– ¿Cómo andamos de tiempo? -Consultó su reloj y el reloj del salpicadero y respondió a su propia pregunta-. Andamos muy bien. Incluso nos sobra tiempo.
Yo observaba la entrada de la lavandería, pero en cambio TJ salió de un portal al otro lado de la avenida y cruzó y subió a la parte de atrás. Los presenté y ambos adujeron estar muy contentos de conocerse. TJ se encogió contra el asiento y Kenan puso el coche en marcha y resumió así nuestro plan:
– Llegan allí a las diez y media, ¿no? Y esperan que nosotros lo hagamos diez minutos después, y luego que nos abramos camino hasta donde ellos están esperando. ¿Es más o menos así?
Le contesté que sí.
– Por lo tanto, estaremos cara a cara a través de la tierra de nadie alrededor de las once menos diez. ¿Es así como lo calculas?
– Algo así.
– ¿Y cuánto tiempo para hacer el cambio y salir? ¿Media hora?
– Probablemente mucho menos que eso, si todo va bien. Si la mierda llega al ventilador, bueno, entonces será otra historia.
– Pues será mejor que crucemos los dedos para que no ocurra. Me preguntaba cómo volver a salir, pero supongo que no cierran las puertas con llave hasta la medianoche.
– ¿Cerrar las puertas con llave?
– Sí. Habría supuesto que lo harían más temprano, pero supongo que no, o habrías elegido algún otro lugar.
– ¡Dios mío! -exclamé.
– ¿Qué pasa?
– Ni siquiera se me ocurrió. ¿Por qué no lo dijiste antes?
– Entonces ¿qué habrías hecho?, ¿volverlo a llamar?
– No, supongo que no. Nunca se me ocurrió que podrían cerrar con llave. ¿No quedan abiertos durante toda la noche los cementerios? ¿Por qué habrían de cerrarlos con llave?
– Para que la gente no pueda entrar.
– ¿Es que todos se mueren por entrar? Joder, debo de haber oído eso en cuarto grado. ¿Por qué tienen que tener una tapia alrededor del cementerio?
– Supongo que hay vándalos -explicó Kenan-. Chicos que se mean sobre las lápidas, que cagan en las coronas, yo qué sé.
– ¿Crees que los chicos no pueden trepar por las tapias?
– Vamos, hombre. No soy yo el que decide la política aquí -insistió Kenan-. Si fuera por mí, todos los cementerios de la ciudad tendrían entrada libre. ¿Qué te parece?
– Sólo espero no haber metido la pata. Si llegan allí y las puertas están cerradas…
– ¿Qué van a hacer? ¿Venderla a los tratantes de blancas de Argentina? Saltarán la tapia, tal como haremos nosotros. En realidad, es probable que no la cierren hasta la medianoche. La gente podría querer ir a la salida del trabajo, hacerle una visita tardía al querido difunto.
– ¿A las once de la noche?
Se encogió de hombros.
– Hay gente que trabaja hasta tarde. Tienen empleos en las oficinas de Manhattan, se reúnen para tomar un par de tragos a la salida del trabajo, cenan y luego tienen que esperar media hora el metro porque son, como algunas personas que conozco, demasiado roñicas para coger un taxi…
– ¡Dios santo! -repetí.
– … y es tarde para cuando vuelven a Brooklyn y entonces dicen: «Eh, creo que voy a ir a Green-Wood, a ver si puedo descubrir dónde está plantado el tío Vic. Nunca me gustó, así que voy a ir a mear encima de su tumba».
– ¿Estás nervioso, Kenan?
– Sí, estoy nervioso. ¿Qué mierda te crees? Tú eres el que va caminando hacia un par de asesinos, sin más armas que dos bolsas con dinero. Supongo que ya empiezas a sudar.
– Tal vez un poquito. Reduce la velocidad. Ahí tenemos la entrada. Me parece que está abierta.
– Sí, parece que sí. Oye, aunque se suponga que tienen que cerrarla, es probable que no lo hagan.
– Tal vez no. Demos primero una vuelta alrededor del cementerio, luego buscaremos un lugar donde aparcar, cerca de nuestra entrada.
