Tommy no mordió el anzuelo. Helen lo adivinó por la forma en que la estaba observando. Le dedicó su mejor mirada de inspector detective, y no iba a salir ilesa del escrutinio. Dio media vuelta y se encaminó hacia el salón.
– ¿Has concluido ya el caso Fleming? -preguntó mientras servía el té, en referencia a la investigación que había ocupado la mayor parte del tiempo de Tommy durante las pasadas semanas.
Tardó en reunirse con ella, y cuando lo hizo no se acercó al sofá donde ella tenía el té preparado, sino a una lámpara de pie, que encendió, después a una lámpara de mesa contigua al sofá, y luego a otra situada al lado de una butaca. No paró hasta eliminar todas las sombras.
Tampoco se sentó a su lado, sino que eligió una butaca desde la cual podía verle la cara y estudiarla con facilidad, como Helen bien sabía. Lo hizo mientras Helen cogía su taza y bebía un sorbo de té.
Sabía que iba a insistir en averiguar la verdad. Iba a decir «Qué está pasando en realidad, Helen», y «Haz el favor de no decirme más mentiras porque siempre sé cuando alguien me miente debido a los años que llevo viéndomelas con mentirosos del mayor calibre y me gustaría pensar que la mujer con la que voy a casarme no es uno de ellos, de modo que si no te importa vamos a aclarar las cosas ahora mismo porque abrigo sospechas sobre ti y sobre nosotros y hasta que esas sospechas sean desechadas no veo cómo podremos seguir adelante juntos».
Pero dijo algo muy diferente, con las manos enlazadas entre las rodillas, sin tocar el té, el rostro grave y la voz… ¿Parecía vacilante?
– Sé que a veces presiono demasiado, Helen. Mi única excusa es que siempre tengo prisa acerca de lo nuestro. Es como si creyera que no tenemos bastante tiempo y hemos de proceder sin más dilaciones. Hoy. Esta noche. Inmediatamente. Siempre me siento así respecto a ti.
Ella dejó la taza sobre la mesa.
– Presionar… No te entiendo.
– Tendría que haber llamado para decirte que estaría aquí cuando llegaras a casa. No pensé en hacerlo. Bajó la vista hacia sus manos. Dio la impresión de que adoptaba un tono más ligero-. Escucha, cariño, no pasa nada si esta noche prefieres… -Alzó la cabeza. Respiró hondo y exhaló una bocanada de aire-. joder, Helen, ¿prefieres estar sola esta noche?
Desde el sofá, Helen le observó y noto que se ablandaba de cien maneras diferentes. Era una sensación bastante parecida a hundirse en arenas movedizas, si bien su naturaleza insistía en que debía hacer algo para liberarse, su corazón le dijo que no era posible. Siempre se había resistido a las cualidades de Tommy que habían animado a otras a considerarle una pieza perfecta en la caza del matrimonio. Por lo general, era insensible a su atractivo. Su fortuna no le interesaba. Su naturaleza apasionada le resultaba, en ocasiones, molesta. Su ardor era halagador, pero lo había visto dirigido a suficientes mujeres en el pasado para dudar de su veracidad. Si bien era cierto que su inteligencia le atraía, tenía acceso a otros hombres tan rápidos, listos y capaces como Tommy. Pero esto… Helen carecía de armas para combatirlo. Rodeada por un mundo de murallas almenadas, la vulnerabilidad de un hombre podía con ella.
Se levantó del sofá. Caminó hacia Tommy y se arrodilló junto a su butaca. Le miró a la cara.
– Sola -dijo en voz baja- es lo último que quiero estar.
Esta vez la despertó una luz. A causa del resplandor que cegaba sus ojos, Charlotte pensó que era la Santísima Trinidad derramando Gracia sobre ella. Recordó cómo había explicado la hermana Agnetis la Trinidad durante la clase de religión en Santa Bernadette: dibujó un triángulo, escribió en cada esquina El Padre, El Hijo y El Espíritu Santo, y después utilizó su tiza amarilla especial para crear gigantescos rayos de sol que brotaban de los lados del triángulo. Sólo que no eran rayos de sol, explicó la hermana Agnetis. Era la Gracia. La Gracia era el estado perfecto que se debía alcanzar para ir al cielo.
