En el primer cruce, una encolerizada matrona que arrastraba a un niño lloriqueante por el brazo la empujó contra las ventanas del Talismán Cafe.
– ¡Chafardera! -escupió la mujer, con furia, a De-borah. Calzaba una especie de sandalias romanas atadas hasta las rodillas. Apretó el niño contra su costado-. Morbosos de mierda. Se creen que el pueblo es suyo.
Deborah no se molestó en contestar. Continuó adelante.
Más tarde, recordaría su carrera a través del pueblo y colina arriba como un collage cambiante: en la puerta de una tienda, un letrero borroneado por la lluvia, en el que las palabras «nata montada» y «pastel de chocolate» se confundían; un enorme girasol, con la flor inclinada; hojas de palmera caídas en un charco de agua; bocas abiertas al estilo de Munch, chillando palabras que no oía; la rueda de una bicicleta girando sin cesar, mientras el aturdido ciclista yacía en la calle. En aquel momento, sólo veía a Tommy, reproducido en incontables imágenes, cada una más vivida que la anterior, cada una acusándola de deslealtad, de traición. Éste era su castigo por aquel momento de flaqueza con Simon.
Por favor, pensó. Regatearía, prometería. Sin pensarlo dos veces. Sin el menor remordimiento.
Cuando llegó a la pendiente que se alzaba sobre el; pueblo, otro coche de la policía pasó a su lado, lanzando guijarros y agua desde la calzada. No necesitó pulsar el claxon para despejar la calle. Los buscadores de emociones menos intrépidos, empapados de pies a cabeza, ya habían abandonado la ascensión y empezado a buscar refugio, algunos en tiendas, otros en umbrales, y los demás invadiendo la iglesia metodista. Ni siquiera la perspectiva de la sangre y un cadáver recompensaba el deterioro de sus bonitas prendas veraniegas.
Sólo los curiosos más empecinados habían completado la ascensión. Deborah se apartó el cabello húmedo de la cara y los vio congregados frente a un camino particular, donde un cordón policial los mantenía alejados. El grupo se había sumido en un silencio contemplativo, sólo roto por la voz furiosa de Harry Cambrey, que discutía con un agente impávido e insistía en pasar. Más allá, la lluvia asolaba la villa de Trenarrow. Todas las ventanas estaban iluminadas. Hombres uniformados hormigueaban a su alrededor.
– Un disparo, según he oído -murmuró alguien.
– ¿No han sacado a nadie aún?
– No.
Deborah examinó la fachada de la villa, buscando alguna señal. Él estaba bien, estaba incólume, tenía que estar entre los policías. No le vio. Se abrió camino hasta el cordón policial. Oraciones infantiles acudieron a sus labios y murieron antes de pronunciarlas. Regateó con Dios. Le suplicó otra clase de castigo. Suplicó comprensión. Admitió sus culpas.
Se coló por debajo de la barrera.
– ¡Atrás, señorita!
El agente que había discutido con Cambrey gritó desde una distancia de diez metros.
– Pero es que…
– ¡Retroceda! -aulló-. ¡Esto no es un espectáculo!
Deborah, indiferente, continuó adelante. La urgencia de saber anulaba todo lo demás.
– ¡Oiga, usted!
El agente se lanzó en su persecución, preparándose para rechazarla hacia la multitud. En ese momento, Harry Cambrey pasó como una flecha a su lado, en dirección al camino.
– ¡Maldición! -gritó el agente-. ¡Cambrey!
Después de haber perdido a uno, no estaba dispuesto a perder al otro y cogió a Deborah por el brazo, haciendo señales a un coche camuflado que se había detenido muy cerca.
– Llévense a ésta -gritó a los oficiales-. El otro se me ha escapado.
– ¡No!
Deborah luchó por liberarse, sintiéndose mortificada por su absoluta impotencia. Ni siquiera pudo soltarse de la presa del agente. Cuanto más se debatía, más fuerte parecía él.
– ¿Señorita Cotter? Se giró en redondo. Ningún ángel habría sido mejor recibido que el reverendo Sweeney. Se erguía bajo un enorme paraguas, iba ataviado de negro y la miraba con solemnidad.
