Damien Chambers vivía en una de las casas diminutas de Cross Keys Close, un laberinto de pasadizos adoquinados con farolas antiguas y una atmósfera dudosa, que alentaba a mirar hacia atrás y apresurar el paso. St. James y Helen no habían conseguido entrar en coche en la zona, (el MG no cabía, y aunque lo hubiera hecho no había sitio para dar la vuelta), de modo que lo dejaron en Bulstrode Place, al lado de la calle mayor, y se orientaron por el laberinto de pasajes hasta encontrar el número 12, donde vivía el profesor de música de Charlotte.
Estaban sentados en su sala de estar, apenas mayor que un compartimiento de un vagón de tren anticuado. Una espineta compartía el limitado espacio con un teclado eléctrico, un violoncelo, dos violines, un arpa, un trombón, una mandolina, un dulcémele, dos atriles de música ladeados y media docena de bolas de polvo, del tamaño aproximado de ratas de alcantarilla. St. James y Helen utilizaron el banco del piano para sentarse. Damien Chambers lo hizo en el borde de una silla metálica. Encajó las manos en las axilas, una postura que le hacía parecer más diminuto de su metro sesenta.
– Quería aprender a tocar la tuba -dijo-. Le gustaba su forma. Decía que las tubas parecían orejas de elefante doradas. No son de oro, por supuesto, sino de latón, pero Lottie no presta atención a los detalles. Podría haberle enseñado a tocar la tuba, sé tocar casi todo, pero su madre no quiso. Dijo que primero violín, cosa que intentamos durante seis meses, hasta que los chirridos enloquecieron a sus padres. Después dijo que piano, pero no tenían sitio en casa para poner un piano y Lottie se negó a practicarlo en su colegio. Entonces cambiamos a la flauta. Pequeña, portátil y no hace mucho ruido. Hace casi un año que estamos en ello. No es muy buena, porque no practica. Además, su mejor amiga, una niña llamada Breta, detesta escuchar y siempre quiere jugar con ella.
St. James buscó en el bolsillo la lista que Eve Bowen le había dado. La recorrió con la mirada.
– Breta -dijo.
El nombre no constaba en la lista. Y tampoco, constató con sorpresa, ninguno que no perteneciera a los adultos con quienes Charlotte se relacionaba, anotados por profesión: profesor de baile, psicoterapeuta, director de coro, profesor de música. Frunció el entrecejo.
– Sí, Breta. No sé su apellido, pero es una bribona de cuidado, según Lottie, de modo que no le será difícil localizarla si quiere hablar con ella. Birlan dulces juntas. Atormentan a los pensionistas. Se cuelan en las oficinas de corredores de apuestas, donde no deberían estar. Se cuelan en los cines. ¿No saben nada de Breta? ¿La señora Bowen no le habló de ella?
Hundió más las manos en las axilas. Como resultado, sus hombros se hundieron. Damien Chambers debía de tener unos treinta años, pero en aquella postura parecía más un contemporáneo de Charlotte que un hombre lo bastante mayor para ser su padre.
– ¿Qué llevaba cuando se marchó esta tarde? -preguntó St. James.
– ¿Qué llevaba? Su ropa. ¿Qué quiere que llevara? Aquí no se sacó nada. Ni siquiera la chaquetilla de punto. ¿Por qué iba a hacerlo?
St. James notó la mirada inquieta que Helen le dirigía. Enseñó a Chambers la fotografía que Eve Bowen les había dado.
– Sí -dijo el profesor de música-. Es lo que siempre llevaba. Su uniforme del colegio. Un color espantoso ese verde, ¿verdad?
Parece musgo. A ella no le gustaba mucho. Ahora lleva el pelo más corto que en la foto. Se lo cortó el sábado pasado. Un poco como los Beatles en sus primeros tiempos, si sabe a qué me refiero. Como un chico. Hoy se estaba quejando al respecto. Dijo que parecía un chico. Dijo que quería pintarse los labios y ponerse pendientes, para que la gente se diera cuenta de que era una niña. Dijo que Cito, como llamaba a su padrastro, pero supongo que eso ya lo sabrá, ¿no? Viene de Papacito. Está estudiando español. Pues Cito le había dicho que el lápiz de labios y los pendientes no servían de gran cosa para definir la sexualidad de quien los lleva, pero imagino que no entendió a qué se refería. La semana pasada birló a su madre un lápiz de labios. Vino a clase con los labios pintados. Parecía un payaso, porque se lo había puesto sin mirarse en el espejo y se le había salido un poco. Le dije que subiera al lavabo y se mirara en el espejo, para que viera el desastre. Tosió y se cubrió la boca con la mano, que devolvió de inmediato a la axila, y empezó a dar golpecitos en el suelo con el pie-. Es la única vez que estuvo arriba, desde luego.
