Elizabeth George - Sin Testigos

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En los últimos tres meses, ya son cuatro los cuerpos de jóvenes que la policía de Londres ha encontrado brutalmente mutilados, tras ser secuestrados y agredidos sexualmente. Ninguna de las tres primeras víctimas -chicos negros- ha podido ser identificada y New Scotland Yard ni siquiera había establecido relación entre las muertes hasta la aparición del último cadáver, un adolescente blanco intencionadamente dispuesto encima de una tumba. Ahora se sospecha que un asesino en serie está detrás de ellas.
El caso cae en manos del comisario Thomas Lynley y su equipo. La investigación los conducirá a Coloso, una organización benéfica que se dedica a la reinserción de jóvenes problemáticos y marginales, y de la que podrían salir las víctimas del asesino en serie. Sin embargo, parece que Coloso esconde algo más que buenas intenciones y Lynley no sólo deberá lidiar con un complicado caso sino con la prensa y la opinión pública que no dudan en tildar a la policía de racista, ya que la mayoría de los chicos a los que Coloso ayuda son de raza negra.

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La llave de cruceta en el maletero del Bentley. A eso se reducía todo, y ¿qué se suponía que tenía que hacer ella con eso? ¿Ni se te ocurra tocarlo o te machaco la cabeza con la llave mientras esquivo la pistola eléctrica y te abalanzas sobre mí con el cuchillo de trinchar? ¿Cómo iba a funcionar eso?

Más adelante, Robbie giró una vez más y pareció que era la última. Habían conducido y conducido, veinte minutos como mínimo. Justo antes de doblar, cruzaron un río que no era el Támesis. Luego pasaron por delante de un almacén al aire libre en el extremo noreste del río, y Barbara pensó: «Tiene un puto garaje donde hace el trabajo, tal como habíamos pensado en algún punto del camino que nos ha traído a este desgraciado momento».

Pero pasó de largo el almacén con su hilera de garajes a lo largo del río y, en lugar de parar allí, se detuvo en un aparcamiento que había justo después. Era grande, enorme, comparado con el del hospital Saint Thomas. Encima había un cartel que al fin le dijo dónde estaban: el palacio de hielo del valle del Lea. Essex Wharf. Estaban en el río Lea.

El palacio de hielo era una pista de patinaje cubierta que parecía una vieja barraca prefabricada. Se encontraba a unos cuarenta metros de la carretera, y Kilfoyle condujo hacia la izquierda, donde el aparcamiento describía una curva pronunciada que presentaba dos claras ventajas para el asesino: estaba cubierta de arbustos de hoja perenne, y la farola que debía iluminarla estaba rota.

Cuando la furgoneta estuvo aparcada, quedó totalmente oculta en las sombras. Nadie que pasara por allí con el coche la vería desde la calle.

Las luces de la furgoneta se apagaron. Barbara esperó un momento para ver si Kilfoyle pensaba salir. Si sacaba a su víctima a rastras y hacía su trabajo entre los arbustos… Sólo que ¿cómo podía quemarle a alguien las manos entre los arbustos? No. Lo haría dentro. No le hacía falta salir de su matadero móvil. Sólo tenía que encontrar un sitio en el que seguramente nadie oyera ningún ruido procedente de la furgoneta. Haría su trabajo y se marcharía.

Eso significaba que ella tenía que hacer antes su trabajo.

Había detenido el Bentley junto a la acera, pero comenzó a entrar lentamente en el aparcamiento. Observó y esperó alguna clase de señal, como, por ejemplo, un movimiento mínimo del vehículo porque Kilfoyle se movía por su interior. Barbara se bajó del coche, aunque lo dejó en marcha. Buscaba algo, cualquier cosa que pudiera utilizar. Recordó que la sorpresa era lo único que tenía. ¿Cuál era entonces la mayor sorpresa que podía darle a ese cabronazo?

Repasó los detalles fervientemente, lo que sabían y todo lo que habían intentado adivinar. Los ataba, o sea que eso sería lo que estaría haciendo en ese preciso instante. Para el viaje en la furgoneta, habría colocado a Lynley donde pudiera atacarlo con la pistola eléctrica cuando le pareciera que volvía en sí. Pero entonces lo estaría atando. Y en ese acto estaba la esperanza de la salvación. Porque si bien las cuerdas inmovilizaban a Lynley, también lo protegían. Y eso era lo que quería.

La protección le dio la respuesta.

Lynley era consciente de su incapacidad de ordenarle a su cuerpo que se moviera. Lo que le faltaba era la capacidad de hacer llegar el mensaje al cerebro. Nada era natural. Tenía que pensar en mover el brazo en lugar de moverlo simplemente, pero tampoco se movía. Lo mismo le sucedía con las piernas. Notaba la cabeza demasiado pesada, y en algún lugar sus músculos recibían la orden de cortocircuitarse. Era como si tuviera las terminaciones nerviosas en guerra.

