Elizabeth George - Una Dulce Venganza

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Se trataba de un fin de semana en que iba a celebrarse un compromiso de matrimonio. Pero cuando el Detective Inspector Thomas Lynley y su novia, Deborah Cotter, llegan a Howenstow, la casa familiar de Lynley, se encuentran con una atmósfera llena de tensión.
Para el amigo de Lynley, el científico forense Simon Allcourt-St. James, que se enfrenta con el doble dolor de perder a Deborah y observar como su hermana está envuelta en una relación insatisfactoria, el fin de semana se alargará interminablemente. Sólo la presencia de su vieja amiga, Helen Clyde, le produce algún consuelo. También para Lynley, alejado largo tiempo de su madre y ahora enfrentado al hecho de que su joven hermano ha vuelto a la dependencia de las drogas, el hogar está lleno de recuerdos tormentosos que le gustaría olvidar.
Entonces, un periodista es encontrado asesinado en el pueblo cercano de Nanrunnel, y la fiesta de compromiso pasa a un segundo plano. A pesar de que el crimen está fuera de la jurisdicción de Lynley como investigador de Scotland Yard, pronto surgirá su preocupación ante la mayoría de las evidencias no sólo hacia el hombre que administra sus tierras, sino incluso hacia la propia familia de Lynley.

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– ¿Mañana? ¿Quieres decir ya? ¿Hoy?

– Supongo que debí decir hoy, ¿verdad? Si no nos vamos a dormir ahora mismo, estaremos los dos hechos polvo. Me iré a la cama, Simon. Gracias. Muchas gracias.

Rozó la mejilla con la suya, apretó su mano y se marchó.

De modo que así están las cosas, pensó St. James, siguiéndola con la mirada.

Se encaminó hacia la escalera.

Deborah, desde su habitación, le oyó alejarse. A sólo dos pasos de la puerta cerrada, la joven escuchó sus pasos, un sonido grabado en su recuerdo que la perseguiría hasta la tumba. La leve presión de la pierna sana, el golpe sordo de la muerta. El movimiento de su mano sobre la barandilla, convertida en un puño tenso por el esfuerzo. Su respiración contenida mientras conservaba un precario equilibrio. Y todo ello sin que la cara traicionara nada.

Esperó a oír que se cerraba su puerta en el piso de abajo para apartarse de la suya y acercarse a la ventana, aunque no sabía que él había hecho lo mismo minutos antes.

Tres años, pensó. ¿Cómo era posible que estuviera más delgado, más demacrado y enfermizo, un rostro deformado por arrugas y ángulos en los que una historia de sufrimientos estaba cincelada? El cabello, siempre demasiado largo. Recordó su suavidad entre sus dedos. Ojos inquietos que le hablaban incluso cuando él permanecía callado. Boca que cubría tiernamente la suya. Manos sensibles, manos de artista, que seguían la línea de su mentón, que la atraían hacia sus brazos.

– No. Nunca más.

Deborah susurró las palabras al inminente amanecer. Se alejó de la ventana, apartó la colcha de la cama y se tendió, completamente vestida.

No pienses en eso, se dijo. No pienses en nada.

2

Siempre era el mismo sueño atroz. Un paseo desde Buckbarrow a Greendale Tarn, bajo una lluvia tan placentera y pura que sólo podía ser fantasmagórica. Escalar salientes de roca, correr sin el menor esfuerzo por el páramo, resbalar despreocupadamente por el talud hasta llegar, jadeante y alegre, al agua. Sentía aquel júbilo, la excitación de la actividad, la sangre que corría por sus miembros hasta cuando dormía; estaba dispuesto a jurarlo.

Después despertar a la pesadilla, con un sobresalto estremecedor. Tendido en la cama, la vista clavada en el techo, con el anhelo de que la desolación se transformara en despreocupación. Pero sin conseguir jamás olvidar el dolor.

Se abrió la puerta del dormitorio y Cotter entró, cargado con la bandeja del desayuno. La colocó sobre la mesa contigua a la cama y miró a St. James con disimulo antes de descorrer las cortinas.

La luz de la mañana actuó como una corriente eléctrica que se transmitiera directamente desde sus ojos al cerebro. St. James notó que su cuerpo se agitaba.

– Le traeré su medicina -dijo Cotter. Se detuvo junto a la cama el tiempo suficiente para servir a St. James una taza de té, desapareciendo a continuación en el cuarto de baño.

Ya a solas, St. James luchó por incorporarse. El martilleo que torturaba su cabeza aumentaba la intensidad de cualquier sonido. La puerta del botiquín al cerrarse equivalió a un disparo de rifle; el correr del agua del baño, a un rugido de locomotora. Cotter volvió con una botella en la mano.

– Bastará con dos.