Cuando Helen se puso en tensión a su lado, St. James contempló al profesor de música y reflexionó sobre los posibles motivos de su agitación, incluido el que le había impulsado a correr escaleras arriba cuando llegaron.
– Esta otra niña, Breta, ¿venía con Charlotte a clase?
– Casi siempre.
– ¿Hoy?
– Sí. Al menos Lottie dijo que Breta la había acompañado.
– ¿Usted la vio?
– No la dejaba entrar. Demasiada distracción. La hago esperar en el pub Prince Albert. Se queda cerca de esas mesas que hay en la acera. En Bulstrode Place, en la esquina.
– ¿Estuvo hoy allí?
– Lottie dijo que la estaba esperando, por eso quiso marcharse tan deprisa. Es el único lugar donde puede esperar. -Chambers tenía aspecto pensativo y tironeó del labio con los dientes-. No me sorprendería que Breta estuviera detrás de todo esto, ¿sabe? Me refiero a la fuga de Lottie. Porque se ha fugado, ¿verdad? Usted dijo que había desaparecido, pero no supondrá que hay… cómo lo diría?, una especie de juego sucio. -Hizo una mueca al pronunciar las dos últimas palabras. Su pie golpeteó con más furia.
Helen se inclinó hacia adelante. La habitación era tan diminuta que los tres casi se tocaban las rodillas. Aprovechó la proximidad para apoyar los dedos con suavidad sobre la rodilla derecha de Chambers. El hombre inmovilizó el pie al instante.
– Lo siento -dijo-. Estoy nervioso. Salta a la vista.
– Sí -dijo Helen-. Ya lo veo. ¿Por qué?
– Me deja en mal lugar, ¿no? Todo esto de Lottie. Puede que haya sido la última persona en verla. Eso no es bueno.
– Aún no sabemos quién fue la última persona que la vio -observó St. james.
– Y si sale en los periódicos… -Chambers se encogió aún más-.
Doy clases de música a niños. Si se hace público que uno de mis alumnos ha desaparecido después de una clase, puede perjudicarme. Preferiría que no sucediera. Vivo muy tranquilo aquí, y quiero que siga así.
Era lógico, admitió St, James. El modus vivendi de Chambers estaba en juego, y tanto su presencia como sus preguntas sobre Charlotte ilustraban el escaso dominio de la situación que tenía Chambers. No obstante, la reacción a su visita se le antojaba exagerada.
St. James explicó a Chambers que el secuestrador de Charlotte (suponiendo que la hubieran secuestrado, que no se hubiera escondido en casa de alguna amiga) tenía que conocer el camino que seguía al salir de su clase de música para volver a casa.
Chambers se mostró de acuerdo, pero el colegio de Charlotte estaba muy cerca de la casa de Chambers, y sólo había una forma de entrar v salir de la vecindad, el camino que habían tomado St. James y Helen, de modo que descubrir el de Lottie habría sido muy sencillo para cualquiera.
– ¿Ha observado que alguien rondara por las cercanías en los últimos días? -preguntó St. James.
Dio la impresión de que Chambers iba a contestar que sí, al menos para alejar de sí el foco de atención, pero dijo que no, en absoluto. Siempre había los policías que patrullaban a pie por la zona (era imposible no fijarse en ellos) y algún turista despistado que había acabado en Marylebone en lugar de Regent's Park. Pero aparte de ellos y los personajes habituales, como el cartero, los barrenderos y los trabajadores que iban a comer al Prince Albert, no había reparado en ningún extraño. Por otra parte, no salía mucho, de modo que el señor St. James haría bien en preguntar a los vecinos cercanos. Alguien tendría que haber visto algo, ¿no? ¿Cómo podía desaparecer una niña sin que nadie reparara en algo extraño? Si es que había desaparecido. Porque podría estar con Breta. Podría ser otra de las jugarretas de Breta.
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