero y una amiga prostituta, Scudder busca a los asesinos en los bajos fondos de Brooklyn.

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– La cocina -susurró-. El rubio está ahí contando el dinero. Está abriendo todos los paquetes y contando los billetes y escribiendo números en una hoja de papel. Es una pérdida de tiempo. Es un trato hecho. ¿Por qué se tiene que preocupar por cuánto obtuvo?

– ¿Y el otro?

– No lo he visto.

Repetimos el procedimiento en otras ventanas, probamos la puerta lateral, al pasar. Estaba cerrada con llave, pero un niño podría abrirla de una patada. La puerta trasera, la que llevaba a la cocina, no parecía mucho más resistente.

Pero yo no quería irrumpir hasta que no supiera con seguridad dónde estaban los dos.

En la fachada, Peter, arriesgándose a llamar la atención de los peatones, utilizó una navaja para hacerle un corte a la cerradura de la puerta del porche. La puerta que comunicaba el porche con el vestíbulo de la casa estaba equipada con una cerradura más resistente, pero también tenía un vidrio grande que se podía romper para entrar antes. No lo rompió, pero miró por él y confirmó que Albert no estaba en la sala de estar.

Volvió para darnos cuenta de esto y entonces supuse que Albert estaría o arriba o afuera, tomando una cerveza. Estaba tratando de decidir una manera de llevarnos en silencio a Callander, y dejar la Fase Dos para más tarde, cuando TJ atrajo mi atención con un chasquido de los dedos. Miré y lo vi acurrucado en la ventana de un sótano.

Fui hasta allí, me agaché y miré hacia dentro. Tenía la linterna y barría con su haz el interior de un sótano grande. Había una pila en un rincón, con una lavadora y una secadora al lado. En la esquina opuesta había una mesa de trabajo flanqueada por un par de herramientas eléctricas. De un tablero en la pared, por encima de la mesa de trabajo, colgaban docenas de herramientas.

En la parte de delante había una mesa de pimpón con la red hundida. Una de las maletas estaba en la mesa, abierta y vacía. Albert Wallens, todavía con la misma ropa que había llevado en el cementerio, estaba sentado ante la mesa de pimpón en una silla plegable. Podría haber estado contando el dinero de la maleta, salvo que no había ningún dinero en ella y que era una actividad curiosa para llevar a cabo en la oscuridad. La única luz que había en el sótano era la de la linterna de TJ.

No podía verlo, pero podía asegurar que había un pedazo de alambre de cuerda de piano enroscado alrededor del cuello de Albert y era muy probable que fuera el mismo trozo de alambre usado para practicar la mastectomía en Pam Cassidy y, tal vez, a Leila Álvarez también. Ahora no había sido tan preciso quirúrgicamente, al haber encontrado hueso y cartílago en lugar de la carne sin resistencia que había encontrado antes. Sin embargo, había hecho su trabajo. La cabeza de Albert se había hinchado de manera grotesca, como si la sangre hubiera podido fluir por dentro, pero no hacia afuera. Su rostro era una cara de luna que había adquirido el color de una moradura y los ojos se le salían de las órbitas. Yo había visto una víctima del garrote vil con anterioridad, de manera que supe de inmediato qué estaba mirando, pero, en realidad, nada te prepara para algo así. Era el espectáculo más horrible que había visto en mi vida.

Aunque, en realidad, reducía los contrincantes.

Kenan volvió a mirar por la ventana de la cocina y no vio armas en ninguna parte. Tuve la sensación de que Callander las había guardado. No había blandido un arma en ninguno de los raptos, sólo la que había usado en el cementerio para dar apoyo al cuchillo que estaba en la garganta de Lucía, pero prefirió el garrote vil cuando disolvió su sociedad con Albert.

El problema logístico estaba en el tiempo que se tardaba en llegar desde cualquiera de las puertas hasta donde Callander estaba contando el dinero. Si se entraba por la puerta de atrás o por la del costado, había que subir corriendo medio tramo de escaleras hasta llegar a la cocina. Si se entraba por la fachada, desde la galería, había que recorrer todo el camino hasta el fondo de la casa.

