– Pero hay algo más -dijo Helen con una voz vibrante de simpatía-, ¿verdad, señor Chambers? ¿No hay algo más que quiere contarnos?
El hombre paseó la vista entre Helen y St. James.
– Hay alguien en la casa con usted, ¿verdad? -preguntó St. James-. Alguien con quien corrió a hablar cuando llegamos.
Damien Chambers enrojeció hasta adquirir el color de una ciruela.
– No tiene nada que ver con esto -dijo-. Lo juro.
Se llamaba Rachel, les dijo en voz baja. Rachel Mounbatten. Ningún parentesco, por supuesto. Tocaba el violín en la Filarmónica. Hacía muchos meses que se conocían. Habían salido a cenar. El la había invitado a una copa, ella pareció contenta de aceptar, y cuando la había invitado a subir a su habitación… Era la primera vez que estaban juntos de aquella manera. Quería que todo fuera perfecto. Entonces sonó la llamada a la puerta. Y ahora, esto. -Rachel es… bueno, no exactamente libre -explicó-. Pensó que era su marido quien llamaba a la puerta. ¿Quieren que la haga bajar? Prefiero que no. Creo que estropearía nuestra relación, pero iré a buscarla, si quieren. No es que la utilice de coartada o algo por el estilo. Quiero decir, si hace falta una coartada, pero no es eso, ¿verdad?
Y debido a Rachel, prosiguió, quería quedarse al margen de lo que hubiera sucedido a Charlotte. Sabía que sonaba fatal y no era que no estuviera preocupado por el paradero de la niña, pero la relación con Rachel era importantísima para él… Esperaba que lo comprendieran.
– Cada vez resulta más curioso, Simon -dijo Helen, mientras volvían hacia el coche de St. James-. La madre se comporta de una forma extraña. El señor Chambers se comporta de una forma extraña. ¿Nos están utilizando?
– ¿Para qué?
– No lo sé. -Helen subió al MG y guardó silencio hasta que St. James encendió el motor-. Nadie se comporta como cabría esperar. Eve Bowen, cuya hija ha desaparecido en plena calle, no quiere que la policía intervenga, pese a que, teniendo en cuenta su cargo en el Ministerio del Interior, podría contar con lo mejor de Scotland Yard sin que nadie se enterara. Dennis Luxford, quien debería afanarse por seguir la historia, no quiere saber nada del asunto. Damien Chambers, con una amante en el piso de arriba, a la que no tenía la menor intención de presentarnos, tiene miedo de que le relacionen con la desaparición de una niña de diez años. Si es que se trata de una desaparición. Porque puede que no lo sea. Quizá todos y cada uno saben dónde está Charlotte. Tal vez por eso Eve Bowen parecía tan serena y Damien Chambers tan angustiado, cuando lo contrario en ambos casos sería lo lógico.
St. James guió el coche en dirección a Wigmore Street. Giró hacia Hyde Park sin contestar.
– No querías aceptar esto, ¿verdad? -prosiguió Helen.
– No tengo experiencia en estos asuntos, Helen. Soy un científico forense, no un detective privado. Dame manchas de sangre o huellas dactilares y obtendrás media docena de respuestas a tus preguntas. Pero con algo como esto, estoy fuera de mi campo.
– Entonces, ¿por qué…? -Le miró. St. James notó que le estaba leyendo la cara con su habitual perspicacia-. Deborah.
– Le dije que hablaría con Eve Bowen y que la animaría a llamar a la policía.
– Lo hiciste -dijo Helen. Eludieron el tráfico congestionado de Marble Arch y entraron en Park Lane, con su curva de hoteles iluminados-. ¿Qué haremos ahora?
– Hay dos posibilidades. 0 nos encargamos nosotros hasta que Eve Bowen se derrumbe, o acudimos a Scotland Yard sin su aprobación. -Desvió la vista hacia ella-. No he de decirte lo fácil que sería esto último.
Ella sostuvo su mirada. -Deja que lo piense.
