Elizabeth George - Una Dulce Venganza

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Se trataba de un fin de semana en que iba a celebrarse un compromiso de matrimonio. Pero cuando el Detective Inspector Thomas Lynley y su novia, Deborah Cotter, llegan a Howenstow, la casa familiar de Lynley, se encuentran con una atmósfera llena de tensión.
Para el amigo de Lynley, el científico forense Simon Allcourt-St. James, que se enfrenta con el doble dolor de perder a Deborah y observar como su hermana está envuelta en una relación insatisfactoria, el fin de semana se alargará interminablemente. Sólo la presencia de su vieja amiga, Helen Clyde, le produce algún consuelo. También para Lynley, alejado largo tiempo de su madre y ahora enfrentado al hecho de que su joven hermano ha vuelto a la dependencia de las drogas, el hogar está lleno de recuerdos tormentosos que le gustaría olvidar.
Entonces, un periodista es encontrado asesinado en el pueblo cercano de Nanrunnel, y la fiesta de compromiso pasa a un segundo plano. A pesar de que el crimen está fuera de la jurisdicción de Lynley como investigador de Scotland Yard, pronto surgirá su preocupación ante la mayoría de las evidencias no sólo hacia el hombre que administra sus tierras, sino incluso hacia la propia familia de Lynley.

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Sidney, los brazos en jarras, echó atrás la cabeza y lanzó una carcajada, complacida de haberse apuntado un tanto.

– ¿A que es genial? Lo que me costó obligarla a escribir eso. Si no hubiera querido hablar contigo acerca de Deborah… Ya sabes cómo es, siempre temerosa de que nos convirtamos en bárbaros y no hagamos lo correcto en estas situaciones. Si no hubiera sido por eso, no sé si habría podido obligarla a escribir la carta.

St. James notó que lady Helen le estaba mirando. Sabía lo que ella esperaba que preguntara. No lo hizo. Desde hacía diez días sabía que algo había pasado entre ellos. La conducta de Cotter bastaba para confirmarlo, incluso si Deborah no se hubiera marchado de Howenstow nada más volver de Penzance, la noche posterior a la muerte de Trenarrow. Sin embargo, aparte de decir que la había traído en avión a Londres, Lynley no añadió nada más. St. James no quería perturbar la sombría reserva de Cotter. Por tanto, no dijo nada.

Lady Helen, sin embargo, no tuvo sus escrúpulos.

– ¿Qué le ha pasado a Deborah?

– Tommy rompió su compromiso -contestó Sidney-. ¿No te lo ha dicho Cotter? A juzgar por cómo lo cuenta la cocinera de mamá, echaba sapos y culebras por el teléfono. Como una fiera. Casi esperaba que retara a duelo a Tommy para exigir satisfacción. «Pistolas o cuchillos», casi le oía gritar. «En Speaker's Córner al alba.» ¿No te lo ha contado Tommy? Decididamente peculiar. A menos, por supuesto, que tema que seas tú quien le exija satisfacción, Simon. -Rió y luego adoptó un aire pensativo-. No pensarás que sea un problema de clases, ¿verdad? Considerando que Peter vive con Sasha, dudo que los Lynley sean clasistas.

Mientras su hermana hablaba, St. James comprendió que Sidney no tenía ni idea de lo sucedido desde su amarga partida de Howenstow aquel domingo por la mañana. Abrió el cajón inferior de su mesa de trabajo y sacó el frasco de perfume.

– ¿Has perdido esto? -preguntó.

Sidney lo cogió, muy contenta.

– ¿Dónde lo has encontrado? No me digas que fue en el ropero de Howenstow. Acepto lo de los zapatos, pero de ahí no paso.

– Justin lo cogió de tu habitación, Sidney.

Una frase muy sencilla, seis palabras, ni una más. El efecto que produjo en su hermana fue instantáneo. Su sonrisa se desvaneció. Intentó mantenerla, pero sus labios temblaron del esfuerzo. La alegría la abandonó. Su cuerpo pareció encogerse. El rápido fin de su desenvoltura reveló a St. James el precario control sobre sus emociones, cómo enmascaraba un dolor que aún no había estallado mediante su actual comportamiento despreocupado.

– ¿Justin? -preguntó-. ¿Por qué?

No era sencillo decírselo. Sabía que sólo contribuiría a aumentar su dolor. Sin embargo, quizá era la única forma de que por fin enterrara su muerto.

– Para acusarte del asesinato -respondió.

– Eso es ridículo.

– Quería asesinar a Peter Lynley. En cambio, mató a Sasha Nifford.

– No entiendo.

Dio vueltas y vueltas al frasco de perfume. Inclinó la cabeza. Se acarició las mejillas.

– Estaba lleno de droga que ella confundió con heroína.

Entonces, Sidney levantó la vista. St. James se fijó en la expresión de su rostro. La utilización de una droga como medio de cometer un asesinato dejaba la verdad al desnudo.

