Lottie bajó la vista. Era inútil tratar de verle. Sólo distinguía su contorno. Una cabeza, dos hombros, dos brazos, dos piernas. Procuraba mantenerse apartado de la luz.
Entonces se le ocurrió que la habían secuestrado. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, tan violento que la sopa se derramó del cuenco. Resbaló por su mano y cayó en la falda de su uniforme. ¿Qué pasaba cuando secuestraban a la gente?, se preguntó. Intentó recordar. Todo era cuestión de dinero, ¿verdad? Y te escondían en algún sitio hasta que alguien pagaba. Sólo que mamá no tenía mucho dinero. Pero Cito sí.
– ¿Quiere dinero de mi papá? preguntó.
El hombre resopló.
– Lo que quiero de tu papá no tiene nada que ver con el dinero.
– Pero me ha secuestrado, ¿verdad? Porque no creo que esto sea una casa de reposo y no creo que mi mamá esté aquí. Y si esto no es una casa de reposo y mi mamá no está aquí, entonces es que usted me ha secuestrado porque quiere dinero. ¿No? Porque de lo contrario…
Recordó a la hermana Agnetis, mientras paseaba de un lado a otro de la parte delantera del aula y contaba la historia de santa María Goretti, que había muerto por preservar su pureza. ¿A santa María Goretti la habían secuestrado también? ¿No había empezado igual la espantosa historia, cuando alguien se la llevaba por la fuerza, alguien ansioso por mancillar su Precioso Templo del Espíritu Santo? Lottie dejó con cuidado el cuenco en el suelo. Tenía las manos pringosas, y las secó en la falda de su mandil. No sabía muy bien cómo se mancillaba el Precioso Templo del Espíritu Santo, pero si estaba relacionado con el hecho de que un extraño te diera sopa de verduras, en ese caso debía negarse a tomarla.
– Ya he comido bastante -dijo-. Muchas gracias -recordó añadir.
– Cómela toda.
– No quiero más.
– He dicho que comas. Hasta la última gota. ¿Me has oído?
Avanzó y vertió el resto del termo en el cuenco. Pequeñas cuentas amarillas moteaban el caldo. Convergieron hasta formar un círculo, como el collar de un hada.
– ¿Necesitas ayuda?
A Lottie no le gustaba mucho su voz. Sabía a qué se refería. Le hundiría la cara de nuevo en la sopa. Sujetaría su cabeza hasta que se ahogara o comiera. Pensó que no le gustaría mucho ahogarse, de modo que cogió el cuenco. Dios la perdonaría si tomaba la sopa, ¿verdad?
Cuando terminó, dejó el cuenco en el suelo.
– He de ir al lavabo -dijo.
El hombre arrojó algo al círculo de luz. Otro cuenco, pero más profundo y grueso, con un aro de margaritas pintadas y un labio curvo alrededor del borde, como la boca de un pulpo. La niña lo miró, confusa.
– No quiero más sopa. Ya he comido la que me has dado. Quiero ir al lavabo.
– Pues ve. ¿No sabes qué es esto?
Quería que lo hiciera en el cuenco, lo cual significaba que debería hacerlo delante de él. Quería que se bajara las bragas, se agachara y meara, y él la miraría v escucharía todo el rato. Como hacía la señora Maguire en casa. Se quedaba al otro lado de la puerta y decía: «¿Has tenido un movimiento esta mañana, cariño?»
– No puedo -dijo-. Delante de ti no.
– Pues no lo llagas.
El hombre retiró el orinal. Y a continuación también el termo, el cuenco y el farol. La luz se apagó. Lottie notó que algo mullido aterrizaba a su lado. Lanzó un grito y se apartó. Un chorro de aire frío pasó sobre ella, como fantasmas salidos de un cementerio. Después oyó el ruido de la puerta al cerrarse y supo que estaba sola.
Tanteó con la mano en el suelo. Le había lanzado una manta. Olía mal y era áspera al tacto, pero la cogió, la apretó contra su estómago y trató de no pensar en que la entrega de la manta tal vez significaba una larga estancia en aquel lugar oscuro.
– Pero he de ir al lavabo -lloriqueó. Sintió un nudo en la garganta v una opresión en el pecho. «No, no, pensó. No debo, no debo»-. He de ir al lavabo.
Se sentó en el suelo. Sus labios temblaban y las lágrimas surgían a borbotones de sus ojos. Apretó una mano contra la boca y cerró los ojos. Tragó saliva e intentó empujar el nudo de su garganta hacia el estómago.
