– ¿Perdón? -dijo Denton.
– Nada -contestó Lynley.
– ¿Cena esta noche, pues?
Lynley movió la cabeza en dirección al aparador. -Recalientas eso.
Denton vio la luz por fin.
– ¿He cocinado demasiado? Es que no sabía con seguridad si «uno» quería decir «uno». -Dirigió una mirada cautelosa hacia la silla de Helen-. 0 sea, recibí su nota, pero pensé que tal vez lady Helen… -Consiguió parecer ansioso, arrepentido y preocupado al mismo tiempo-. Ya sabe cómo son las mujeres.
– No tan bien como tú, desde luego -replicó Lynley. Dejó que Denton quitara los platos y se marchó a New Scotland Yard.
Havers le telefoneó mientras se abría paso penosamente entre las hordas de trabajadores que se desplazaban en coche a sus centros de trabajo, los viajeros cargados con maletines y- los autocares turísticos de dos pisos que obstruían todas las arterias cercanas a la estación Victoria. Habían encontrado el probable lugar donde habían retenido a Charlotte Bowen, informó con una voz que se esforzaba por sonar indiferente, pero no conseguía eliminar del todo la insinuación de orgullo que sentía por su logro. Era un molino de viento, no lejos de Great Bedwyn y, mucho más importante, a un kilómetro del canal Kennet y Avon. No del mismo sitio del canal donde habían arrojado el cadáver, dése cuenta, pero con una barca alquilada expresamente para ese propósito, el asesino podría haber ocultado el cuerpo bajo el puente, puesto rumbo a Allington, arrojado a la niña entre las cañas y seguido su camino. 0 podría haberla transportado en coche hasta allí, porque no estaba tan lejos y Robin había dicho…
– ¿Robín? -preguntó Lynley. Frenó para no arrollar a un chico peinado a lo mohicano, con una anilla que perforaba su tetilla izquierda y un carrito de niño forrado de negro.
– Robin Payne, ¿recuerda? El agente con el que estoy trabajando. Me alojo en la…
– Ah, sí. Ya caigo. Robin.
No lo recordaba. Estaba demasiado concentrado en sus propios problemas, pero ahora lo recordó. Y a juzgar por el tono alegre de Havers, se preguntó qué estaría detectando en Wiltshire, además de la identidad de un asesino.
Barbara explicó a continuación que había dejado a la policía científica en el molino. Volvería tan pronto como comiera algo. Aún no había comido porque había llegado muy tarde y no había dormido mucho la noche anterior y pensaba que se merecía un pequeño descanso, así que…
– Havers, cálmese. Lo está haciendo muy bien.
Ojalá pudiera decir lo mismo de él, pensó Lynley.
Al llegar a New Scotland Yard, Dorothea Harriman le informó con generosidad de que el subcomisionado Hillier estaba al acecho, de modo que tal vez el inspector Lynley preferiría pasar desapercibido hasta que la atención del subcomisionado se viera atraída hacia algo que no fuera el caso Bowen.
– ¿Acaso sabes en qué estoy trabajando, Dee? -preguntó Lynley, movido por la curiosidad-. Pensaba que era alto secreto.
– No existen secretos en el lavabo de señoras -replicó la mujer. Brillante, pensó Lynley.
Su escritorio era un caos de información acumulada. Entre carpetas, informes, faxes y mensajes telefónicos, había un ejemplar del Source de aquella mañana. Llevaba sujeto una nota de Winston Nkata, escrita con su letra microscópica. Lynley se caló las gafas y leyó: «¿Preparado para la mierda que se nos viene encima?» Dejó la nota y contempló la primera plana del periódico. Por lo que podía ver, Dennis Luxford había seguido las instrucciones del secuestrador al pie de la letra, escribiendo el artículo en que delataba su relación con Eve Bowen. Lo acompañaba con fechas y períodos de tiempo relevantes. Lo relacionaba con el secuestro y asesinato de la hija de Bowen. Escribía que asumía la responsabilidad de la muerte de Charlotte por negarse a revelar la verdad antes de aquel momento, pero no mencionaba lo que le había impulsado a escribir el artículo: el secuestro de su hijo. Estaba haciendo todo lo posible por salvar a su hijo. 0 eso parecía.
