Elizabeth George - Una Dulce Venganza

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Se trataba de un fin de semana en que iba a celebrarse un compromiso de matrimonio. Pero cuando el Detective Inspector Thomas Lynley y su novia, Deborah Cotter, llegan a Howenstow, la casa familiar de Lynley, se encuentran con una atmósfera llena de tensión.
Para el amigo de Lynley, el científico forense Simon Allcourt-St. James, que se enfrenta con el doble dolor de perder a Deborah y observar como su hermana está envuelta en una relación insatisfactoria, el fin de semana se alargará interminablemente. Sólo la presencia de su vieja amiga, Helen Clyde, le produce algún consuelo. También para Lynley, alejado largo tiempo de su madre y ahora enfrentado al hecho de que su joven hermano ha vuelto a la dependencia de las drogas, el hogar está lleno de recuerdos tormentosos que le gustaría olvidar.
Entonces, un periodista es encontrado asesinado en el pueblo cercano de Nanrunnel, y la fiesta de compromiso pasa a un segundo plano. A pesar de que el crimen está fuera de la jurisdicción de Lynley como investigador de Scotland Yard, pronto surgirá su preocupación ante la mayoría de las evidencias no sólo hacia el hombre que administra sus tierras, sino incluso hacia la propia familia de Lynley.

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En la calle Bateman, a corta distancia de la plaza, distinguió el letrero que iba buscando, balanceándose sobre un maloliente restaurante italiano. «Kat's Krad-le», anunciaba, y una flecha indicaba el oscuro callejón de al lado. La ortografía era absurda, [1]un intento de aparentar ingenio que Tina consideró de lo más repelente, pero ella no había elegido el lugar de la cita, así que caminó hasta la puerta y bajó la escalera que, como el callejón en que el club estaba ubicado, se hallaba cubierta por una capa de serrín y olía a alcohol, vómito y retretes.

Todavía era temprano y había poca gente en el Kat's Kradle, confinada en algunas mesas dispersas alrededor de una pista de baile, digna de un sello de correos. A un lado, los músicos tocaban una melancólica pieza de jazz, a base de saxo, piano y batería, mientras la cantante, apoyada contra un taburete de madera, fumaba con aire taciturno y aspecto de mortal aburrimiento, a la espera del momento apropiado para desgranar algunos sonidos en el micrófono cercano.

La oscuridad reinaba en la sala, apenas iluminada por un débil foco azul concentrado en el grupo, velas en las mesas y una luz en la barra. Tina se aproximó a ésta, tomó asiento en un taburete, pidió un gin-tonic al camarero y admitió para sus adentros que la elección del local, pese a su suciedad, había sido muy inspirada, lo mejor que el Soho podía ofrecer para que la transacción pasara inadvertida.

Bebida en ristre, procedió a un sucinto examen de los presentes, una primera ojeada de la que sólo obtuvo una impresión de cuerpos, una espesa nube de humo producida por los cigarrillos, el ocasional brillo de las joyas, la llama de un encendedor o una cerilla. Conversaciones, risas, intercambio de dinero, parejas deslizándose sobre la pista de baile. Y entonces le vio, un joven sentado a solas en la mesa más alejada de la luz. Sonrió ante la visión.

Era muy propio de Peter escoger un lugar de estas características, donde no correría el riesgo de ser visto por su familia o alguno de sus amigos pijos. Nadie le censuraría en el Kat's Kradle. Eludía el temor a tener problemas, a ser malinterpretado. Había elegido bien.

Tina le observó. Notó una sensación cosquilleante en el estómago, anticipando el momento en que él la vería a través del humo y las parejas que bailaban. Sin embargo, ignorante de su presencia, tenía la vista clavada en la puerta y recorría con los dedos su corto cabello rubio, presa de una nerviosa agitación. Tina le examinó con interés durante varios minutos, le vio pedir y vaciar dos copas en rapidísima sucesión, notó que la expresión de su boca se endurecía a medida que transcurrían los minutos y su necesidad se hacía más perentoria. A juzgar por lo que veía, iba muy mal vestido para ser el hermano de un conde; llevaba una chaqueta de cuero raída, tejanos y una camiseta con la inscripción semiborrada Hard Rock Cafe. Un pendiente de oro colgaba de un lóbulo, y de vez en cuando lo manoseaba como si fuera un talismán. Mordisqueaba sin cesar las uñas de la mano izquierda. Se golpeaba espasmódicamente la cadera con el puño derecho.

Se levantó con brusquedad cuando un grupo de ruidosos alemanes entró en el club, pero se derrumbó en la silla cuando comprendió que la persona a la que buscaba no venía con ellos. Extrajo un cigarrillo de un paquete que guardaba en la chaqueta y se palpó los bolsillos, pero no sacó ni encendedor ni cerillas. Un momento después apartó la silla, se levantó y caminó hacia la barra.