– Tommy está en la villa -dijo Deborah-. Señor Sweeney, por favor.
El sacerdote frunció el ceño. Entornó los ojos y escudriñó la casa.
– Oh, querida.
Su mano derecha se abrió y cerró sobre el mango del paraguas, como si sopesara sus opciones.
– Oh, querida. Sí, entiendo.
Con estas palabras pareció confirmar que había decidido actuar. El señor Sweeney se irguió en toda su estatura, que apenas alcanzaba el metro cincuenta y cinco, y se dirigió con decisión al agente que aún sujetaba a Deborah.
– Usted conocerá a lord Asherton, supongo -dijo con tono autoritario, un tono que habría sorprendido a cualquiera de sus feligreses que no le hubieran visto maquillado entre los actores de Nanrunnel, ordenando a Casio y Montano que depusieran sus espadas-. La señorita es su prometida. Suéltela.
El agente examinó la desastrosa apariencia de Deborah. Su expresión dejó bien claro que apenas daba crédito a que existiera una relación entre la joven y uno de los Lynley.
– Suéltela -repitió el señor Sweeney-. Yo mismo la acompañaré. Creo que debería preocuparle más el periodista que esta dama.
El agente dirigió a Deborah otra mirada escéptica. Ella esperó, angustiada, mientras el hombre tomaba su decisión.
– Muy bien. Adelante. Quítense de enmedio. Los labios de Deborah formaron la palabra «gracias», pero no emitió el menor sonido. Avanzó unos pasos, vacilante.
– Todo está arreglado, querida -dijo el señor Sweeney-. Sigamos. Cójase de mi brazo. El camino está un poco resbaladizo, ¿sabe?
Ella obedeció, aunque sólo una parte de su cerebro registró aquellas palabras. El resto se debatía entre la duda y el miedo.
– Tommy no, por favor -susurró, como una plegaria-. Él no, por favor. Soportaré cualquier otra cosa, pero Tommy no.
– Todo saldrá bien -murmuró el reverendo Sweeney, como distraído-. Se lo aseguro. Ya lo verá.
Caminaron con precaución sobre las aplastadas corolas de fucsias que cubrían el camino. La lluvia empezaba a amainar, pero Deborah estaba empapada de pies a cabeza, y la protección del paraguas ya no servía de nada. Se estremeció cuando se colgó del brazo del reverendo.
– Es horroroso -dijo el señor Sweeney, como en respuesta a su estremecimiento-, pero todo saldrá bien. Dentro de un momento lo comprobará.
Deborah oyó las palabras, pero sabía que la esperanza era inútil. No existía la menor posibilidad de que todo saliera bien. Una irónica forma de justicia irrumpía en la vida cuando se estaba menos preparado para su cumplimiento. Su hora había llegado, y lo sabía.
A pesar del número de hombres que invadían el terreno, un silencio sobrenatural descendió sobre ellos cuando se acercaron a la villa. Sólo se oía una radio de la policía, una voz femenina que daba instrucciones a la policía no lejos del lugar de los hechos. En el camino circular, tres coches de la policía estaban aparcados al azar bajo un espino, como si sus ocupantes hubieran salido sin molestarse en averiguar cómo o dónde habían aparcado. En el asiento posterior de uno, Harry Cambrey sostenía una airada discusión con un irritado agente, que le había esposado al interior del coche. Cuando vio a Deborah, Cambrey acercó el rostro a la ventanilla.
– ¡Muerto! -chilló, antes de que el agente le apartara por la fuerza.
Lo peor se había confirmado. Deborah vio que la ambulancia frenaba ante la puerta principal, no tan cerca como los coches de la policía, pues no era necesario. Sin decir palabra, aferró el brazo del señor Sweeney, pero el hombre indicó el pórtico, como si leyera sus temores.
– Mire -la apremió.
Deborah se obligó a mirar hacia la puerta principal. Le vio. Sus ojos examinaron febrilmente todo su cuerpo, buscando alguna señal, heridas, pero, aparte de la chaqueta mojada, estaba incólume, aunque terriblemente pálido, y hablaba con el inspector Boscowan.
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