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Elizabeth George: Al borde del Acantilado

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Elizabeth George Al borde del Acantilado

Al borde del Acantilado: краткое содержание, описание и аннотация

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Thomas Lynley ya no es comisario de la policía de Londres. Tras el brutal asesinato de su mujer embarazada, no había ninguna razón para permanecer en la ciudad y en su puesto. Es por eso que decide volver a los parajes de su infancia e intentar recuperarse allí del golpe que acaba de recibir. Sin embargo, parece que no va a resultar nada fácil alejarse del crimen. Mientras se encuentra haciendo trekking por los campos de Cornualles, se tropieza con el cadáver del joven Santo Kerne, quien aparentemente se despeñó de un acantilado. Aunque en seguida se hace obvio que alguien manipuló el equipo de alpinismo del chico, Lynley decide investigar por su cuenta y no comparte toda la información que cae en sus manos con la verdadera encargada del caso: la subinspectora Bea Hannaford, una policía capaz y resolutiva, pero algo malcarada. Lo que sí hace es llamar a su antigua compañera Barbara Havers para pedirle ayuda. Havers que tiene órdenes de asistir a la subinspectora y de conseguir que Lynley reanude su actividad como detective en Londres, se dirigirá a Cornualles donde parece que hay una inacabable retahíla de sospechosos de haber podido matar a Kerne: amantes despechadas, padres decepcionados, surfistas expertos, antiguos compañeros de colegio y una madre demente. Cada uno de ellos tiene un secreto que guardar y por el que merece la pena mentir en incluso matar.

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La cabaña era de color mostaza, un faro en la tarde sombría. Era una anomalía en una región donde casi todas las estructuras eran blancas y, para desafiar aún más las tradiciones locales, sus dos edificaciones anexas eran violeta y lima, respectivamente. Ninguna de las dos estaba iluminada, pero las ventanas pequeñas de la cabaña arrojaban luz al jardín que la rodeaba.

Mick apagó la sirena y aparcó el coche patrulla, aunque dejó encendidos los faros y las luces del techo girando; le pareció un detalle bonito. Cruzó la verja y pasó por delante de un Opel viejo estacionado en el sendero de entrada. Cuando llegó a la puerta, golpeó bruscamente los paneles azul intenso. Una figura apareció deprisa al otro lado de la vidriera de la puerta, como si hubiera estado cerca esperándole. La mujer llevaba unos vaqueros ajustados y un jersey de cuello alto; sus pendientes largos se movieron al invitarle a entrar.

– Me llamo Daidre Trahair -dijo-. Soy la que ha llamado.

Le hizo pasar a un pequeño recibidor cuadrado atestado de botas de agua, botas de montaña y chaquetas. A un lado había un recipiente grande de hierro con forma de huevo que Mick reconoció como uno de los viejos cubos que se utilizaban en las minas, lleno de paraguas y bastones en lugar de mena. Un banco estrecho maltratado y lleno de agujeros señalaba el lugar donde cambiarse las botas. Apenas había espacio para moverse.

Mick sacudió las gotas de la chaqueta y siguió a Daidre Trahair al corazón de la cabaña, que era el salón. Allí, un hombre con barba de aspecto desarreglado estaba en cuclillas junto a la chimenea, removiendo en vano cinco trozos de carbón con un atizador cuyo mango tenía forma de cabeza de pato. «Tendrían que haber puesto una vela debajo del carbón hasta que prendiera», pensó Mick. Era lo que siempre había hecho su madre y funcionaba de maravilla.

– ¿Dónde está el cadáver? -preguntó-. También quiero sus datos, señor. -Sacó la libreta.

– La marea está subiendo -dijo el hombre-. El cadáver está en el… No sé si es parte del arrecife, pero el agua… Querrá ver el cuerpo, ¿no?, antes de pasar a lo demás. Las formalidades, quiero decir.

Recibir una sugerencia de este tipo de un civil que sin duda sacaba toda la información sobre el procedimiento policial de las series de la tele le puso enfermo. Igual que la voz del hombre, cuyo tono, timbre y acento no encajaban en absoluto con su aspecto. Parecía un vagabundo, pero no hablaba como si lo fuera. A Mick le recordó la época que sus abuelos denominaban «los viejos tiempos», cuando antes de la llegada de los viajes internacionales la gente conocida siempre como «los acomodados» iban a Cornualles en sus coches elegantes y se hospedaban en grandes hoteles con amplias galerías. «Sabían dejar propina, sí, señor -le decía su abuelo-. Claro que entonces las cosas eran menos caras, ¿sabes?, así que los dos peniques duraban mucho y con un chelín te alcanzaba para llegar a Londres.» Así de exagerado era el abuelo de Mick. Era parte de su encanto, decía su madre.

