Elizabeth George - Sin Testigos

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En los últimos tres meses, ya son cuatro los cuerpos de jóvenes que la policía de Londres ha encontrado brutalmente mutilados, tras ser secuestrados y agredidos sexualmente. Ninguna de las tres primeras víctimas -chicos negros- ha podido ser identificada y New Scotland Yard ni siquiera había establecido relación entre las muertes hasta la aparición del último cadáver, un adolescente blanco intencionadamente dispuesto encima de una tumba. Ahora se sospecha que un asesino en serie está detrás de ellas.
El caso cae en manos del comisario Thomas Lynley y su equipo. La investigación los conducirá a Coloso, una organización benéfica que se dedica a la reinserción de jóvenes problemáticos y marginales, y de la que podrían salir las víctimas del asesino en serie. Sin embargo, parece que Coloso esconde algo más que buenas intenciones y Lynley no sólo deberá lidiar con un complicado caso sino con la prensa y la opinión pública que no dudan en tildar a la policía de racista, ya que la mayoría de los chicos a los que Coloso ayuda son de raza negra.

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Sacó el cuchillo. Lo cogió de una pequeña encimera donde el hornillo de gas calentaba alegremente la sartén y también la furgoneta. Lynley notaba el calor ondulando hacia él.

– Quería que fuera uno de los chicos. Pensé en Mark Connor. Lo conoces, ¿verdad? Ese al que le gusta merodear por la recepción con Jack. Un violador en gestación, en mi opinión. Necesita que lo metan en cintura, Ulrike. Todos lo necesitan. Son unos cabronazos, sí. Necesitan disciplina, y nadie se la da. Hace que te preguntes qué clase de padres tienen. Los padres, ¿sabes?, son esenciales para el desarrollo. ¿Me disculpas un momento?

Se volvió de nuevo hacia el hornillo. Levantó la vela y la acercó a varios puntos de su cuerpo. A Lynley se le ocurrió que estaba presenciando un ritual hierático, y que la intención era que él lo observara, como un fiel en una iglesia.

Quería hablar, pero también tenía la boca tapada con cinta aislante. Puso a prueba las ataduras que le sujetaban las muñecas a un lateral de la furgoneta. Eran inamovibles.

Fu se dio la vuelta de nuevo. Mostraba con naturalidad su desnudez, su cuerpo brillante allí donde lo había untado con aceite. Levantó la vela y vio que Lynley lo miraba. Volvió a coger algo de la encimera.

Lynley pensó que sería la linterna, para aturdirlo una vez más, pero era un frasquito marrón, no el que había utilizado, sino otro que sacó de un pequeño armario y que alzó para asegurarse de que Lynley lo veía.

– Algo nuevo, comisario -dijo-. Después de Ulrike, me pasaré al perejil. El triunfo, ¿sabe? Y habrá motivo para ello. Para el triunfo. Para mí, quiero decir. ¿Para usted? Bueno, imagino que no tiene muchos motivos por los que sentirse eufórico en estos momentos, ¿verdad? Aun así, siente curiosidad, ¿y quién puede culparle? Quiere saber, ¿verdad? Quiere entender. -Se arrodilló junto a Ulrike, pero miró a Lynley-. Adulterio. Hoy en día no la encarcelarían por eso, pero servirá. Le habrá tocado (¿íntimamente, Ulrike?), así que, como los demás, sus manos llevan la mancha del pecado. -Miró a Ulrike-. Supongo que lo lamentas, ¿verdad, cielo? -Le alisó el pelo-. Sí, sí. Lo lamentas. Te liberaré. Te lo prometo. Cuando acabe, tu alma volará hacia el cielo. Me quedaré con algo de ti… Un corte aquí y otro allí, y serás mía… Pero entonces ya no lo notarás. No notarás nada.

Lynley vio que la joven se había echado a llorar. Forcejeó con furia para soltarse, pero el esfuerzo sólo la dejó exhausta. Fu la contempló con placidez, y le alisó el pelo una vez más cuando acabó de moverse.

– Tiene que pasar -le dijo amablemente-. Intenta entenderlo. Y ten presente que me caes bien, Ulrike. De hecho, todos me caían bastante bien. Tienes que sufrir, por supuesto, pero la vida es eso: sufrir con lo que nos dan. Y esto es lo que te han dado a ti. El comisario será testigo. Y luego también pagará por sus propios pecados. Así que no estás sola, Ulrike. Eso puede servirte de consuelo, ¿verdad?

Lynley vio que al hombre le daba placer jugar con ella, un placer físico real. Sin embargo, parecía avergonzado. Sin duda eso provocaría que se sintiera como uno de los «otros», y eso no le gustaría: el indicio de que era un ser humano retorcido como todos los demás psicópatas que había habido antes que él, al excitarse sexualmente con el terror y el dolor ajenos. Cogió los pantalones y se los puso, ocultando su falo.