Circundamos el cementerio en silencio. Había muy poco tránsito, había quietud en la noche, como si el profundo silencio del cementerio pudiera salir y absorber todos los ruidos de la vecindad.
Cuando estábamos otra vez cerca del punto de partida, TJ preguntó:
– ¿Vamos a entrar en un cementerio?
Kenan se volvió para ocultar una sonrisa. Le dije:
– Te puedes quedar en el coche si lo prefieres.
– ¿Para qué?
– Para que te sientas más cómodo.
– Hombre -dijo-, no le tengo miedo a ningún muerto. ¿Es eso lo que crees, que estoy asustado?
– Perdona, chico.
– Tranquilo, Cirilo. Los muertos no me molestan.
Los muertos no me molestaban mucho a mí tampoco. Eran algunos vivos los que me preocupaban.
Nos encontramos en la puerta de la Calle 36 y entramos de inmediato, pues no queríamos llamar la atención en la calle. Por lo pronto Yuri y Dani llevaban el dinero. Teníamos dos linternas entre los seis. Kenan cogió una. Yo tenía la otra e indicaba el camino.
No usaba mucho la luz, sólo la encendía y apagaba con rapidez cuando necesitaba ver por dónde iba. Esto no era necesario casi nunca. Arriba había una luna refulgente y un poco de luz de las farolas de la avenida. Las lápidas eran mayormente de mármol blanco y destacaban bien, una vez que nos habituamos a la penumbra. Me abrí paso entre ellas y me pregunté de quién serían los huesos sobre los que estaba caminando. Uno de los diarios había publicado una historia, el año pasado, acerca de dónde se sepultaban los cuerpos y hacía un inventario de tumbas de ricos y famosos, distrito por distrito. No le había prestado demasiada atención, pero me parecía recordar que un buen número de neoyorquinos prominentes estaban enterrados en Green-Wood.
Había leído que había muchos entusiastas que convertían en afición las visitas a las tumbas. Algunos sacaban fotografías, otros borraban las inscripciones de las lápidas. No podía imaginarme qué sacaban de aquello, pero no era mucho más insensato que algunas de las cosas que hago yo. Su manía sólo se manifestaba a la luz del día. No andaban en la oscuridad dando tumbos entre las losas, intentando no tropezar con un pedazo de granito.
Yo avanzaba como un soldado. Me mantenía bastante cerca de la tapia para ver las farolas callejeras. Sólo reduje la marcha cuando llegué a la altura de la Calle 27.
Los otros se acercaron y les hice un gesto para que se desplegaran en abanico, sin avanzar más hacia el norte. Luego me volví hacia donde se suponía que debía estar Ray Callander y apunté mi linterna frente a mí, disparando el trío de destellos que habíamos acordado.
Durante un largo rato, la única respuesta fueron la oscuridad y el silencio. Luego tres destellos de luz me lanzaron un guiño por respuesta, desde la derecha y un poco más adelante. Calculé que estarían a algo así como a cien metros de nosotros, quizá más. No parecía tan lejos cuando alguien corría con una pelota de rugby bajo el brazo. Sin embargo, ahora parecía demasiado distante.
– Di dónde estás -grité-. Nos vamos a acercar un poco más.
– ¡No demasiado cerca!
– Unos cincuenta metros -dije-. Como acordamos.
Flanqueado por Kenan y uno de los hombres de Yuri, con el resto de nuestro grupo no muy lejos, detrás de nosotros, cubrí la mitad de la distancia que nos separaba.
– Ya está bien -gritó Callander en un momento dado. Pero no era suficiente, así que no le hice caso y seguí caminando. Teníamos que estar bastante cerca para que alguien pudiera llevar a cabo el intercambio. Teníamos un rifle, que le confiamos a Peter, pues había probado ser un buen tirador durante un voluntariado de seis meses en la Guardia Nacional, hacía un tiempo. Por supuesto que eso fue antes de un largo aprendizaje como borracho y drogadicto, pero todavía se imaginaba que era el mejor tirador del grupo. Tenía un buen rifle con dispositivo telescópico, pero la mira no era infrarroja, de manera que estaría apuntando a la luz de la luna. Yo quería mantener la distancia mínima para que pudiera contar sus tiros, si fuera necesario.
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