Helen se quitó los zapatos después de cerrar la puerta del edificio donde vivía. «Misericordia», susurró cuando notó la dulce sensación de sus pies liberados de la agonizante servidumbre al dios de la moda. Los recogió, cruzó la entrada de mármol y subió la escalera hasta su piso, seis habitaciones en la primera planta de un edificio de la última época victoriana, con un salón que daba al rectángulo verde que era la plaza Onslow de South Kensington. Desde la calle había visto una luz encendida en el salón. Como no había temporizador, y como no la había encendido por la mañana, antes de salir hacia el laboratorio de Simon, el brillo que se filtraba por las cortinas de la puerta del balcón la informó de que tenía un visitante. Sólo podía ser una persona.
Titubeó ante la puerta, con la llave en la mano. Reflexionó sobre las palabras de Simon. La verdad era que sería muy fácil solicitar la intervención de Scotland Yard sin el conocimiento o la aprobación de Eve Bowen, sobre todo porque un inspector detective del DIC del Yard la estaba esperando en aquel momento tras la maciza puerta de roble.
Bastaría con una palabra a Tommy. Él tomaría la iniciativa a partir de aquel mismo instante. Se ocuparía de que se adoptaran todas las medidas pertinentes: teléfonos pinchados donde el Yard considerara necesario, investigaciones de los antecedentes de todas las personas remotamente relacionadas con la ministra, el editor del Source y su hija, un análisis minucioso de las dos cartas recibidas, un ejército de detectives que recorrieran las calles de Marylebond por la mañana, interrogatorio de posibles testigos de la desaparición de la niña, y registro de cada centímetro cuadrado del municipio en busca de una pista que explicara lo sucedido a Charlotte Bowen aquel día. Se tomarían huellas y se enviarían a la Oficina Nacional de Huellas Dactilares. Se introducirían descripciones de Charlotte en el ONC. Se concedería máxima prioridad al caso, y se le asignarían los mejores agentes. Probablemente Tommy no intervendría para nada. Sin duda el caso se destinaría a gente mucho más poderosa que él en Scotland Yard. En cuanto se supiera que la hija de Eve Bowen había desaparecido, la búsqueda de la niña le sería quitada de las manos.
Lo cual significaría, por supuesto, que el Yard seguiría procedimientos establecidos. Lo que a su vez significaría que los medios de comunicación serían informados.
Helen contempló la llave con el ceño fruncido. Si pudiera confiar en que Tommy y sólo Tommy fuese el agente de policía que interviniera… Pero no podía confiar, ¿verdad?
Lo llamó por su nombre cuando abrió la puerta.
– Estoy aquí, Helen -contestó él.
Helen siguió el sonido de su voz hasta la cocina, donde le encontró de pie ante la tostadora, arremangado hasta los codos, con el cuello de la camisa desabotonado y sin corbata, y un tarro de Marmite abierto y preparado sobre la encimera. Sostenía un fajo de papeles. Los estaba leyendo a la luz de la cocina, que arrancaba destellos de su cabello rubio. Miró por encima de las gafas cuando Helen dejó caer los zapatos al suelo.
– Llegas tarde -dijo Lynley. Dejó los papeles sobre la encimera y las gafas encima-. Casi pensaba que no ibas a venir.
– No será eso tu cena, ¿verdad?
Helen dejó caer el bolso sobre la mesa, inspeccionó el correo del día, sacó una carta de su hermana Iris y se acercó a Tommy. Éste posó la mano bajo su cabello de la forma habitual (su mano cálida apoyada contra la nuca) y la besó. Primero en la boca, después en la frente, y luego en la boca otra vez. La estrechó contra su costado mientras esperaba su tostada. Helen abrió la carta.
– No lo es, ¿verdad? -dijo. Lynley no contestó-. Tommy, dime que no vas a cenar sólo eso. Eres un hombre de lo más exasperante. ¿Por qué no comes?
Lynley apretó la boca contra su cabeza.
– Pierdo la noción del tiempo. -Parecía cansado-. He pasado casi todo el día y parte de la noche con los fiscales de la Corona encargados del caso Fleming. Se ha tomado declaración a todas las partes implicadas, se han presentado los cargos, los abogados han formulado sus exigencias, se han solicitado informes y se han organizado conferencias de prensa. Me olvidé.
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