Pero pareció que el hecho de excitarse lo alteraba. Se puso serio y olvidó la charla amistosa. Afiló el cuchillo. Escupió en la sartén para comprobar si estaba caliente. De un estante, cogió un trozo de cuerda fina -un extremo en cada mano- y tiró de ella con pericia, como para comprobar su resistencia.

– A trabajar, pues -dijo cuando estuvo preparado.

Barbara examinó lo furgoneta desde el extremo más alejado del aparcamiento, a unos sesenta metros de distancia. Intentó pensar en cómo sería el interior. Si había matado y rajado a los chicos dentro del vehículo -algo de lo que estaba convencida-, necesitaría espacio, espacio para poder tumbar a alguien, lo cual significaba la parte trasera de la furgoneta. Era evidente, ¿no? Pero ¿cómo estaban estructurados estos malditos vehículos? ¿Dónde estaban los puntos más vulnerables, y dónde los más seguros? No lo sabía. Y no tenía tiempo de averiguarlo.

Volvió a subir al Bentley y ajustó el asiento, hacia atrás esta vez, tan atrás como se podía. Aquello le dificultaría la conducción, pero no iba muy lejos.

Se abrochó el cinturón.

Aceleró el motor.

– Lo siento, señor -dijo, y metió la marcha para arrancar.

– Ya hemos celebrado el juicio, ¿verdad? -le dijo Fu a Ulrike-. Y veo admisión y arrepentimiento en tus lágrimas. Así que pasaremos directamente al castigo, cielo. Con el castigo viene la purificación, ¿sabes?

Lynley miró mientras Fu retiraba la sartén del hornillo. Vio que sonreía amablemente a la mujer, que forcejeaba. El también forcejeó, pero fue en vano.

– No -les dijo Fu a los dos-. Empeoraréis las cosas. -Y luego se dirigió a Ulrike-. De todos modos, cielo, créeme lo que te digo: me va a doler más a mí que a ti.

Se arrodilló a su lado y dejó la sartén en el suelo.

Le cogió la mano, la desató y la agarró con fuerza. Se quedó pensando un momento y luego la besó.

Y el lateral de la furgoneta explotó.

El airbag saltó. El coche estaba lleno de humo. Barbara tosió y buscó a tientas y desesperadamente la hebilla del cinturón. Logró soltarla y se bajó del coche tambaleándose, con el pecho dolorido y expectorando para despejar los pulmones. Cuando recuperó el aliento, miró el Bentley y vio que lo que ella creía que era humo en realidad era una especie de polvo. ¿Del airbag? Quién sabía. Lo importante era que no había fuego, ni en el Bentley ni en la furgoneta, aunque ninguno de los dos estaba igual que antes.

Había apuntado a la puerta del conductor. Le había dado justo en el centro. Los sesenta y un kilómetros por hora habían funcionado. La velocidad había destrozado la parte delantera del Bentley y mandado la furgoneta a los arbustos. Lo que en ese momento tenía enfrente era la parte trasera del vehículo; su única ventana negra la miraba.

El tenía las armas; ella, la sorpresa. Avanzó para ver qué había causado la sorpresa.

La puerta corrediza estaba en el lado del pasajero. Estaba abierta.

– Policía, Kilfoyle -gritó Barbara-. Estás acabado. Sal.

No hubo ninguna respuesta. Tenía que estar inconsciente.

Se movió con cautela. Miró a su alrededor mientras caminaba. Estaba oscuro como boca de lobo, pero se le estaban acostumbrando los ojos. Los arbustos eran densos, se retorcían hacia el aparcamiento, y Barbara los atravesó para dirigirse a la puerta abierta de la furgoneta.

Vio unas figuras; dos, inexplicablemente, y una vela ardiendo en el suelo. La puso derecha e iluminó el lugar con un resplandor que le permitió encontrarlo. Lynley colgaba sin fuerzas de los brazos y las muñecas, atado como un trozo de carne al lateral de la furgoneta. Ulrike Ellis estaba inmovilizada en el suelo. Se había meado encima. El aire apestaba a orina.

Barbara pasó por encima de ella y llegó a Lynley. Vio que estaba consciente y, con la voz entrecortada, dio gracias a Dios. Le arrancó la cinta aislante que le tapaba la boca.

– ¿Le ha hecho daño? ¿Está herido? ¿Dónde está Kilfoyle, señor? -le preguntó llorando.

– Ocúpate de la mujer, la mujer -le dijo Lynley, y Barbara lo dejó para ir con ella. Vio que junto a Ulrike había una sartén y por un momento pensó que el cabrón la había golpeado con ella y que estaba muerta. Pero cuando se arrodilló y le buscó el pulso, comprobó que era rápido y constante. Le arrancó la cinta de la boca. Le desató la mano izquierda.

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