Elizabeth George - Una Dulce Venganza

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Se trataba de un fin de semana en que iba a celebrarse un compromiso de matrimonio. Pero cuando el Detective Inspector Thomas Lynley y su novia, Deborah Cotter, llegan a Howenstow, la casa familiar de Lynley, se encuentran con una atmósfera llena de tensión.
Para el amigo de Lynley, el científico forense Simon Allcourt-St. James, que se enfrenta con el doble dolor de perder a Deborah y observar como su hermana está envuelta en una relación insatisfactoria, el fin de semana se alargará interminablemente. Sólo la presencia de su vieja amiga, Helen Clyde, le produce algún consuelo. También para Lynley, alejado largo tiempo de su madre y ahora enfrentado al hecho de que su joven hermano ha vuelto a la dependencia de las drogas, el hogar está lleno de recuerdos tormentosos que le gustaría olvidar.
Entonces, un periodista es encontrado asesinado en el pueblo cercano de Nanrunnel, y la fiesta de compromiso pasa a un segundo plano. A pesar de que el crimen está fuera de la jurisdicción de Lynley como investigador de Scotland Yard, pronto surgirá su preocupación ante la mayoría de las evidencias no sólo hacia el hombre que administra sus tierras, sino incluso hacia la propia familia de Lynley.

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– ¿En qué radicaba la diferencia?

– Mis sentimientos apuntaban en otra dirección.

– ¿Qué dirección?

– La del corazón.

Lady Helen atravesó la habitación y apoyó la mano sobre su brazo.

– ¿Lo ves, Tommy? No eras ese hombre entregado al placer. Quieres pensar que lo eras, pero no es cierto. No lo eras para los que te conocían. No lo eras para mí, desde luego, que nunca fui tu amante. Ni para Deborah.

– Quería que las cosas fueran diferentes con ella. -Tenía los ojos enrojecidos-. Raíces, vínculos, una familia. Quería ser algo más para aspirar a eso. Valía la pena. Ella valía la pena.

– Sí, valía la pena. Valía la pena sufrir por ella. Aún vale la pena.

– Oh, Dios -susurró él.

La mano de lady Helen se deslizó por su brazo y apretó su muñeca.

– Tommy querido, no te atormentes.

Lynley agitó la cabeza, como si pudiera desprenderse de su terrible desolación gracias a aquel movimiento.

– Creo que moriré de soledad, Helen.

Su voz se quebró de una forma horrible, el estertor de un hombre que no se había permitido sentir la menor emoción durante años.

– No puedo soportarlo.

Hizo ademán de volverse hacia ella, de regresar al escritorio, pero ella le detuvo y salvó la distancia que los separaba. Le tomó en sus brazos.

– No estás solo, Tommy -dijo con dulzura.

Lynley empezó a llorar.

Deborah empujó el portal justo cuando la farola de Lordship Place se encendía, taladrando la niebla que envolvía el jardín con delicados rayos de luz. Permaneció inmóvil un momento y contempló los cálidos ladrillos color siena de la casa, la limpia argamasa, el viejo pasamano de hierro forjado herrumbrado en algunos puntos, siempre necesitado de pintura. En muchos sentidos, siempre sería su hogar, por más tiempo que estuviera alejada de ella, tres años, tres décadas o, como en esta ocasión, un mes.

Procuraba olvidar gracias a una serie de artificios que su padre no creyó ni por un momento. «Me estoy abriendo camino en la profesión. Papá, trabajo mucho. Citas continuadas, con la carpeta a cuestas. ¿Quedamos para cenar en algún sitio? No. No puedo volver a Chelsea.» Su padre prefirió aceptar las excusas que volver a pelearse.

Su padre, al igual que ella, no deseaba que se repitiera la discusión sostenida en Paddington, una semana después de que ella regresara de Cornualles. Había expresado su deseo de que volviera a casa. Ella se negó a considerar la posibilidad. Él no lo entendió. Para Cotter, era sencillo. Haz las maletas, cierra el apartamento, vuelve a Cheyne Row. De hecho, vuelve al pasado. Ella no podía. Trató de explicarle su necesidad de independencia, la necesidad de disponer de su tiempo. Cotter reaccionó acusando a Tommy (de cambiarla, destruirla, de deformar su escala de valores), y de ahí se pasó a una airada disputa, que terminó cuando ella le arrancó la promesa de no volver a hablar nunca más de su relación con Tommy, con ella o con quien fuera. Se habían despedido peleados y no habían vuelto a verse desde entonces.

Tampoco había visto a Simon. Ni había deseado verle. Aquellos horribles momentos en Nanrunnel le habían revelado algo que ya no podía ignorar, y durante el mes siguiente tuvo que examinar y admitir la mentira que había alimentado durante los últimos dos años y medio. La amante de un hombre, vinculada de mil maneras diferentes a otro. Al mismo tiempo, vinculada para siempre a Tommy de una forma que nunca le revelaría.

