– Dile que vamos a Scotland Yard -le dijo a Peter.
– Te vas directo a casa -protestó su madre.
Lynley dijo que no con la cabeza.
– Díselo -insistió, y señaló con la cabeza al taxista.
Peter se acercó a la abertura de la mampara que separaba al conductor de los pasajeros.
– Victoria Street, New Scotland Yard -dijo-. Y después seguiremos hasta Eaton Terrace.
El taxista viró bruscamente, se sumó al tráfico de la calle y se dirigió a Westminster.
– Tendríamos que habernos quedado contigo en el hospital -murmuró lady Asherton.
– No -dijo Lynley-. Hicisteis lo que os pedí. -Miró por la ventanilla-. Quiero enterrarlos en Howenstow. Creo que es lo que habría querido. Nunca lo hablamos. No hacía falta. Pero me gustaría…
Notó la mano de su madre en la suya.
– Por supuesto -dijo ella.
– Aún no sé cuándo. No pensé en preguntarles cuándo me entregarían el… su cuerpo. Hay muchos detalles…
– Nosotros nos ocuparemos de todo, Tommy -dijo su hermano-. Déjanos.
Lynley lo miró. Peter se inclinó hacia delante y se acercó a él como hacía años que no lo hacía. Lynley asintió despacio.
– De algunos, entonces -dijo-. Gracias.
Realizaron el resto del trayecto en silencio. Cuando el taxi giró de Victoria Street a Broadway, lady Asherton volvió a hablar.
– ¿Dejarás que uno de los dos entre contigo, Tommy? -le dijo.
– No hace falta -le dijo-. Estaré bien, mamá.
Esperó a que se alejaran para entrar. Luego se dirigió no al edificio Victoria, sino al edificio de oficinas, al despacho de Hillier.
Judi Macintosh levantó la vista de su trabajo. Como su madre, parecía tener la capacidad de leer sus intenciones, y parecía que lo que leyó era correcto, puesto que no estaba allí buscando un enfrentamiento.
– Comisario, yo… -le dijo-. Todos nosotros… No puedo imaginar lo que está pasando. -Se llevó las manos a la garganta, como implorándole que la eximiera de decir nada más.
– Gracias -dijo, y se preguntó cuántas veces más tendría que darle las gracias a la gente en los meses venideros. En realidad, se preguntó por qué les daba las gracias. Lo habían educado para pronunciar esa expresión de gratitud cuando lo que quería era levantar la cabeza y gritar en la noche eterna que se cernía sobre él. Detestaba la buena educación; pero aun detestándola, confió de nuevo en ella cuando dijo-: ¿Podrías decirle que estoy aquí? Me gustaría hablar con él. Será sólo un momento.
La mujer asintió. Sin embargo, en lugar de llamar al despacho de Hillier, cruzó la puerta. La cerró suavemente tras ella. Paso un minuto, y luego otro. Seguramente estaban llamando a alguien para que subiera: otra vez Nkata; quizá John Stewart; alguien capaz, de contenerlo; alguien que lo escoltara hasta el exiei 101 de las dependencias.
Judi Macintosh regresó.
– Pase, por favor -dijo.
Hillier no estaba en su lugar habitual, detrás de la mesa. No estaba de pie junto a una de las ventanas, sino que había cruzado la moqueta para ir a recibir a Lynley a medio camino.
– Thomas, debes ir a casa y descansar -le dijo con voz suave-. No puedes seguir…
– Ya lo sé. -Lynley no recordaba la última vez que había dormido. Llevaba tanto tiempo funcionando a base de ansiedad y adrenalina que ya no recordaba cómo era vivir de otro modo. Sacó su placa y todos los demás objetos de identificación policial que llevaba encima. Los ofreció al subinspector.
Hillier los miró, pero no los cogió.
– No lo aceptaré -dijo-. No has estado pensando con claridad. Ahora no estás pensando con claridad. No puedo permitir que tomes una decisión como ésta…
– Créame, señor -le interrumpió Lynley-. He tomado decisiones mucho más difíciles. -Pasó por delante de Hillier y se acercó a su mesa. Dejó la placa encima.