También era consciente de la oscuridad y del movimiento. Cuando logró enfocar los ojos en algo, también fue consciente del calor. El calor acompañaba el movimiento -no el suyo, por desgracia-, y a través de una neblina vio que no estaba solo. Había una figura en la penumbra, y él estaba tumbado, mitad sobre un cuerpo y mitad sobre el suelo de la furgoneta.

Sabía que era una furgoneta. Sabía que era la furgoneta. En el instante en el que habían susurrado su nombre desde las sombras, y se había dado la vuelta y pensado que era un periodista, el primero en entrevistar al no-marido y no-padre en el que acababa de convertirse, una parte de su cerebro le dijo que algo no iba bien. Entonces vio la linterna en la mano extendida y supo a quién estaba mirando. Después de eso, recibió la descarga de corriente y todo acabó.

Cuando por fin se detuvo la furgoneta, no sabía cuántas veces había recibido el ataque de la pistola eléctrica durante el viaje que los llevó donde estaban. Lo que sí sabía era que la regularidad de las descargas sugerían que quien se las administraba sabía cuánto tiempo permanecía desorientada la víctima.

Cuando la furgoneta se detuvo y el motor se apagó, el hombre que se había llamado a sí mismo Fu subió a la parte de atrás, con la linterna-pistola eléctrica en la mano. De nuevo la aplicó al cuerpo de Lynley con la eficiencia de un doctor que pone una inyección necesaria, y la siguiente vez que Lynley volvió en sí y por fin sintió que sus músculos volvían a pertenecerle, vio que estaba atado a la pared interior de la furgoneta, colgado de las axilas y las muñecas. Las ataduras parecían tiras de cuero, pero podían ser cualquier cosa. No las veía.

Lo que sí veía era a la mujer, la fuente del calor que había sentido antes. Estaba atada en el suelo de la furgoneta, con los brazos abiertos a modo de crucifixión horizontal. La cruz misma también estaba allí, representada por una tabla sobre la que estaba tumbada. Un trozo de cinta aislante le tapaba la boca. Tenía los ojos abiertos y aterrorizados.

Sentir terror era bueno, logró pensar Lynley. El terror era mucho mejor que la resignación. Mientras la observaba, ella pareció notar su mirada y volvió la cabeza. Vio que era la mujer de Coloso, pero en el estado en el que se encontraba, no recordaba su nombre. Aquello le sugirió que Barbara Havers había tenido razón desde el principio, a su manera inimitable, testaruda y empecinada. El asesino que estaba en la furgoneta con ellos era uno de los hombres que trabajaba en Coloso.

El hombre, Fu, estaba preparándolo todo, fundamentalmente se preparaba él. Había encendido una vela, se había quitado la ropa y estaba untándose el cuerpo desnudo con una sustancia -sería el aceite de ámbar gris, ¿no?- que sacó de un frasquito marrón. A su lado estaba la cocina que Muwaffaq Masoud les había descrito en Hayes. Calentaba una sartén grande que desprendía un leve aroma a carne previamente quemada.

En realidad, estaba tarareando. Para él, aquello era el pan nuestro de cada día. Estaban en sus manos, y manifestar poder y ejecutarlo era lo que quería de la vida.

En el suelo de la furgoneta, la mujer emitió un sonido de dolor desde debajo de la cinta aislante. Fu se volvió al oírlo y, con la luz, Lynley vio que tenía un rostro agradable que le resultaba vagamente familiar; tenía esa típica cara inglesa de nariz muy puntiaguda, barbilla redondeada y mejillas carnosas. Podría haber sido cien mil hombres en la calle, pero la tensión lo había mutado de algún modo; así pues, no era un tipo anodino con un trabajo corriente que se marchaba a casa para reunirse con su esposa y sus hijos todas las noches en una casa adosada de algún lugar, sino que era lo que las circunstancias de la vida le habían llevado a ser: alguien a quien le gustaba matar.

– No te habría elegido, Ulrike -dijo Fu-. Me caes bastante bien. La verdad es que cometí un error al mencionar a mi padre. Pero cuando comenzaste a pedir coartadas -y era bastante evidente que eso era lo que hacías, por cierto-, supe que tenía que decirte algo que te dejara satisfecha. Quedarme en casa solo no habría estado a la altura de las circunstancias, ¿verdad? Eso de estar solo te habría picado la seguridad. -La miró con expresión afable-. Es decir, habrías insistido, quizás incluso se lo habrías contado a la pasma. Y entonces, ¿dónde estaríamos?

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