El frenesí de los medios de comunicación que se cebaba en Eve Bowen aumentaría. Pondría en primer plano a Luxford, cierto, pero el interés de los periódicos en él no sería nada comparado con el deseo de lanzarse sobre ella. Aquella consideración (lo que Eve Bowen iba a afrontar y lo acertado de su predicción) inquietó a Lynley. Dejó el Source a un lado y empezó a examinar el material acumulado sobre el escritorio.
Echó un vistazo al informe de la autopsia que Havers le había enviado por fax desde Wiltshire. Leyó lo que ya sabía: la muerte no había sido accidental. Primero, habían dejado inconsciente a la niña, para que muriera sin resistirse. La sustancia utilizada para drogarla era un derivado de la benzodiapina llamado diazepan. Su nombre vulgar era valium. Una droga que se recetaba, utilizada a veces como sedante y en otras como tranquilizante. En cualquier caso, suficiente cantidad en el flujo sanguíneo producía el mismo efecto: inconsciencia.
Lynley subrayó la identificación del fármaco en el informe y dejó el fax a un lado. Valium, pensó, y buscó entre los demás papeles, en busca del informe forense que había ordenado el día anterior en el edificio abandonado de Marylebone. Lo encontró sujeto a un mensaje en el cual se le pedía que llamara a alguien llamado Figaro en el S07, el laboratorio científico forense situado al otro lado del río.
Mientras marcaba el número, leyó el informe adjunto de la división química del laboratorio. Habían terminado el análisis de la pequeña astilla azul que Lynley había encontrado en la cocina del edificio abandonado de George Street. Tal como sospechaba, se trataba de una droga. Y era diazepan, concluían, un derivado de la benzodiapina conocida como valium. Bingo, pensó Lynley. -Figaro -contestó con brusquedad una voz de mujer. Cuando Lynley se identificó, preguntó-. ¿Qué clase de enchufes tiene, inspector Lynley? Hay trabajo atrasado de seis semanas, pero cuando los objetos del Porsche llegaron al laboratorio ayer nos dijeron que era prioritario. Tuve a gente trabajando aquí toda la noche.
– El ministro del Interior está interesado -dijo Lynley.
– ¿Hempton? -La mujer lanzó una carcajada sardónica-. Sería mejor que se interesara en el aumento de la criminalidad, ¿no? Esos energúmenos del Frente Nacional estaban armando un cirio anoche delante de la casa de mi madre. En Spitalfields, me refiero.
– Si le veo se lo comentaré -dijo Lynley-. Le devuelvo su llamada, señorita… -añadió, con la esperanza de cambiar de tema.
– Doctora -rectificó la mujer.
– Lo siento, doctora Figaro.
– Bien. Vamos a ver. -Oyó ruido de revistas que caían unas sobre otras y después el crujido de hojas al volverlas-. Porsche -murmuró-. ¿Dónde he…? Aquí? Déjeme sólo un…
Lynley suspiró, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Ya los notaba cansados, y la jornada no había hecho más que empezar. Sólo Dios sabía cómo se sentiría al cabo de quince horas.
Mientras la doctora Figaro seguía pasando hojas al otro extremo de la línea, Winston Nkata apareció en el umbral de la puerta. Levantó ambos pulgares, por lo visto en referencia a lo que contenía la agenda de piel que sujetaba en la mano. Lynley le indicó por señas que se sentara.
– Exacto -dijo Figaro-. Hay una coincidencia de cabellos.
– ¿Cabellos? -preguntó Lynley.
– Del Porsche, inspector. Quería que lo peináramos, ¿no? Bien, fue peinado y encontramos unos cabellos en la parte posterior. Rubios y castaños. Los castaños coinciden con el cabello encontrado en la casa de Bowen.
– ¿Qué cabellos de la casa de Bowen?
Nkata levantó una mano.
– De la niña. -Movió los labios en silencio-. Fui a buscarlos.
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