– Thomas -dijo Hillier-, no lo hagas. Tómate unas vacaciones. Coge la baja por motivos familiares. Con todo lo que ha pasado, no puedes estar en posición de decidir tu futuro ni el de nadie.
Lynley notó una carcajada vacía en su interior. Podía decidir. Había decidido.
Quería decirle que ya no sabía cómo ser, menos aún quién ser. Quería explicarle que ya no servía para nadie ni para nada, y que no sabía si algún día las cosas serían distintas; pero lo que dijo fue:
– Respecto a lo que sucedió entre nosotros, señor, lo lamento muchísimo.
– Thomas… -El tono apesadumbrado de la voz de Hillier hizo que se detuviera en la puerta. Se volvió-. ¿Adonde irás? -le preguntó Hillier.
– A Cornualles -dijo-. Me los llevo a casa.
Hillier asintió. Dijo algo más mientras Lynley abría la puerta. No podía estar seguro de las palabras, pero más tarde pensaría que había dicho «Ve con Dios».
Fuera, en la antesala, lo esperaba Barbara Havers. Parecía agotada y Lynley cayó en la cuenta de que llevaba trabajando veinticuatro horas seguidas.
– Señor… -dijo.
– Estoy bien, Barbara. No hacía falta que vinieras.
– Debo llevarle a un sitio.
– ¿Adonde?
– Sólo… Han sugerido que le lleve a casa. Me han prestado un coche, así que no tendrá que embutirse en el mío.
– Bien, pues -dijo Lynley-. Vamos.
Notó la mano de Barbara en el codo, guiándole del despacho al ascensor. Le hablaba mientras caminaban, y recogió palabras sobre que había una gran cantidad de pruebas que relacionaban a Kilfoyle con las muertes de los chicos de Coloso.
– ¿Y el resto? -le preguntó Lynley mientras las puertas del ascensor se abrían al aparcamiento subterráneo-. ¿Qué hay del resto?
Y Barbara le habló de Hamish Robson y luego del chico encerrado en el calabozo de la comisaría de Harrow Road. Le dijo que el de Robson era un crimen de necesidad y oportunidad. En cuanto al chico de Harrow Road, no lo sabía.
– Pero no hay ninguna conexión entre él y Coloso -dijo Havers cuando llegaron al coche. Siguieron hablando por encima del techo, cada uno a un lado-. Parece… Señor, a todo el mundo le parece que es un crimen aislado. El chico no habla. Pero creemos que fue cosa de una banda.
Lynley la miró. La vio como si estuviera bajo el agua y muy lejos.
– ¿Una banda? ¿Que hacía qué?
Barbara negó con la cabeza.
– No lo sé.
– Pero tienes una idea. Debes de tenerla. Cuéntame.
– El coche está abierto, señor.
– Barbara, cuéntame.
Barbara abrió la puerta, pero no subió.
– Podría ser una iniciación, señor. Tenía que demostrarle algo a alguien, y Helen estaba allí. Resultó que estaba… allí.
Lynley sabía que se suponía que aquello debía darle la absolución, pero no la sentía.
– Pues entonces llévame a Harrow Road -dijo.
– No hace falta que… -dijo ella.
– Llévame a Harrow Road, Barbara.
Ella lo miró y luego subió al coche. Arrancó.
– El Bentley… -dijo Barbara.
– Le diste un buen uso -le dijo Lynley-. Bien hecho, detective.
– Voy a ser sargento otra vez -dijo ella-. Por fin.
– Sargento -dijo Lynley, y notó que sus labios se curvaban ligeramente-. Bien hecho, sargento.
A Barbara le temblaron los labios, y Lynley vio que se le formaba un hoyuelo en la barbilla.
– Sí, bueno -dijo Barbara. Salió del aparcamiento y puso rumbo al lugar donde se dirigían.
Si le preocupaba que Lynley fuera a cometer una imprudencia, no dio muestras de ello, sino que le contó que Ulrike Ellis había ido a buscar la compañía de Robbie Kilfoyle y después le dijo que John Stewart había recibido el encargo de comunicar la detención a los medios después de que Nkata rechazara hacerlo él.
– El momento de gloria de Stewart -concluyó diciendo-. Creo que lleva años esperando el estrellato.
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