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Elizabeth George: Una Dulce Venganza

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Elizabeth George Una Dulce Venganza

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Se trataba de un fin de semana en que iba a celebrarse un compromiso de matrimonio. Pero cuando el Detective Inspector Thomas Lynley y su novia, Deborah Cotter, llegan a Howenstow, la casa familiar de Lynley, se encuentran con una atmósfera llena de tensión. Para el amigo de Lynley, el científico forense Simon Allcourt-St. James, que se enfrenta con el doble dolor de perder a Deborah y observar como su hermana está envuelta en una relación insatisfactoria, el fin de semana se alargará interminablemente. Sólo la presencia de su vieja amiga, Helen Clyde, le produce algún consuelo. También para Lynley, alejado largo tiempo de su madre y ahora enfrentado al hecho de que su joven hermano ha vuelto a la dependencia de las drogas, el hogar está lleno de recuerdos tormentosos que le gustaría olvidar. Entonces, un periodista es encontrado asesinado en el pueblo cercano de Nanrunnel, y la fiesta de compromiso pasa a un segundo plano. A pesar de que el crimen está fuera de la jurisdicción de Lynley como investigador de Scotland Yard, pronto surgirá su preocupación ante la mayoría de las evidencias no sólo hacia el hombre que administra sus tierras, sino incluso hacia la propia familia de Lynley.

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Sidney vio que los dedos de Justin se engarfiaban.

– Gente importante en la vida del adicto lo descubre. Su familia. Su jefe. Entonces, se derrumba. Y después…

La mano de Justin se apoderó de su muñeca y la retorció.

– Ni se te ocurra contárselo a nadie. Ni siquiera lo pienses. Te juro que, si lo haces, Sid, si lo haces…

– Basta ya. Escucha, no puedes continuar así. ¿Cuánto te gastas ya? ¿Quince libras al día? ¿Cien? ¿Más? Ni tan sólo podemos ir a una fiesta sin tu…

Justin soltó su muñeca con brusquedad.

– Pues lárgate. Búscate a otro. Déjame en paz.

Era la respuesta, la única respuesta, pero Sidney sabía que era incapaz de hacerlo, y odiaba el pensamiento de que, tal vez, jamás sería capaz.

– Sólo quiero ayudarte.

– Pues cierra el pico, ¿vale? Déjame ir a ese asqueroso callejón, comprar la mercancía y salir de aquí.

Abrió la puerta y la cerró con estrépito.

Cuando llegó a la mitad de la plaza, Sidney abrió su puerta y salió.

– ¡Justin! -gritó.

– Quédate ahí.

Habló con voz serena, no porque hubiera recuperado la serenidad, sino porque la plaza estaba abarrotada de gente, como ocurría todos los viernes por la noche en el Soho, y Justin Brooke no era un hombre propenso a montar escenas en público, como ella sabía bien.

Hizo caso omiso de su advertencia y corrió a reunirse con él, olvidando que lo último que debía hacer era ayudarle a fomentar su adicción. En lugar de ello prefirió caer en el engaño, diciéndose que, si ella no le vigilaba, podrían detenerle, estafarle o algo peor.

– Voy contigo -dijo cuando le alcanzó.

La tensión de sus rasgos le indicó que había cometido una imprudencia.

– Como quieras.

Justin encaminó sus pasos hacia la oscuridad del callejón.

El callejón parecía más oscuro y estrecho de lo normal, debido a las obras que se estaban realizando en aquella parte de la plaza. Sidney hizo una mueca de disgusto cuando percibió el hedor a orina. Era peor de lo que imaginaba.

Se cernían edificaciones a cada lado, sin luces ni letreros. Las ventanas estaban protegidas por rejas y los umbrales de las puertas cobijaban siluetas que gemían y se dedicaban a los asuntos ilegales que los clubs nocturnos del barrio parecían ansiosos por fomentar.

– Justin, ¿adonde piensas que…?

Brooke alzó una mano a modo de aviso. Más adelante, se oían las roncas maldiciones de un hombre. Provenían del extremo opuesto del callejón, donde un muro de ladrillo se curvaba sobre el lado de un club nocturno, formando un hueco protegido. En aquel punto, dos figuras se debatían en el suelo. Pero no se trataba de un escarceo amoroso. Era un asalto, y la figura que llevaba las de perder era la de una mujer ataviada de negro, superada en fuerza y envergadura por su furioso atacante.

– ¡Asquerosa p…!

El hombre, rubio y muy irritado, a juzgar por el tono de su voz, descargaba sus puños contra el rostro, las axilas y el estómago de la mujer.

Al presenciar la escena, Sidney se lanzó hacia adelante, y cuando Justin trató de detenerla gritó. -¡No! ¡Es una mujer!

Se precipitó hacia el extremo del callejón. Oyó a Justin lanzar un juramento a su espalda. La alcanzó a menos de tres metros de la pareja que luchaba en el suelo.

– Retrocede. Yo me ocuparé de esto -dijo con aspereza.