Kenan sugirió que entráramos silenciosamente por la puerta principal, pues así no habría escalones chirriantes y, pese a ser la puerta más alejada de donde él estaba sentado, podíamos sorprenderle. Ensimismado como estaba en su recuento, hasta podría no darse cuenta de que el vidrio se rompía.

– Pégale cinta adhesiva -dijo Peter-. Se rompe, pero no cae al suelo. Mucho menos ruido.

– Cosas que se aprenden siendo drogadicto -aclaró Kenan.

Pero no teníamos cinta adhesiva y cualquier tienda del vecindario que tuviera había cerrado hacía rato. TJ señaló que seguro que había cinta adhesiva en las mesas de trabajo o colgada sobre ella, pero tendríamos que romper una ventana para llegar allí, de modo que eso limitaba su utilidad. Peter hizo otro viaje a la galería e informó que el piso de la sala de estar estaba alfombrado. Nos miramos los unos a los otros y nos encogimos de hombros.

– ¡Qué mierda! -dijo alguien.

Levanté a TJ para que mirara por la ventana de la cocina, mientras Peter rompía el vidrio de la puerta de delante. No lo oímos desde donde estábamos nosotros y, aparentemente, Callander tampoco. Todos dimos la vuelta hasta la parte delantera y entramos por la puerta pisando con cuidado el vidrio roto, esperando, escuchando y luego moviéndonos lenta y calladamente a través de la casa silenciosa.

Yo iba delante cuando llegamos a la puerta de la cocina, con Kenan a mi lado. Los dos llevábamos la pistola en la mano. Raymond Callander estaba sentado de manera tal que lo veíamos de perfil. Tenía un fajo de billetes en una mano y un lápiz en la otra. Armas letales en manos de un buen contador, supongo, pero mucho menos intimidatorias que los revólveres o los cuchillos.

No sé cuánto tiempo esperé. Es probable que no más de quince o veinte segundos, pero pareció mucho más. Esperé hasta que algo cambiara en el porte de sus hombros que mostrara que la sospecha de nuestra presencia le había llegado de alguna manera.

– Policía. No se mueva -dije.

No se movió, ni siquiera volvió los ojos al oír mi voz. Sólo siguió sentado allí como si una fase de su vida terminara y otra empezara. Entonces sí se volvió para mirarme y su expresión no mostraba ni temor ni enojo, sólo una profunda desilusión.

– Dijiste una semana -terció-. Lo prometiste.

Parecía que todo el dinero estaba allí. Llenamos una maleta. La otra estaba en el sótano, pero nadie tenía muchas ganas de ir a buscarla.

– Diría que fuera TJ -susurró Kenan-, pero sé cómo se puso en el cementerio, así que supongo que le daría miedo ir allá abajo con un muerto.

– Dices eso sólo para que vaya. Quieres hacerme perder la calma -replicó TJ.

– Sí -dijo Kenan-. Suponía que ibas a decir algo así.

TJ entornó los ojos y salió en busca de la maleta. Volvió con ella y dijo:

– Tío, apesta allí abajo. ¿Los muertos siempre huelen tan mal? Si alguna vez mato a alguien, recordadme que lo haga desde lejos.

Era extraño. Seguimos trabajando alrededor de Callander, como si él no estuviera allí. Nos facilitaba la tarea quedándose quieto y callado, como queriendo pasar inadvertido. Parecía más pequeño, allí sentado, débil e inútil. Yo sabía que no era ninguna de estas cosas, pero su extraña pasividad daba esa impresión.

– Todo recogido -dijo Kenan, asegurando los cierres de la segunda maleta-. Puedo volver de inmediato a casa de Yuri.

– Todo lo que Yuri quería era recuperar a su hija -dijo Peter.

– Pues bien, esta noche es su noche de suerte. Recupera el dinero también.

– Dijo que no le importaba el dinero -insistió Peter soñadoramente-. Que el dinero no importaba.

– Pete, ¿estás diciendo algo sin decirlo?

– Él no sabe que vinimos aquí.

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