Lottie parpadeó para defenderse de la incandescencia blanca. Tenía que ser la Santísima Trinidad, decidió, porque flotaba y daba vueltas en el aire como Dios. Y, desde la oscuridad, una voz habló, como Dios a Moisés en la zarza ardiente.
Come esto.
El brillo se suavizó y apareció una mano. Un cuenco de hojalata tintineó junto a la cabeza de Lottie. Después, la luz descendió a su nivel y siseó, como aire que escapara de un neumático. La luz arrancó un ruido metálico del suelo. Lottie se encogió para no quemarse. Consiguió alejarse lo bastante para distinguir que su fuego llevaba un sombrero y estaba montado sobre un pedestal. Un farolillo. No era la Trinidad. Lo cual debía significar que aún no estaba muerta.
Una figura se adentró en el haz de luz, vestida de negro y distorsionada a sus ojos, como en un espejo de feria.
– ¿Dónde están mis gafas? -preguntó Lottie con la boca reseca-. No tengo las gafas. Las necesito. No veo bien sin ellas.
– No las necesitas a oscuras.
– No estoy a oscuras. Has traído luz, así que dame mis gafas. Quiero mis gafas. Si no me las das, me chivaré.
Tendrás las gafas a su debido tiempo.
Un tintineo cuando dejó algo en el suelo. Alto y tubular. Rojo. Un termo, pensó Lottie. El hombre desenroscó el tapón y vertió líquido en el cuenco. Aromático. Caliente. El estómago de Lottie gruñó.
– ¿Dónde está mi mamá? -preguntó-. Dijiste que estaba en una casa de reposo. Dijiste que me ibas a llevar con ella. Lo dijiste, pero esto no es una casa de reposo. ¿Dónde está? ¿Dónde está?
Cállate.
– Gritaré si quiero. ¡Mamá! ¡Mamá!
Quiso ponerse en pie.
Una mano surgió de la oscuridad y tapó su boca; los dedos se hundieron como garras en sus mejillas. La mano la arrojó al suelo. Cayó de rodillas y el borde rugoso de algo que parecía piedra la hirió.
¡Mamá! gritó cuando la mano la liberó. ¡Ma…!
La mano enmudeció su voz y hundió su cabeza en la sopa. La sopa estaba caliente. Quemaba. Cerró los ojos con fuerza. Tosió. Pataleó. Sus manos golpearon los brazos del hombre.
¿Vas a callarte ahora, Lottie? siseó el hombre en su oído.
La niña asintió. El hombre se levantó. Gotas de sopa resbalaron de la cara de Lottie y cayeron sobre la pechera del uniforme. Tosió. Se secó la cara con el brazo de la chaquetilla.
Hacía frío en aquel lugar. El viento se colaba por algún sitio, pero cuando miró alrededor descubrió que no podía ver más allá del círculo de luz proyectado por el farol. Del hombre sólo veía una bota, una rodilla doblada y las manos. Se alejó de éstas. Cogieron el termo y vertieron más sopa en el cuenco.
– Si gritas nadie te oirá.
– Entonces, ¿por qué me haces callar?
– Porque no me gustan las niñas gritonas.
Con el zapato empujó el cuenco en su dirección.
– He de ir al lavabo.
– Después. Come eso.
– ¿Es veneno?
– Exacto. Te necesito muerta tanto como un balazo en el pie. Come.
La niña miró alrededor.
– No tengo cuchara.
– Hace un momento no la necesitaste, ¿verdad? Come.
Se apartó más de la luz. Lottie oyó un siseo y vio la llama de una cerilla. El hombre estaba inclinado sobre ella, y cuando se volvió, vio el extremo encendido de un cigarrillo.
– ¿Dónde está mi mamá?
Alzó el cuenco mientras hacía la pregunta. La sopa era de verduras, como la que preparaba la señora Maguire. La niña estaba hambrienta v la bebió, utilizando los dedos para llevarse las verduras a la boca.
– ¿Dónde está mi mamá? repitió.
– Sigue comiendo.
Le miró mientras levantaba el cuenco. Sólo era una sombra, y sin sus gafas era una sombra muy borrosa.
– ¿Qué miras? ¿No puedes mirar a otra parte?
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