Salió del Mini con esfuerzo y caminó en la oscuridad hacia la casa, preparándose para otra inmersión en la pesadilla de Laura Ashley que albergaba Lark's Haven. Corrine Payne le había dado una llave de la puerta principal, de modo que Barbara prefirió entrar por allí, no por la cocina (como había hecho la noche anterior con Robin). Las luces de la sala de estar estaban encendidas, y cuando giró la llave y abrió la puerta, oyó la voz asmática y falta de aliento de Corrine.
– ¿Robbie? Tengo una sorpresa para ti, querido.
Barbara se detuvo, vacilante. Un estremecimiento la recorrió. Había oído demasiadas veces una llamada similar («¿Barbie? ¿Barbie? ¿Eres tú, Barbie? Ven a ver, ven a ver»), y demasiadas veces había encontrado a su madre vagando por algún lugar del amplio paisaje de su demencia: tal vez planeando unas vacaciones en un lugar remoto, tal vez acariciando y doblando las ropas de un hermano que llevaba muerto casi dos décadas, tal vez espatarrada en el suelo de la cocina, haciendo bizcochos con harina, azúcar y mermelada sobre el mugriento linóleo amarillo.
– ¿Robbie? -Corrine parecía ahogarse, como si necesitara emplear el inhalador-. ¿Eres tú, querido? Mi Sammy acaba de marcharse pero tenemos una visita, y he insistido en que no se moviera hasta que tú volvieras a casa. Apuesto a que querrás verla enseguida.
– Soy yo, señora Payne -dijo Barbara-. Robin aún está trabajando.
El «oh» de Corrine fue de lo más explícito. «Es la gorda esa», implicaba su tono. Estaba sentada a una mesita colocada en el centro de la sala de estar. Tenía lugar una partida de Scrabble,y la oponente de Corrine era una joven atractiva y pecosa, de pelo color champán peinado a la moda. Detrás de ellas, sobre un estante, el canal Sky transmitía una película antigua de Elizabeth Taylor con el sonido apagado. Barbara observó el televisor. Taylor ataviada con gasas, Peter Finch de esmoquin, una atmósfera de jungla artificial y un ceñudo mayordomo nativo. La senda de los elefantes, concluyó. Siempre se extasiaba con la escena en que los paquidermos reducían a astillas la villa de Peter Finch.
Había una tercera silla ante la mesita, y la peana que sustentaba las letras del Scrabble aún continuaba montada, como indicando el puesto que había ocupado Sam Corey. Corrine vio que los ojos de Barbara caían sobre aquel tercer puesto, y apartó con indiferencia la peana de más, por si Barbara quería sentarse y probar suerte con dobles y triples puntuaciones. Al fin y al cabo, debía ser un hacha con una x, y Corrine lo intuyó.
– Ésta es Celia -presentó Corrine a su acompañante-. Tal vez haya mencionado que es la…
– Oh, por favor, señora Payne. No diga eso.
Celia emitió una risita de turbación, y sus redondas mejillas se tiñeron de rubor. Estaba llenita pero no gorda, el tipo de mujer que una podía imaginarse desnuda y reclinada en un suntuoso sofá, en algún cuadro que la identificara como «Odalisca». Así que aquélla era la futura nuera, pensó Barbara. Por algún motivo, era agradable comprobar que Robin Payne no era el tipo de hombre que necesitaba mujeres con cuerpo de escoba.
Barbara extendió la mano por encima de la mesa.
– Barbara Havers. DIC de Scotland Yard. -Se preguntó por qué había añadido lo último, como si no poseyera otra identidad.
– Ha venido por lo de la niña, ¿verdad? -preguntó Celia-. Es algo terrible.
– El asesinato suele serlo.
– Bien, nuestro Robbie llegará al fondo del asunto -afirmó Corrine-. No lo dudes ni un momento.
Plantó tres letras antes de una a: una e, una s y una t. Contó meticulosamente su puntuación.
– ¿Está trabajando con Rob? -preguntó Celia.