Le dio las pastillas y no dijo nada más hasta que St. James las tragó.

– ¿Vio a Deb anoche? -preguntó después, con indiferencia.

Como si la respuesta no le importara, Cotter regresó al cuarto de baño donde, como St. James sabía, comprobaría la temperatura del agua. Era una cortesía completamente innecesaria, un acto que reafirmaba la manera que Cotter había empleado para formular la pregunta. Practicaba el juego del amo y el criado; sus palabras y actos implicaban un desinterés que no sentía.

St. James añadió abundante azúcar al té y sorbió varias veces. Se recostó contra las almohadas y esperó a que la medicina surtiera efecto.

Cotter reapareció en la puerta del cuarto de baño.

– Sí, la vi -contestó St. James.

– Algo cambiada, ¿no cree?

– Como era de esperar. Ha estado ausente mucho tiempo.

St. James añadió más té a su taza. Hizo un esfuerzo y miró a Cotter a los ojos. La determinación que reflejaba el rostro de Cotter le advirtió que, si decía algo más, sería como extender un cheque en blanco para recibir revelaciones que no deseaba escuchar.

Pero Cotter no se movió de su sitio. La conversación había llegado a un callejón sin salida. St. James se rindió.

– ¿Qué pasa?

– Lord Asherton y Deb. -Cotter se alisó su escaso cabello-. Sabía que Deb se entregaría algún día a un hombre, señor St. James. La vida me ha enseñado muchas cosas, pero sabiendo lo que ella sentía por… Bueno, yo pensaba que… -La confianza de Cotter pareció flaquear. Se sacudió un hilo de la manga-. Estoy preocupado por ella. ¿Qué puede desear de ella un hombre como lord Asherton?

Convertirla en su esposa, por supuesto. La respuesta fue instantánea como un reflejo, pero St. James no la verbalizó, a pesar de que hubiera proporcionado a Cotter la tranquilidad que ansiaba. Al contrario, deseó pregonar advertencias sobre el carácter de Lynley, pintar a su viejo amigo como una especie de Dorian Gray. Este deseo le disgustó.

– No lo que tú piensas -consiguió articular.

Cotter recorrió la jamba de la puerta con los dedos, como si buscara polvo. Asintió, pero su rostro no reflejó una mayor convicción.

St. James alcanzó sus muletas y se enderezó. Atravesó la habitación, confiando en que Cotter tomara esta actividad como el final de su conversación, pero fracasó en su intento.

– Deborah tiene un piso en Paddington. ¿Se lo ha dicho? Lord Asherton la mantiene como si fuera una prostituta.

– Te equivocas -contestó St. James, anudándose el cinturón de la bata que Cotter le había alcanzado.

– ¿De dónde saca el dinero, pues? -preguntó Cotter-. ¿Quién lo paga, sino él?

St. James se dirigió al cuarto de baño. El chorro del agua le avisó de que Cotter, en su agitación, había olvidado que la bañera se llenaba enseguida. Cerró los grifos y buscó una forma de poner fin a la discusión.

– Pues habla con ella, Cotter, si eso es lo que piensas. Tranquiliza tu mente.

– Lo que yo pienso es lo que usted también piensa, y no puede negarlo. Está tan claro como la luz del día, lo leo en su cara. -Cotter volvió a su tema favorito-. He intentado hablar con la muchacha, pero no hubo manera. Anoche se fue con él antes de que tuviera la oportunidad. Y esta mañana también se ha marchado.

– ¿Ya? ¿Con Tommy?

– No. Esta vez, sola. A Paddington.

– Pues ve a verla. Habla con ella. Quizá le agrade la perspectiva de pasar un rato a solas contigo.

Cotter pasó frente a él y procedió a desplegar sus útiles de afeitado con innecesaria minuciosidad. St. James observó sus movimientos con preocupación. Su intuición le dijo que lo peor aún no había llegado.

– Una charla larga y tendida. En eso estoy pensando, pero no soy yo quien debe hablar con la muchacha. Un padre está demasiado cerca. Ya sabe a qué me refiero.

Por supuesto que sí, se dijo St. James.

– No estarás insinuando…

– Deb le aprecia mucho. Desde siempre.

El rostro de Cotter transparentó el desafío oculto detrás de sus palabras. No era hombre que soslayara el chantaje sentimental si le guiaba por el camino que él (y St. James) consideraba pertinente.

– Podría alertar a la muchacha. Es lo único que le pido.

¿Alertarla? ¿Cómo podía hacerlo? «No te encariñes con Tommy, Deborah. Si lo haces, bien sabe Dios que tal vez termines convertida en su esposa.» Ni hablar.

– Sólo una palabra -insistió Cotter-. Ella confía en usted. Igual que yo.

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