Robin disminuyó la velocidad del Escort a un kilómetro del pueblo. Giró a la derecha y se internó por una pista tan estrecha y cubierta de hierba que Barbara habría sido incapaz de distinguirla en caso de haber ido sola. La pista ascendió enseguida hacia el este, bordeada a un lado por el brillo de una alambrada y al otro por una hilera de abedules plateados. La carretera estaba sembrada de baches, y el campo que se extendía más allá de la alambrada invadido por malas hierbas.
Llegaron a un hueco abierto entre los abedules, y Robin dobló por él, hasta llegar a una pista de guijarros y raíces gruesas. Los árboles eran robustos, pero torcidos por décadas de viento. Se cernían sobre la pista como marineros artríticos.
La pista moría en una verja formada por alambre y postes. A su derecha, una vieja cancela colgaba en ángulo como un barco escorado, y Robin condujo a Barbara hasta ella, después de rebuscar en el maletero del Escort y sacar una linterna, que le entregó. Él cogió un farol de campamento.
– Por aquí -dijo.
«Por aquí» era a través de la vieja cancela, que Robin empujó con rudeza hasta que se encajó en un montículo de barro seco. La cancela cerraba un prado en cuyo centro se alzaba una enorme forma cónica. En la oscuridad, recordaba a una nave espacial. La estructura descansaba sobre el punto más elevado de la zona circundante. Campo tras campo se hundía en la negrura por tres de sus lados, mientras el cuarto, a unos cincuenta metros de distancia, la forma borrosa de un edificio semiderruido, cerca de la carretera por la que habían venido, testimoniaba que alguien lo había habitado en otro tiempo.
El silencio era absoluto y el aire frío. El intenso olor a tierra húmeda y excrementos de oveja colgaba sobre ellos como una nube a punto de estallar. Barbara hizo una mueca y se arrepintió de no haber traído una chaqueta para protegerse del frío.
Cruzaron una extensión de hierba abundante para llegar al edificio. Barbara alzó su linterna para iluminar el exterior. Vio los ladrillos. Se elevaban en la oscuridad y estaban coronados por un montículo de tejado metálico blanco. Desde el alero circular del tejado se inclinaban hacia arriba y hacia abajo los restos astillados de cuatro largos brazos de madera, cubiertos otrora por lo que parecían contraventanas. Ahora, quedaban huecos irregulares en los brazos, donde las tormentas habían arrancado las contraventanas a lo largo de los años, pero aún persistía lo bastante de la forma original para comprender lo que Barbara estaba viendo la luz de la linterna.
– Un molino de viento -dijo.
– Para el trigo.
Robin movió su farol apagado en un gesto que abarcó no sólo los campos ondulados que se alejaban hacia el sur, este y oeste, sino también el edificio que se alzaba hacia el norte, próximo a la carretera.
– En otros tiempos -dijo- había molinos de trigo a lo largo del río Bedwyn, antes de que el agua fuese desviada para construir el canal. Cuando eso sucedió, surgieron muchos lugares como éste. Ahora, si nadie se interesa por salvarlos, se derruirán definitivamente. Este lleva abandonado unos diez años. La casa también. Está junto a la carretera.
– ¿Conoces el lugar?
– Ya lo creo. -Lanzó una risita-. Y todos los lugares en treinta kilómetros a la redonda de mi casa donde un mozo cachondo de diecisiete años llevaba a su chica favorita las noches de verano. Es algo inherente a crecer en el campo, Barbara. Todo el mundo sabe adónde ir si quiere un poco de juerga. Supongo que en la ciudad pasa lo mismo, ¿no?
Barbara no lo sabía. El folleteo no había sido una de sus actividades habituales.
– Sí, desde luego -contestó, no obstante.