No sabía cómo empezar para paliar el daño que había infligido a los demás y a ella misma. Por eso se había quedado en Paddington, trabajado como aprendiz de fotógrafa en un estudio de Mayfair, y pasado un largo fin de semana en Gales y otro en Brighton. Había concebido la esperanza de que una apariencia de paz descendería sobre su vida. No fue así.

Por fin había acudido a Chelsea, sin saber muy bien qué hacer, pero sabiendo que, cuanto más tiempo se mantuviera alejada, más difícil resultaría reconciliarse con su padre. Tampoco sabía qué deseaba de Simon.

A través de la bruma, vio que las luces de la cocina estaban encendidas. Su padre pasó frente a la ventana. Se acercó al horno, y después a la mesa, desapareciendo de su vista. Siguió el camino de losas que atravesaba el jardín y bajó la escalera.

Alaska salió a su encuentro en la puerta, como si hubiera intuido su llegada gracias a la sensibilidad con-génita de los felinos. Torció una oreja y se frotó contra sus piernas, con majestuosos movimientos de cola.

– ¿Dónde está Peach? -preguntó al gato, mientras le acariciaba la cabeza. Alaska arqueó el lomo en señal de placer. Empezó a ronronear.

Se oyeron pasos en el vestíbulo.

– ¡Deb!

La joven se irguió.

– Hola, papá.

Vio que su padre buscaba alguna señal de que volvía para instalarse (una maleta, una caja, un objeto fácilmente transportable, como una lámpara), pero él se limitó a decir:

– ¿Ya has cenado, muchacha?

Volvió a la cocina, de la que surgía un delicioso aroma a carne asada.

Deborah le siguió.

– Sí, en el apartamento.

Comprobó que su padre estaba trabajando en la mesa, pues había alineado cuatro pares de zapatos para lustrarlos. Observó que eran muy fuertes, a fin de que la pieza transversal de la abrazadera encajara en el tacón izquierdo. Por algún motivo, la visión le resultó desagradable. Apartó la vista.

– ¿Cómo va el trabajo? -preguntó Cotter.

– Bien. Utilizo mis cámaras antiguas, la Nikon y la Hasselblad. Me van muy bien. Me dan mayor confianza, porque conozco la técnica. Eso me gusta.

Cotter asintió y aplicó betún a la superficie de un zapato. A él no podía engañarle.

– Está olvidado, Deb -prosiguió su padre-. De cabo a rabo. Haz lo que creas más conveniente.

Experimentó una oleada de gratitud contemplando con afecto las blancas paredes de ladrillo, la vieja cocina sobre la que descansaban tres ollas tapadas, la desgastada encimera, las vitrinas, el suelo de baldosas irregular. Había una pequeña cesta vacía junto a la cocina.

– ¿Dónde está Peach? -preguntó.

– El señor St. James la ha sacado a pasear. -Cotter echó un vistazo al reloj de pared-. Distraído, como siempre. Hace quince minutos que la cena está preparada.

– ¿Adonde ha ido?

– Al terraplén, supongo.

– ¿Voy a buscarle?

Su respuesta fue completamente indiferente.

– Si te apetece dar un paseo… Si no, da igual. La cena puede esperar.

– Voy a ver si le encuentro.

Cuando ya estaba en el vestíbulo, se volvió hacia la puerta de la cocina. La atención de su padre estaba concentrada en los zapatos.

– No he vuelto a casa, papá. Lo sabes, ¿verdad?

– Sé lo que sé -fue la respuesta de Cotter, mientras la joven salía de la casa.

La niebla rodeaba todas las farolas de una corona ámbar, y la brisa empezaba a soplar desde el Támesis. Deborah se subió el cuello de la chaqueta. La gente se había sentado a cenar en sus casas, mientras los clientes del King's Head y el Eight Bells, en la esquina de Cheyne Row, se habían congregado para conversar y beber. Deborah sonrió al ver a este último grupo. Conocía a casi todos. Eran clientes de la taberna desde hacía años. La invadió una infinita melancolía, que calificó mentalmente de absurda, mientras iba hacia Cheyne Walk.

La circulación era fluida y rápida. Cruzó hacia el río y le vio a cierta distancia, los codos apoyados en el muro del terraplén, estudiando la encantadora extravagancia del Albert Bridge. Con frecuencia, en los veranos de su niñez, lo habían recorrido para llegar a Battery Park. Se preguntó si él lo recordaría. Ella había sido una acompañante torpe y desgarbada. El le había ofrecido su amistad paciente y cordial.

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