Elizabeth George - Una Dulce Venganza

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Se trataba de un fin de semana en que iba a celebrarse un compromiso de matrimonio. Pero cuando el Detective Inspector Thomas Lynley y su novia, Deborah Cotter, llegan a Howenstow, la casa familiar de Lynley, se encuentran con una atmósfera llena de tensión.
Para el amigo de Lynley, el científico forense Simon Allcourt-St. James, que se enfrenta con el doble dolor de perder a Deborah y observar como su hermana está envuelta en una relación insatisfactoria, el fin de semana se alargará interminablemente. Sólo la presencia de su vieja amiga, Helen Clyde, le produce algún consuelo. También para Lynley, alejado largo tiempo de su madre y ahora enfrentado al hecho de que su joven hermano ha vuelto a la dependencia de las drogas, el hogar está lleno de recuerdos tormentosos que le gustaría olvidar.
Entonces, un periodista es encontrado asesinado en el pueblo cercano de Nanrunnel, y la fiesta de compromiso pasa a un segundo plano. A pesar de que el crimen está fuera de la jurisdicción de Lynley como investigador de Scotland Yard, pronto surgirá su preocupación ante la mayoría de las evidencias no sólo hacia el hombre que administra sus tierras, sino incluso hacia la propia familia de Lynley.

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St. James reprimió un suspiro de resignación. Maldijo la incuestionable lealtad que Cotter le había manifestado durante todos los años de su dolencia. Maldijo lo mucho que le debía. Siempre se acaba pagando.

– De acuerdo -dijo St. James-. Si me das su dirección, quizá me deje caer un momento.

– Muy bien -contestó Cotter-. Ya verá cómo Deb se alegra de escucharle.

Ya lo creo, pensó St. James con sarcasmo.

El edificio que albergaba el piso de Deborah recibía el nombre de «Apartamentos Shrewsbury Court». St. James lo localizó con relativa facilidad en Sussex Gardens, emparedado entre dos pensiones destartaladas. Era un edificio alto, recién restaurado, con la fachada de impoluta piedra Portland, una verja de hierro en la entrada. Se accedía a la puerta mediante un estrecho pasadizo de hormigón suspendido sobre la cavernosa entrada a unos pisos adicionales, situados bajo el nivel de la calle.

St. James apretó el botón contiguo al apellido «Cotter». En respuesta, un zumbido le dio entrada a un pequeño vestíbulo, cuyo suelo estaba cubierto de baldosas negras y blancas. Al igual que el exterior del edificio, estaba escrupulosamente limpio, y un tenue olor a desinfectante delataba que pretendía continuar del mismo modo. Carecía de mobiliario; un sencillo pasillo conducía a los pisos de la planta baja. Un discreto cartel, escrito a mano, que colgaba en una puerta rezaba conaérge como si una palabra extranjera confirmara la respetabilidad del edificio. También había un ascensor.

El piso de Deborah estaba en la última planta. Mientras subía, St. James reflexionó sobre la absurda posición en que Cotter le había puesto. Deborah era una mujer adulta. No aceptaría de buen grado ninguna intrusión en su vida. Mucho menos la suya.

Ella abrió la puerta en cuanto St. James llamó, como si hubiera esperado toda la tarde su llegada. Su expresión osciló rápidamente de la alegría a la sorpresa, y vaciló una fracción de segundo antes de dejarle entrar.

– ¡Simon! No tenía ni idea de… -Hizo ademán de ofrecerle la mano a modo de saludo, se lo pensó mejor y la dejó caer a un lado-. Menuda sorpresa me has dado. Esperaba que… Esto es realmente… ¿Por qué balbuceo? Entra, por favor.

La palabra «piso» se reveló como un eufemismo, pues su nuevo hogar consistía en poco más que un apartamento de un solo ambiente. De todos modos, se había hecho lo posible para dotarlo de comodidad. Las paredes estaban pintadas de un verde estimulante y primaveral. Apoyada contra una de ellas había una cama cubierta con una colcha de alegres colores y almohadas bordadas. En otra colgaba una colección de fotografías tomadas por Deborah, lugares que St. James nunca había visto y que debían ser el resultado de los años de aprendizaje en Estados Unidos. De la cadena estéreo cercana a la ventana surgía música suave: La siesta de un fauno, de Debussy.

St. James se dispuso a hacer algún comentario sobre la habitación (tan lejana del eclecticismo adolescente del dormitorio que la joven ocupaba en casa), cuando reparó en un pequeño hueco a la izquierda de la puerta. Albergaba una cocina y una mesa diminuta, sobre la que estaba dispuesto un servicio de té para dos.