Ven a los brazos de mamá, pensó Tina sonriendo para sus adentros. Hay algunas cosas en la vida absolutamente predestinadas a suceder.

Cuando su acompañante aparcó el Triumph en un espacio libre de Soho Square, Sidney St. James comprendió que el joven tenía los nervios a flor de piel. Todo su cuerpo estaba tenso. Incluso sus manos aferraban el volante con un evidente esfuerzo por controlarse. Estaba a punto de estallar, pero intentaba disimularlo. Admitir la necesidad sería como dar un paso hacia admitir la adicción. Y él no era un adicto. No, Justin Brooke, científico, bon vivant, director de proyectos, ensayista, acaparador de premios, no era un adicto.

– Te has dejado las luces encendidas -le dijo Sidney con severidad. Él no respondió-. He dicho que te has dejado las luces encendidas, Justin.

Las apagó. Sidney presintió más que vio un movimiento en su dirección, y un momento después notó sus dedos en la mejilla. Quiso apartarse cuando se deslizaron sobre su cuello y se posaron sobre el pequeño bulto de sus pechos, pero en cambio sintió la rápida respuesta de su cuerpo a la caricia, dispuesto a entregarse, como si fuera una criatura sobre la que careciera de control.

Entonces, un ligero temblor en la mano de Justin, nacido de la ansiedad, le dijo que su caricia era falsa, un apaciguamiento momentáneo de los sentimientos que experimentaba ella, previo a la repugnante transacción. Le apartó.

– Sid.

Justin esgrimía un grado respetable de provocación sensual, pero Sidney sabía que estaba subyugado en mente y cuerpo por aquel callejón mal iluminado que nacía en el extremo sur de la plaza. Él se esforzaba por ocultárselo. Incluso ahora se inclinó hacia ella, como para demostrar que lo más importante de su vida en este momento no era su necesidad de la droga, sino el deseo de poseerla. Sidney reunió fuerzas para rehuir su tacto.

Sus labios, seguidos de su lengua, se movieron sobre el cuello y los hombros de Sidney. Cerró la mano sobre su pecho. El pulgar rozó su pezón con caricias deliberadas. Murmuró su nombre. La volvió hacia él. Y, como siempre, fue como fuego, como una pérdida, como una completa abdicación de todo sentido común. Sidney deseó besarle. Abrió la boca para recibirle.

Él gruñó y se apretó más contra ella, la tocó, la besó. Sidney deslizó la mano sobre su muslo para acariciarle a su vez. Y entonces comprendió.

Fue un brusco descenso a la realidad. Se apartó de él, le miró a la luz mortecina de las farolas.

– Fantástico, Justin. ¿Creías que no lo iba a notar?

Él desvió la mirada. La cólera de la joven aumentó.

– Ve a comprar tu jodida droga. Para eso hemos venido, ¿verdad? ¿O debía pensar que era para otra cosa?

– Quieres que vaya a esa fiesta, ¿no? -preguntó Justin.

Era un viejísimo intento de sacudirse de encima la culpa y la responsabilidad, pero esta vez Sidney se negó a seguirle el juego.

– No me vengas con ésas. Ni te atrevas. No me cuesta nada ir sola, si es necesario.

– Entonces, ¿por qué no lo haces? ¿Por qué me telefoneaste, Sid? ¿No fue tu dulce voz la que me llamó esta tarde, ansiosa por acostarte conmigo cuando finalizara la velada?

Sidney no contestó, sabiendo que tenía razón. Una y otra vez, después de jurarse que ya estaba harta de él, volvía a por más, odiándole, despreciándose, pero volvía igualmente. Era como si su voluntad estuviera encadenada a la de él.

Por el amor de Dios, ¿qué era él? No era tierno. No era guapo. No era fácil de desentrañar. No respondía a ninguna característica del hombre ideal que alguna vez había soñado llevarse a la cama. Era, simplemente, un rostro interesante en el que cada rasgo parecía luchar contra todos los demás para dominar el cráneo huesudo que había debajo. Era una piel oscura, olivácea. Era unos ojos hundidos. Era una leve cicatriz que recorría la línea del mentón. No era nada, nada, excepto una manera de mirarla, de tocarla, de convertir su delgado cuerpo de muchacho en algo sensual, hermoso e inflamado de vida.

Se sintió derrotada. Tuvo la impresión de que un aire insufriblemente caliente llenaba el coche.

– A veces, pienso en contárselo -musitó ella-. Dicen que es la única forma de curarlo.

– ¿De qué coño estás hablando?

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