– Yo quería mover el cuerpo -dijo Daidre Trahair-. Pero él -y señaló al hombre- me ha dicho que no. Es un accidente. Bueno, es obvio que ha sido un accidente, así que no entiendo por qué… Sinceramente, me daba miedo que se lo llevaran las olas.

– ¿Sabe quién es?

– Yo… no -contestó-. No he podido verle del todo bien la cara.

Mick detestaba tener que ceder ante ellos, pero tenían razón. Ladeó la cabeza en dirección a la puerta.

– Vamos a verle.

Salieron a la lluvia. El hombre sacó una gorra de béisbol descolorida y se la puso. La mujer llevaba un chubasquero con capucha que le cubría el pelo rubio.

Mick se detuvo en el coche patrulla y cogió la pequeña cámara que le habían autorizado a llevar. Si tenía que mover el cadáver, al menos dispondrían de un registro visual de cómo era el lugar antes de que la marea subiera a reclamar el cuerpo.

En la orilla, el viento era feroz y las olas rompían a derecha e izquierda. Eran rápidas, un oleaje seductor de tierra a mar.

Pero se formaban deprisa y rompían más deprisa aún: justo el tipo de olas que atraían y destruían a alguien que no sabía qué estaba haciendo.

El cadáver, sin embargo, no era de un surfista. Para Mick fue una sorpresa bastante grande. Había supuesto… Pero suponer era de idiotas. Se alegró de haberse precipitado solamente en sus conclusiones y no haber comentado nada al hombre y la mujer que habían llamado solicitando ayuda.

Daidre Trahair tenía razón. Parecía un accidente de algún tipo. Un escalador joven -muerto casi con total seguridad- yacía sobre una placa de pizarra a los pies del acantilado.

Mick maldijo en silencio cuando se acercó al cuerpo. No era el mejor lugar para escalar un acantilado, ni solo ni acompañado. Si bien había franjas de pizarra que proporcionaban buenos sitios donde agarrarse con las manos y los pies, y grietas donde podían introducirse aparatos de leva y cuñas para la seguridad del escalador, también había paredes verticales de arenisca que se desmenuzaban con muchísima facilidad si se ejercía la presión adecuada sobre ellas.

Al parecer, la víctima había intentado una escalada en solitario: una bajada en rápel desde la cima del acantilado seguida de una ascensión desde abajo. La cuerda estaba entera y el mosquetón seguía atado al nudo ocho en el extremo. El propio escalador seguía unido a la cuerda por un anclaje. El descenso desde arriba tendría que haber ido como la seda.

«Fallo del equipo en la cima del acantilado», concluyó Mick. Tendría que subir por el sendero de la costa y ver cómo estaban las cosas arriba cuando acabara aquí abajo.

Tomó las fotografías. La marea se acercaba al cuerpo. Lo fotografió y también todo lo que lo rodeaba desde todos los ángulos posibles antes de descolgar la radio de su hombro y dar voces. A cambio, recibió interferencias.

– Maldita sea -dijo, y trepó al punto alto de la playa donde le esperaban el hombre y la mujer-. Le necesito ahora mismo -le dijo al hombre. Se alejó cinco pasos y volvió a vocear a la radio-. Llama al juez -comunicó al sargento al frente de la comisaría de Casvelyn-. Tenemos que mover el cadáver. La marea está subiendo muy deprisa y si no lo movemos, lo arrastrará.

Y entonces esperaron, porque no había nada más que hacer. Pasaron los minutos, el agua subió y por fin la radio gimoteó.

«El juez… de acuerdo… por el oleaje… la carretera -crujió la voz incorpórea-. ¿Qué… lugar… necesitas?»

– Ven para acá y coge el equipo de lluvia. Que alguien se encargue de la comisaría mientras no estás.

«¿Sabes… el cuerpo?»

– Un chaval. No sé quién es. Cuando lo saquemos de las rocas, comprobaré si lleva identificación.

Mick se acercó al hombre y a la mujer, que estaban acurrucados lejos el uno del otro para protegerse del viento y la lluvia.

– No sé quién coño es usted -le dijo al hombre-, pero tenemos un trabajo que hacer y no quiero que haga nada más que lo que le diga. Venga conmigo. Y usted también -le dijo a la mujer.

Caminaron con mucho cuidado por la playa rocosa. Abajo, cerca del agua, ya no quedaba arena; la marea la había cubierto. Anduvieron en fila india por la primera placa de pizarra. A medio camino, el hombre se detuvo y alargó la mano hacia atrás a Daidre Trahair para ayudarla. Ella negó con la cabeza. Estaba bien, le dijo.

Cuando llegaron al cadáver, la marea acariciaba la pizarra donde yacía. Diez minutos más y habría desaparecido. Mick dio indicaciones a sus dos compañeros. El hombre lo ayudaría a mover el cuerpo hasta la orilla. La mujer recogería cualquier cosa que quedara atrás. No era la mejor situación, pero tendría que servir. No podían permitirse esperar a los profesionales.

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