Tendría que haberlo comprendido en cuanto la vio. No era propio de su carácter remolonear en casa en pleno día, ataviada con un vestido veraniego en lugar de sus acostumbrados tejanos.

– Esperas una visita. Lo siento. Tendría que haber llamado.

– Aún no me han conectado la línea. Da igual. De veras. ¿Qué te parece? ¿Te gusta?

Toda la pieza constituía lo que pretendía ser: un lugar de paz y femineidad donde un hombre desearía tenderse a su lado, trocando las cargas del día por el placer de hacer el amor. Pero ésta no era la respuesta que Deborah deseaba escuchar de sus labios. Para evitar darle una, se acercó a las fotografías.

Aunque más de una docena colgaban de la pared, estaban agrupadas de tal forma que sus ojos se fijaron en un impresionante retrato en blanco y negro de un hombre que daba la espalda a la cámara, la cabeza de perfil, el cabello y la cabeza (iluminados ambos por un resplandeciente reflejo del agua) contrastando con un fondo de color hueso.

– Tommy es muy fotogénico.

Deborah se detuvo a su lado.

– ¿Verdad que sí? Intenté dar un poco de definición a su musculatura, pero no estoy segura de haberlo logrado. La iluminación no me convence. No sé. En un momento dado me gusta y al siguiente pienso que es tan sutil como la foto de una jarra.

St. James sonrió.

– Sigues siendo tan dura contigo misma como siempre, Deborah.

– Supongo que sí. Nunca me satisface nada. Así ha sido siempre mi historia.

– Yo diría que es una obra excelente. Tu padre se mostraría de acuerdo. Traeremos a Helen para que aporte una tercera opinión. Después, celebrarás tu éxito negándolo todo y proclamando que, como jueces, no servimos para nada.

– Al menos no voy suplicando halagos -rió la joven.

– No, nunca lo has hecho.

St. James se volvió hacia la pared y el breve placer de su conversación se desvaneció.

Junto al retrato en blanco y negro se había colocado un tipo de estudio muy diferente. También era de Lynley, sentado desnudo en una vieja cama de hierro. Una arrugada sábana de lino cubría la parte inferior de su torso. Con una pierna levantada y el brazo apoyado sobre la rodilla, miraba hacia la ventana frente a la cual Deborah se encontraba de pie, de espaldas a la cámara. La luz del sol brillaba sobre la curva de su cadera derecha. Las cortinas amarillas se ondulaban hacia atrás, ocultando sin duda el cable que le permitió a la joven tomar la instantánea. La fotografía parecía totalmente espontánea, como si ella se hubiera despertado al lado de Lynley y aprovechado la oportunidad que le proporcionaba la luz, en contraste con las cortinas y el cielo de la mañana.

St. James contempló la foto, intentando fingir que podía apreciarla como una obra de arte, sabiendo todo el rato que confirmaba las sospechas de Cotter en cuanto a la verdadera relación entre Deborah y Lynley. A pesar de que les había visto juntos en el automóvil anoche, St. James sabía que se había aferrado a un hilo de esperanza insustancial, que se rompió ante sus ojos. Miró a Deborah.

Dos manchas de color aparecieron sobre las mejillas de la joven.

– Cielos, no soy una anfitriona muy buena, ¿verdad? ¿Te apetece beber algo? ¿Un gin-tonic? Tengo whisky. Té. Tengo té, montones de té. Estaba a punto de…

– No, no quiero nada. Esperas a alguien. No me quedaré mucho rato.

– Quédate a tomar el té. Hay sitio para uno más.

Se encaminó a la diminuta cocina.

– No, Deborah, por favor -se apresuró a decir St. James, imaginando el pavoroso trago de tomar el té y tres o cuatro biscotes digestivos, mientras Deborah y Lynley sostenían una educada conversación con él, deseando todo el rato que se marchara-. No es justo.

Deborah se detuvo ante el armario de la cocina, con una taza y un platillo en la mano.

– ¿Qué no es justo? ¿A qué te refieres? No me cuesta…

– Escucha, cariño.

Sólo deseaba decir lo que debía, cumplir su miserable misión, mantener la promesa que había hecho a su padre y largarse.

– Tu padre está preocupado por ti.

Deborah, con estudiada precisión, dejó sobre la mesa el platillo, y después, con más cuidado todavía, la taza, ambos objetos paralelos al borde de la mesa.

– Entiendo. Has venido como emisario. No esperaba que te plegaras a ese cometido.

– Le dije que hablaría contigo, Deborah.

Al oír esto, quizá por el cambio de su tono, St. James observó que las manchas de color en las mejillas de la joven se acentuaban. Deborah apretó los labios, caminó hacia la cama, se sentó y enlazó las manos.

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