Robín exhibió la sonrisa reveladora de que se acababa de intercambiar información personal y se ha añadido otro eslabón a la cadena de la amistad. Si supiera la verdad sobre su deprimente vida amorosa, pensó Barbara, la catalogaría como la anomalía del siglo, sin considerar que compartían una historia común de travesuras sexuales, sólo diferenciada por vivir en lugares distintos. Barbara no se había dado un revolcón con nadie en la adolescencia, y lo que había hecho de adulta estaba tan borrado de su memoria que ni siquiera recordaba con quién había compartido aquel fugaz momento de éxtasis. ¿Se llamaba Michael? ¿Martin? ¿Mick? No se acordaba. Sólo recordaba un par de botellas de vino barato, suficiente humo de cigarrillo para contaminar a toda una ciudad, música ensordecedora que sonaba a Jimi Hendrix coloca-do (cosa que debía ser normal en Jimi Hendrix, ahora que lo pensaba), y un suelo compartido por otras seis parejas enzarzadas en momentos de éxtasis como el suyo. Ay, volver a las alegrías de los veinte años.
Siguió a Robin bajo una galería desvencijada que rodeaba el exterior del molino, a la altura del primer piso. Pasaron junto a dos viejas ruedas de molino tiradas en el suelo, criando liquen, y se detuvieron ante una puerta de madera arqueada. Robin se dispuso a abrirla, pero Barbara se lo impidió. Dirigió su linterna hacia la puerta, examinó sus viejos paneles de arriba abajo, y luego desvió el haz hacia un cerrojo a la altura del hombro. Era de latón, y nuevo. Su estómago se tensó al pensar en su posible significado.
– Eso pensé yo -dijo Robin en voz baja-. Cuando lo vi, después de examinar molinos de agua, aserraderos y toda clase de molinos de viento, tuve que orinar enseguida, o me lo habría hecho encima. Hay más dentro.
Barbara metió la mano en el bolso y sacó un par de guantes.
– ¿Has traído…?
– Sí -contestó él, y extrajo unos arrugados guantes de trabajo del bolsillo de la chaqueta. Cuando sus manos estuvieron protegidas, Barbara asintió y Robin empujó la puerta. Entraron.
La habitación tenía suelo y paredes de ladrillo. Carecía de ventanas, estaba fría y húmeda como una tumba y olía a polvo, cagarrutas de rata y fruta podrida.
Barbara se estremeció.
– ¿Quieres mi chaqueta? -preguntó Robin.
Barbara rehusó, mientras Robin se acuclillaba y encendía su farol. Le dio toda la potencia. Cuando la luz disipó las tinieblas, no hubo necesidad de linterna. Barbara la apagó y la dejó sobre unas cajas de madera amontonadas al fondo de la pequeña habitación circular. De esas cajas procedía el olor a fruta podrida. Barbara destapó una. Había docenas de manzanas en su interior.
Otro olor impregnaba también el aire, y Barbara intentó identificar y localizar su origen, en tanto Robin retrocedía hasta una angosta escalera que conducía a una trampilla practicada en el techo. Se agachó junto a un peldaño y la miró un momento.
– Son heces -dijo.
– ¿Qué?
– El otro olor. Son heces.
– ¿De dónde vienen? Robin movió la cabeza en dirección al otro lado de las cajas.
– Me pareció como si alguien hubiera… -Se encogió de hombros y carraspeó, tal vez disgustado con aquel momento de objetividad fallida-. Aquí no hay retrete. Sólo eso.
«Eso» era un cubo de plástico amarillo. Barbara vio el triste montoncito de heces en su interior. Yacía en un charco de líquido que apestaba a orina.
Barbara suspiró.
– Bien. Muy bien -dijo, y empezó a mirar en el suelo.
Encontró la sangre en el centro, sobre un ladrillo algo desviado de los otros, y cuando levantó la cabeza y miró a Robin vio que él ya había descubierto la sangre en su visita anterior.
– ¿Qué más? -preguntó.
– Las cajas. Echa un vistazo al lado derecho de la tercera contando desde abajo. Tal vez necesitas un poco más de luz.
Barbara encendió la linterna. Vio lo que él había visto: tres fibras enganchadas en una astilla que sobresalía del borde de una caja. Se agachó y acercó la luz. No estaba segura, por culpa de las sombras, de modo que sacó un pañuelo de papel del bolso y lo colocó detrás para que contrastara. Eran verdes, el mismo verde turbio del uniforme escolar de Charlotte.
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