«Piensa en cosas alegres», diría su madre.
Por lo tanto, pensó en Breta. Hasta dijo su nombre en voz alta. Lo susurró.
– Breta. Mi mejor amiga, Breta.
Porque Breta era el pensamiento más alegre. Estar con Breta, contar cuentos, gastar bromas…
Se preguntó qué haría Breta en su lugar. En aquella oscuridad, ¿qué haría Breta?
«Primero mear», pensó Lottie. Breta mearía. Diría: «Usted me ha metido en este agujero oscuro, señor, pero no puede obligarme a hacer lo que usted diga. Así que voy a mear. Aquí mismo, ahora mismo. No en un orinal, sino en el suelo.»
El suelo. Tendría que haber adivinado que no era un ataúd, pensó Lottie, porque tenía suelo. Un suelo duro como roca. Sólo que…
Palpó el mismo suelo al que el hombre la había tirado, el mismo suelo con que se había dañado la rodilla. Esto sería lo primero que Breta habría hecho de haber despertado en la oscuridad.
Breta habría intentado deducir dónde estaba. Nunca se habría quedado quieta y llorado como un bebé.
Lottie sorbió por la nariz y dejó que sus dedos tantearan el suelo. Era un poco rugoso y por eso se había hecho un corte en la rodilla. Siguió la rugosidad, que tenía forma de rectángulo. Había otro rectángulo al lado del primero. Y otro.
– Ladrillos -susurró. Breta se habría sentido orgullosa de ella.
Lottie pensó en un suelo hecho de ladrillos y qué le revelaría un suelo hecho de ladrillos sobre el lugar donde estaba. Comprendió que, si se movía mucho, podría herirse. Podría tropezar, caer, precipitarse de cabeza en un pozo. Podría…
«¿Un pozo en la oscuridad? -se habría preguntado Breta. No lo creo, Lottie.›»
Continuó tanteando el suelo a gatas, hasta que sus dedos tropezaron con madera. Su superficie era áspera y astillada, con cabezas de clavos, frías y diminutas. Palpó bordes y esquinas. Sus dedos subieron por los lados. Una caja, decidió. Más de una. Un grupo.
Cuando se levantó tropezó con un tipo de superficie diferente. Era suave y curva, y cuando la sondeó con los nudillos, se movió con un sonido líquido y desigual. Un sonido familiar que le recordó el agua salada y la arena, momentos felices a la orilla del mar.
– Un cubo de plástico dijo, orgullosa de sí misma. Ni Breta lo habría hecho mejor.
Oyó como un chapoteo en el interior y bajó la cabeza para oler. No olía a nada, Hundió los dedos en el líquido y se los llevó a la lengua.
– Agua -dijo-. Un cubo de agua.
Supo al instante qué haría Breta. Diría: «Bien, he de mear, Lot», y utilizaría el cubo.
Lottie lo hizo. Vertió el agua del cubo en el suelo, se bajó las bragas y se agachó sobre el cubo. El chorro cálido de pipí manó de su cuerpo. Se apoyó sobre el borde del cubo y apretó la cabeza contra las rodillas. Le dolía una rodilla, donde el ladrillo la había cortado. Lamió el punto doloroso notó sabor a sangre. De pronto se sintió cansada y muy sola. Todos los pensamientos sobre Breta se desvanecieron como pompas de jabón.
– Quiero a mamá -susurró,
Aun así, supo exactamente qué diría Breta.
«¿Has pensado alguna vez que tal vez mamá no te quiera?»
St. james dejó a Helen y a Deborah en Marylebone High Street, frente a una tienda llamada Comestibles Pumpkin, donde una anciana que sujetaba con una correa a un impaciente foxterrier investigaba en canastos de fresas. Helen y Deborah, provistas de la foto de Charlotte Boiven, recorrerían las zonas circundantes a la Escuela Primaria de Santa Bernadette, en Blandford Street, la diminuta casa de Damien Chambers, en Cross Keys Close, y Devonshire Place Mews, cerca del final de la calle mayor. Su propósito era doble. Buscarían a alguien que hubiera visto a Charlotte la tarde anterior. Detallarían todas las rutas posibles que la niña hubiera podido tomar desde la escuela a la casa de Chambers, y desde la casa de Chambers a la suya. Su objetivo era Charlotte. El objetivo de St. James era la amiga de Charlotte, Breta.
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