Rodney miró con semblante sombrío a Corsico, mientras éste devoraba el reportaje, que seguía en una página interior. Cuando terminó, se reclinó en la silla y miró a Rodnev.
– Joder -dijo-. Mierda, Rodnev.
– Exacto -dijo Rodnev.
– ¿Por qué lo ha hecho? Quiero decir, ¿qué le ha pasado? ¿Se ha convertido en un hombre de conciencia o algo por el estilo? 0 algo por el estilo, pensó Rodney. Algo, definitivamente. Dobló el periódico y lo devolvió a su bolsillo.
– Maldita sea -dijo Corsico-. Mierda. Coño. Habría jurado que mi historia sobre el PM era tan sólida como… -Miró a Rodney-. Eh, espera un momento. No pensarás que Luxford está protegiendo a Downing Street, ¿verdad? Joder, Rod. ¿Podría ser un tory camuflado?
– Camuflado no -contestó Rodney, pero el reportero no captó su ironía.
– Nuestras cifras de ventas van a dispararse, desde luego -dijo Corsico-. El presidente le besará el culo. Claro que nuestras cifras de venta han aumentado desde que Luxford se incorporó. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Qué coño significa eso?
– Significa que el tiroteo ha terminado de forma oficial -contestó Rodney. Apartó la silla e indicó al camarero por señas que le trajera la cuenta-. De momento.
Corsico le miró con expresión confusa.
– ¿Los malos y los buenos? -explicó Rodney-. ¿Dodge City? ¿Tombstone? ¿O.K. Corral? A tu gusto, Mitchell. Todo viene a ser lo mismo.
– ¿Qué? -preguntó Corsico.
Rodnev miró la cuenta y sacó el billetero. Arrojó veinte libras sobre la mesa.
– Los malos han ganado -dijo.
Reventada no era la palabra que describía mejor cómo se sentía Barbara cuando apagó el motor del Mini en lo alto del camino particular de Lark's Haven. Estaba agotada, destrozada, apalizada y hecha trizas. Prestó atención al motor del coche, que tosió sus buenos diez segundos antes de sucumbir por fin a la falta de gasolina. Cuando aquel milagro de la mecánica moderna tuvo lugar, apagó los faros y abrió la portezuela. Pero no salió.
El día había sido un desastre casi total. Ahora se estaba convirtiendo en un cenagal. Había hablado con Lynley y recibido la noticia de la desaparición de Leo Luxford, en el curso de una conversación que había consistido en el conciso recitado que Lynley había efectuado de los hechos y sus «¿Qué? ¡Puta mierda! ¿Qué?», declamados en voz progresivamente alta, a medida que iba averiguando más datos. No tenía la menor pista del paradero del niño de ocho años, concluyó el inspector, y sólo la palabra de su padre permitía sostener que el niño hubiera hablado por teléfono.
– ¿Qué opina usted? -había preguntado Barbara-. ¿Cómo huele nuestro Luxford últimamente?
La respuesta de Lynley fue lacónica. No podía correr el riesgo de tratar el caso como si no fuera un secuestro, dijo. Era lo que él estaba haciendo en Londres, al tiempo que trabajaba en el caso Bowen. Ella debía proseguir investigando el asesinato en Wiltshire. No cabía duda de que ambos casos estaban relacionados. ¿Qué había averiguado?, quiso saber.
Barbara tuvo que admitir lo peor. Después de su última confrontación con el sargento Stanley sobre el despliegue de la policía científica, se había desplazado al DIC de Amesford. Se había subido a las barbas del sargento Stanley y sostenido una moderada discusión con el superior del sargento sobre la falta de cooperación de éste. No habló a Lynley del encendedor del sargento ni de su actitud hacia ella. Lynley no la habría compadecido. Opinaba que, si deseaba abrirse paso en un mundo fundamentalmente masculino, debía aprender a dar patadas en el culo sin esperar a que su oficial superior las diera por ella.
– Ah -dijo-. Lo de siempre, ¿no?