– Lo siento, cariño.

– Pero Peter… Justin me dijo que Peter estuvo en casa de Cambrey. Dijo que se pelearon, y que Mick Cambrey murió después. Dijo que Peter quería matarle… No entiendo. Peter debió averiguar que Justin os había hablado a ti y a Peter del asunto. Él lo sabía. Lo sabía.

– Peter no mató a Justin, Sid. Ni siquiera estaba en Howenstow cuando Justin murió.

– Entonces, ¿por qué?

– Peter oyó algo que no debía oír. Podía utilizarlo contra Justin en algún momento, sobre todo después del asesinato de Mick Cambrey. Justin se puso nervioso. Sabía que Peter iba desesperado por conseguir dinero y cocaína. Sabía que era inestable. No podía predecir su comportamiento, de modo que necesitaba deshacerse de él.

St. James y lady Helen completaron el relato. Islington, el oncomet, Trenarrow, Cambrey. La clínica y el cáncer. La sustitución de un placebo que causó la muerte de Mick.

– Brooke estaba en peligro -dijo St. James-. Tomó medidas para eliminarlo.

– ¿Y yo? -preguntó Sidney-. El frasco es mío. ¿Acaso no sabía que la gente me creería implicada?

Agarró el frasco con tanta fuerza, que sus dedos se pusieron blancos.

– Aquel día en la playa, Sidney -dijo lady Helen-, recibió una fuerte humillación.

– Quería castigarte -añadió St. James.

Los labios de Sidney apenas se movieron cuando dijo:

– Él me quería. Lo sé. Me quería.

St. James se sintió aplastado por el terrible peso de aquellas palabras, sintió la necesidad de confirmar a su hermana lo mucho que ella valía. Quería decir algo, pero no se le ocurrían palabras para consolarla.

Lady Helen intervino.

– Lo que Justin Brooke era no dice nada sobre Sidney. Ni Justin Brooke, ni lo que sentía, o no sentís te definen.

Sidney lanzó un sollozo entrecortado. St. James se acercó a ella.

– Lo siento, cariño -dijo, rodeándola con su brazo-. Quizá no debería decírtelo, pero soy incapaz de mentirte, Sidney. No lamento su muerte.

La joven tosió y le miró. Una sonrisa fragmentada se abrió paso entre sus lágrimas.

– Dios mío, qué hambre tengo -susurró-. ¿Vamos a comer?

En Eaton Terrace, lady Helen cerró con estrépito la puerta de su Mini. Lo hizo más para infundirse valor (como si ese acto diera cuenta de la rectitud de su comportamiento) que para asegurarse de cerrar bien la puerta del coche. Contempló la fachada oscurecida de la casa de Lynley y alzó la muñeca a la luz de la farola. Eran casi las once, una hora poco apropiada para una visita de cortesía. Sin embargo, lo intempestivo de la hora le proporcionaba una ventaja que no pensaba desaprovechar. Subió los peldaños de mármol hasta la puerta.

Había intentado ponerse en contacto con él durante las dos últimas semanas. Cada esfuerzo se veía frustrado. Ocupado en un caso, trabajando dos turnos seguidos, retenido por una entrevista, prestando declaración en un juicio. Había escuchado toda clase de excusas relacionadas con el trabajo, pronunciadas por una serie de indiscutiblemente educados secretarios, ayudantes y oficiales. El mensaje implícito siempre era el mismo: estaba ocupado, solo, y prefería que así fuera.

Pero esta noche no. Tocó el timbre. Sonó al fondo de la casa y rebotó hasta la puerta, como si el edificio estuviera vacío. Por un fugaz momento, pensó que había marchado de Londres, huyendo de todo de una vez por todas, pero entonces el abanico situado sobre la puerta reveló un repentino resplandor en el vestíbulo inferior. Se descorrió el cerrojo, la puerta se abrió y el criado de Lynley la miró, parpadeando como un buho. Calzaba zapatillas y un albornoz de franela sobre el pijama a rayas. Su rostro reflejó de forma espontánea sorpresa y comprensión. Las reprimió enseguida, pero lady Helen leyó su significado. Las chicas bien educadas no debían visitar a caballeros a altas horas de la noche, por más avanzado que estuviera el siglo veinte.

– Gracias, Dentón -dijo lady Helen con determinación. Entró en el vestíbulo como si el hombre se lo hubiera pedido con efusivas muestras de bienvenida-. Dile a lord Asherton que deseo verle al instante, por favor.

Se quitó la chaqueta y la dejó con el bolso sobre una silla.

Todavía inmóvil junto a la puerta abierta, Dentón desvió la vista de ella a la calle, como si intentara recordar si la había invitado a entrar. No apartó la mano del pomo y removió los pies, como atrapado entre la necesidad de protestar por lo intempestivo de esta visita y el temor a desencadenar la ira de alguien si procedía de esta manera.

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