Cogió un bizcocho digestivo que formaba parte de una guirnalda de otros bizcochos dispuestos sobre un plato con motivos florales, en el borde de la mesa. Lo mordió con delicadeza femenina. Barbara se lo habría zampado entero, masticado con fruición y engullido con el primer líquido que tuviera a mano. En este caso era té, contenido en una tetera cubierta con una funda acolchada. La funda, como todo lo demás de la casa, era una creación de Ashley. Barbara observó que Corrine no se apresuraba a quitarla para ofrecerle una taza.
Había llegado el momento de hacer mutis por el foro, pensó. Si el «oh» de Corrine no se lo hubiera comunicado, su falta de hospitalidad habría bastado.
– Robbie está trabajando para la sargento -aclaró Corrine-. Y ella está muy contenta con él, ¿verdad, Barbara?
– Es un buen policía -contestó ésta.
– Ya lo creo. El primero de la clase en la escuela de detectives. Dos días después de terminar el cursillo ya estaba metido en un caso. ¿No es así, Barbara? -La contempló con astucia, con la esperanza de que mencionara las habilidades de Robin.
Las redondas mejillas de Celia se redondearon aún más y sus ojos azules brillaron, tal vez al pensar en las grandes posibilidades que tenía su amado de ascender en la profesión.
– Sabía que triunfaría en el DIC. Se lo dije antes de que empezara el cursillo.
– Y no un caso cualquiera, date cuenta -añadió Corrine, como si Celia no hubiera hablado-. Este caso en concreto. Un caso de Scotland Yard. Y este caso, querida -palmeó la mano de Celia-, será el gran triunfo de nuestro Robbie.
Celia sonrió y se mordió el labio inferior, como si contuviera su satisfacción. Entretanto, en la tele, los elefantes se estaban inquietando. Un toro enorme avanzaba hacia el muro exterior de la villa, siguiendo el sendero que conducía hasta el agua que el padre de Peter Finch había bloqueado arrogantemente con su impresionante villa. Faltaban unos veintidós minutos para la estampida de los elefantes, pensó Barbara. Había visto la película unas diez veces.
– Voy a acostarme -dijo-. Si Robin llega antes de media hora, dígale que suba a mi habitación, por favor. Hemos de comentar algunos detalles.
– Se lo diré, desde luego, pero imagino que nuestro Robbie ya tendrá bastante con lo que hay aquí. -Movió la cabeza en dirección a Celia, que estaba estudiando sus fichas-. Está esperando a acomodarse por completo en su nuevo trabajo. En cuanto sepa cómo manejarse, efectuará algunos cambios importantes en su vida. Cambios permanentes. ¿Verdad, querida?
Palmeó la mano de Celia, que sonrió.
– Sí -dijo Barbara-. Bien. Felicidades. Que todo vaya bien. -Se sintió idiota.
– Gracias -dijo Celia.
Dejó con delicadeza siete fichas sobre el tablero. Barbara echó un vistazo a la palabra. Con la esta de Corrine, había formado estalagmita. Corrine frunció el ceño, algo confusa, y extendió la mano hacia un diccionario.
– ¿Estás segura, querida? -preguntó.
Barbara vio que sus ojos se dilataban cuando leyó la definición. Celia se estaba divirtiendo, pero su rostro adoptó un semblante serio cuando Corrine cerró el diccionario y la miró.
– Tiene algo que ver con una formación calcárea, ¿verdad? -preguntó Celia con fingida inocencia.
– Dios mío -dijo Corrine, y se llevó la mano al pecho-. Dios mío… Necesito… Oh, Dios mío… un poco de aire… La expresión de Celia cambió. Se puso en pie.
– Tan de repente, querida -jadeó Corrine-. ¿Dónde he puesto…? ¿Dónde está mi inhalador mágico? ¿Sammy se lo ha…? ¿Lo ha cambiado de sitio?
Celia encontró el inhalador al lado del televisor. Corrió hacia Corrine y apoyó una mano con fuerza sobre su hombro, mientras la mujer inhalaba vigorosamente. Celia parecía arrepentida de estalagmita, obvia causa de la crisis de Corrine.
Interesante, pensó Barbara. Así es como se desarrollaría su relación durante los siguientes treinta años, más o menos. Se preguntó si Celia habría caído en la cuenta.
Barbara oyó que la puerta de la cocina se abría y luego se cerraba, mientras Celia volvía a sentarse a la mesa. Pasos rápidos se acercaron.
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