Justin agarró al individuo por los hombros y hundió los dedos en la chaqueta de cuero que llevaba. Su enérgica acción provocó que los brazos de la víctima quedaran libres, y la mujer se protegió instintivamente la cara. Brooke empujó al hombre hacia atrás.

– ¡Idiotas! ¿Queréis llamar la atención de la policía?

Sidney se plantó a su lado.

– ¡Peter! -gritó-. ¡Peter Lynley!

Brooke desvió la vista desde el joven a la mujer caída de costado, el vestido arrugado y las medias destrozadas. Se arrodilló y alzó su rostro, como para examinar el alcance de sus heridas.

– Dios mío -murmuró.

La soltó, se puso en pie, meneó la cabeza y soltó una carcajada.

La mujer consiguió ponerse de rodillas. Cogió su bolso, presa de las náuseas por un momento. Después, también se echó a reír.

PRIMERA PARTE. TARDES LONDINENSES

1

Lady Helen Clyde se encontraba rodeada por los aderezos de la muerte. Sobre las mesas descansaban muestras encontradas en diversos escenarios de crímenes; fotografías de cadáveres colgaban de las paredes; espantosos elementos destacaban en armarios acristalados, y entre ellos descollaba uno particularmente horripilante, consistente en un mechón de pelo unido todavía a un fragmento de cuero cabelludo de la víctima. Sin embargo, pese a la naturaleza macabra del entorno, lady Helen no paraba de pensar en comer.

Como forma de distracción, consultó la copia de un informe de la policía tirado sobre la mesa de trabajo que tenía delante de ella.

– Todo coincide, Simon. -Desconectó el microscopio-. B negativo, AB positivo, O positivo. ¿No crees que la policía se alegrará?

– Hummm -fue la única respuesta de su acompañante.

Los monosílabos eran típicos de él cuando se hallaba enfrascado en su trabajo, pero su respuesta fue de lo más exasperante en aquel momento, pues pasaban de las cuatro y el cuerpo de lady Helen anhelaba, desde hacía un cuarto de hora, su ración de té. Indiferente a esta tragedia, Simon Allcourt-St. James empezó a destapar una hilera de botellas colocadas frente a él. Contenían fibras diminutas que deseaba analizar, pues basaba su creciente reputación como científico forense en su habilidad para tejer un conjunto de hechos a partir de hilos infinitesimales, empapados de sangre.

Lady Helen, al reconocer la fase preliminar de un análisis de tejidos, suspiró y se acercó a la ventana del laboratorio, situado en el último piso de la casa de St. James. La ventana se abría a la tarde de junio y dominaba un agradable jardín encerrado entre muros de ladrillo. Un vivido laberinto de flores componía una melodía de colores indisciplinados, invadiendo los senderos y el césped.

– Deberías contratar a alguien que se ocupara del jardín -comentó lady Helen. Sabía muy bien que no había sido cuidado como era debido en los últimos tres años. También sabía el motivo.

– Sí.

St. James cogió unas pinzas y una caja de placas. Una puerta se abrió y cerró en la planta baja.

Por fin, pensó lady Helen, y en su imaginación recreó a Joseph Cotter subiendo la escalera desde la cocina del sótano, sujetando en las manos una bandeja cubierta de panecillos recién hechos, nata, tartitas de cereza y té. Por desgracia, los sonidos que se acercaban (ruidos y golpes sordos, acompañados por un resuello) no sugerían que el refrigerio fuera inminente. Lady Helen esquivó uno de los ordenadores de St. James y echó un vistazo al vestíbulo.

– ¿Qué pasa? -preguntó St. James, cuando un golpe seco resonó en toda la casa, metal contra madera, un estruendo de mal agüero para los pasamanos de la escalera. Descendió con movimientos torpes del taburete y su pierna izquierda, sujeta por una abrazadera, aterrizó sin ceremonias sobre el suelo, produciendo un ruido desagradable.

– Es Cotter -contestó lady Helen-. Está luchando con un baúl y una especie de paquete. ¿Quieres que te ayude, Cotter? ¿Qué has traído?

– Me las arreglo muy bien, señorita -fue la ambigua respuesta de Cotter, desde tres pisos más abajo.

– Pero ¿qué demonios…?

Lady Helen percibió que St. James se alejaba con brusquedad de la puerta. Reanudó su trabajo como si no se hubiera producido la interrupción, como si Cotter no necesitara ayuda.

Entonces, lady Helen comprendió lo que pasaba. Mientras Cotter maniobraba con su carga en el primer rellano, un rayo de luz procedente de la ventana iluminó una enorme etiqueta pegada al baúl. Aun desde el piso superior, lady Helen pudo leer la inscripción en tinta negra: «D. Cotter/USA.» Deborah iba a regresar, y muy pronto, a juzgar por los indicios. Como si nada de esto estuviera ocurriendo, St. James siguió absorto en sus fibras y placas. Se inclinó sobre el microscopio y ajustó el foco.

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