Elizabeth George - Una Dulce Venganza

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Se trataba de un fin de semana en que iba a celebrarse un compromiso de matrimonio. Pero cuando el Detective Inspector Thomas Lynley y su novia, Deborah Cotter, llegan a Howenstow, la casa familiar de Lynley, se encuentran con una atmósfera llena de tensión.
Para el amigo de Lynley, el científico forense Simon Allcourt-St. James, que se enfrenta con el doble dolor de perder a Deborah y observar como su hermana está envuelta en una relación insatisfactoria, el fin de semana se alargará interminablemente. Sólo la presencia de su vieja amiga, Helen Clyde, le produce algún consuelo. También para Lynley, alejado largo tiempo de su madre y ahora enfrentado al hecho de que su joven hermano ha vuelto a la dependencia de las drogas, el hogar está lleno de recuerdos tormentosos que le gustaría olvidar.
Entonces, un periodista es encontrado asesinado en el pueblo cercano de Nanrunnel, y la fiesta de compromiso pasa a un segundo plano. A pesar de que el crimen está fuera de la jurisdicción de Lynley como investigador de Scotland Yard, pronto surgirá su preocupación ante la mayoría de las evidencias no sólo hacia el hombre que administra sus tierras, sino incluso hacia la propia familia de Lynley.

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Lady Helen descendió la escalera. Cotter intentó disuadirla con un ademán.

– Puedo arreglármelas -dijo-. No se moleste.

– Me encantan las molestias. Tanto como a ti.

Cotter sonrió ante su respuesta, porque sus esfuerzos nacían del amor de un padre por su hija pródiga, y lady Helen lo sabía. Cotter le tendió el enorme paquete plano que intentaba transportar bajo el brazo, pero no soltó ni un momento el baúl.

– ¿Deborah vuelve a casa?

Lady Helen habló en voz baja. Cotter la imitó.

– Sí. Esta noche.

– Simon no me ha dicho nada.

Cotter procedió a sujetar mejor el baúl.

– Muy propio de él, ¿verdad? -respondió con tono sombrío.

Subieron el tramo de escaleras restante. Cotter introdujo el baúl en el dormitorio de su hija, a la izquierda del rellano, mientras lady Helen se detenía ante la puerta del laboratorio. Apoyó el paquete contra la pared, y tabaleó con los dedos sobre ella mientras observaba a su amigo. St. James no levantó la vista de su trabajo.

Siempre había constituido su defensa más eficaz. Mesas de trabajo y microscopios devenían murallas que nadie podía escalar, y el trabajo incesante un narcótico que aliviaba el dolor de la pérdida. Lady Helen paseó la mirada por el laboratorio, y por una vez no lo vio como el centro de la vida profesional de St. James, sino como el refugio en que se había transformado. Era una habitación amplia, que olía débilmente a formalde-hído. Las paredes consistían en atlas anatómicos, diagramas y estanterías; el suelo, en madera dura, vieja y crujiente; el techo, en una claraboya por la cual penetraba una luz lechosa que proporcionaba una luminosidad impersonal. Los muebles se reducían a mesas destartaladas, taburetes altos, microscopios, ordenadores y diversos instrumentos para examinar cualquier cosa, desde sangre a balas. A un lado, una puerta comunicaba con el cuarto oscuro de Deborah Cotter. Pero esa puerta había permanecido cerrada durante todos sus años de ausencia. Lady Helen se preguntó qué haría St. James si ella la abría ahora, utilizándola como una inevitable invasión en las honduras de su corazón.

– ¿Deborah vuelve a casa esta noche, Simon? ¿Por qué no me lo has dicho?

St. James sacó una placa del microscopio y la reemplazó por otra, ajustando los tornillos para aumentar el tamaño. Después de estudiar este nuevo espécimen, tomó unas cuantas notas.

Lady Helen se inclinó sobre la mesa de trabajo y apagó la luz del microscopio.

– Deborah vuelve a casa -dijo con suavidad-. No me has comentado nada al respecto en todo el día. ¿Por qué, Simon? Dímelo.

En lugar de responder, Simon miró hacia atrás.

– ¿Qué sucede, Cotter?

Lady Helen giró sobre sus talones. Cotter estaba de pie en el umbral, el ceño fruncido, secándose la frente con un pañuelo de lino blanco.

– No será necesario que vaya a buscar a Deb al aeropuerto, señor St. James -dijo a toda prisa-. Lord Asherton se ocupará de ello. Yo también iré. Me telefoneó hace menos de una hora. Todo está arreglado.

El tic tac del reloj de pared fue la única respuesta al anuncio de Cotter, hasta que el frenético llanto de un niño, teñido de indignación, atronó la calle. St. James volvió a la vida.