Barbara le comunicó el resto de la información que comprendía su decepcionante informe del día. Había logrado que un equipo de la policía científica fuera a Ford para examinar el palomar que había parecido tan prometedor. La mujer de Harvie había dado permiso al equipo para inspeccionar el edificio, pero aquel detalle no era suficiente para que Barbara dedujera la absoluta inocencia del diputado en lo relativo a la desaparición de la niña. Antes bien, Barbara concluyó que la mujer de Harvie era una estupenda actriz, o no sabía nada sobre las maniobras clandestinas de su marido. Aunque costaba creer que hubieran retenido a una niña de diez años en un palomar que apenas distaba unos metros de la casa sin que la señora Harvie lo supiera, circunstancias desesperadas exigían conclusiones desesperadas. Mientras existiera una posibilidad de que Charlotte hubiera estado en el palomar, Barbara se encargaría de que el palomar fuera examinado.
Del ejercicio no obtuvo otra cosa que la aversión de la policía científica. Nada en comparación con lo que sintieron las palomas.
La única luz al final del túnel de decepciones del día fue la información del forense, en el sentido de que los componentes de la grasa encontrada en las uñas de Charlotte Bowen coincidían con los de la grasa encontrada en el garaje de Howard Short. Sin embargo, ambas muestras constituían una mezcla normal de grasa de eje, y Barbara se vio obligada a admitir que encontrarla bajo las uñas de alguien, o en algún lugar de una comunidad agrícola, era tan relevante como encontrar escamas en las suelas de los zapatos de alguien que trabajara en el mercado de Billingsgate.
Su única esperanza estaba depositada en el agente Payne. Le había enviado cuatro mensajes telefónicos diferentes durante el día, y cada uno documentaba su búsqueda a través del condado. El primero había sido el que Barbara había recibido en Marlborough. Los siguientes fueron de Swindon, Chippenham y Warminster. Consiguieron ponerse en contacto por fin en la última llamada, cuando Barbara ya había regresado, fracasada, a la comisaría de Amesford desde el palomar de Harvie.
– Pareces hecha polvo -comentó Robin.
Barbara le resumió los acontecimientos del día, empezando con la autopsia y terminando con la pérdida de tiempo y potencial humano que había representado la ida al palomar. Robin la escuchó en silencio desde su cabina telefónica (se oía el ruido de los camiones que pasaban), y cuando terminó el agente dijo con astucia:
– Y además, el sargento Stanley se ha comportado de una manera desagradable, ¿no? -No le dio la oportunidad de contestar-. Es su estilo, Barbara. No tiene nada que ver contigo. Lo hace con todo el mundo.
– Bien. -Barbara sacó un cigarrillo de su paquete y lo encendió-. Alguna pista hemos encontrado.
Le habló del uniforme de Charlotee Bowen, dónde lo habían encontrado y dónde afirmaba el mecánico Howard Short haberlo conseguido.
– Yo también tengo mis propias pistas -dijo Robin-. Las comisarías de policía locales han contestado a algunas preguntas que el sargento Stanley no se tomó la molestia de hacer.
No dijo nada más, pero su voz vibraba con un entusiasmo que parecía ansioso por controlar, como si no fuera un sentimiento propio de un agente detective.
– Voy a investigar un poco más por aquí -se limitó a decir-. Si encuentro algo sólido serás la primera en saberlo.
Barbara agradeció la consideración del agente. Ya había quemado más de un puente con el sargento y su superior durante el día. Sería agradable conseguir algo (una pista decente, una prueba, un testigo de algo) que paliara el daño inferido a su credibilidad con la inútil inspección del palomar.
Había pasado el resto del día repasando los informes enviados por los agentes del sargento Stanley. Aparte del mecánico en posesión del uniforme escolar de Charlotte Bowen, no habían descubierto nada. Después de hablar con Lynley y enterarse del secuestro de Leo Luxford, había convocado a los diversos equipos en la oficina para informarles del nuevo secuestro y distribuir la fotografía y características del niño.
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