– Bien, estupendo. Tengo una montaña de trabajo esperándome.

Lady Helen experimentó el tipo de consternación que exige ir acompañada de un grito de protesta. El mundo que conocía estaba adoptando una nueva forma, compuesta de piezas desafortunadas. Ansiosa por formular la pregunta obvia, desvió la vista de St. James a Cotter, pero la reserva de ambos se lo impidió. De todas maneras, adivinó que Cotter deseaba añadir algo más. Parecía esperar que el otro hombre hiciera el comentario adicional que le daría pie, pero St. James se limitó a pasear una mano por su rebelde cabello negro. Cotter cambió de posición.

– Bien, iré a ocuparme de mis obligaciones.

Salió de la habitación, despidiéndose con un movimiento de cabeza, pero sus hombros parecían más hundidos y su paso más lento.

– A ver si lo he comprendido bien -dijo lady Helen-. Tommy irá a buscar a Deborah al aeropuerto. Tommy. ¿Tú no?

Una pregunta bastante razonable. Thomas Lynley, lord Asherton, era un viejo amigo de St. James y de lady Helen, y también una especie de colega, porque durante los últimos diez años había trabajado en el departamento de Investigación Criminal de New Scotland Yard. En calidad de ambas cosas, había visitado con frecuencia la casa de St. James en Cheyne Row. Pero ¿cómo demonios había llegado a conocer tan bien a Deborah Cotter para ser la persona que la iba a recibir al aeropuerto después de su ausencia, para telefonear a su padre y comunicarle con toda frialdad que ya lo había dispuesto todo, como si fuera…? ¿Qué demonios significaba Tommy para Deborah? Lady Helen no cesaba de plantearse estas preguntas.

– Fue a verla a Estados Unidos -contestó St. James-. Varias veces. ¿No te lo contó, Helen?

– Santo cielo. -Lady Helen se mostró estupefacta-. ¿Cómo lo sabes? No creo que Deborah te lo dijera, y en cuanto a Tommy, sabe muy bien que tú siempre…

St. James la interrumpió.

– Cotter me lo dijo el año pasado. Supongo que ha dedicado cierto tiempo a preguntarse por las intenciones de Tommy, como haría cualquier padre.

Su tono seco y conciso era muchísimo más expresivo que cualquier comentario surgido de su boca. Lady Helen se compadeció de él.

– Habrá sido horrible para ti estar separado de ella todo este tiempo, ¿verdad?

St. James acercó otro microscopio y concentró su atención en eliminar una mota de polvo que, al parecer, se había adherido con terquedad al objetivo.

Lady Helen le observó, comprendiendo con toda claridad que el paso del tiempo, combinado con su defecto físico, se habían aliado para degradarle como hombre a sus propios ojos año tras año. Quiso explicarle lo equivocado e injusto de tal situación. Quiso decirle que en nada iba a cambiar las cosas. Sin embargo, sabía que bordearía peligrosamente la piedad, y no quería herirle al manifestar una compasión que él no deseaba.

El ruido de la puerta principal al cerrarse la salvó de añadir nada más. A continuación se oyeron unos pasos rápidos. Subían los escalones de tres en tres sin tomarse ni un descanso para respirar, como heraldos de la única persona que poseía la energía suficiente para subir una escalera tan empinada en tan poco tiempo.

– Sabía que te encontraría aquí -anunció Sidney St. James, besando a su hermano en la mejilla. Se dejó caer sobre un taburete y saludó con su estilo personal a lady Helen-. Me encanta ese vestido, Helen. ¿Es nuevo? ¿Cómo puedes tener un aspecto tan formal a las cuatro y cuarto de la tarde?

– Hablando de aspectos formales…

St. James echó un vistazo a la inusual indumentaria de su hermana.

Sidney lanzó una carcajada.

– Pantalones de cuero. ¿Qué pensabas? También hay un abrigo de pieles, pero se lo dejé al fotógrafo.

– Una combinación bastante calurosa para el verano -indicó lady Helen.

– ¿A que es brutal? -corroboró con alegría Sidney-. Me han tenido en el Albert Bridge desde las diez de la mañana, en pantalones de cuero, abrigo de pieles y nada más. Subida en un taxi de 1951, y el conductor… me gustaría que alguien me dijera de dónde sacan esos modelos masculinos, me miraba como un pervertido. Ah, sí, y un poco de exhibición au naturel aquí y allá. Mi au naturel, para ser exacta. Lo único que el chófer tenía que hacer era mirarme como Jack el Destripador. Le pedí prestada esta camisa a uno de los técnicos. Se ha decretado un descanso, así que se me ocurrió pasar a verte. -Paseó una mirada curiosa por la habitación-. Bien. Son más de las cuatro. ¿Dónde está el té?

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