Elizabeth George - Al borde del Acantilado

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Al borde del Acantilado: краткое содержание, описание и аннотация

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Thomas Lynley ya no es comisario de la policía de Londres. Tras el brutal asesinato de su mujer embarazada, no había ninguna razón para permanecer en la ciudad y en su puesto. Es por eso que decide volver a los parajes de su infancia e intentar recuperarse allí del golpe que acaba de recibir. Sin embargo, parece que no va a resultar nada fácil alejarse del crimen. Mientras se encuentra haciendo trekking por los campos de Cornualles, se tropieza con el cadáver del joven Santo Kerne, quien aparentemente se despeñó de un acantilado. Aunque en seguida se hace obvio que alguien manipuló el equipo de alpinismo del chico, Lynley decide investigar por su cuenta y no comparte toda la información que cae en sus manos con la verdadera encargada del caso: la subinspectora Bea Hannaford, una policía capaz y resolutiva, pero algo malcarada. Lo que sí hace es llamar a su antigua compañera Barbara Havers para pedirle ayuda. Havers que tiene órdenes de asistir a la subinspectora y de conseguir que Lynley reanude su actividad como detective en Londres, se dirigirá a Cornualles donde parece que hay una inacabable retahíla de sospechosos de haber podido matar a Kerne: amantes despechadas, padres decepcionados, surfistas expertos, antiguos compañeros de colegio y una madre demente. Cada uno de ellos tiene un secreto que guardar y por el que merece la pena mentir en incluso matar.

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El viento era feroz. Lucharon contra él bajo la lluvia mientras se dirigían rápidamente a la playa. Pasaron por el punto donde el arroyo del valle se abría en una charca antes de caer a un rompeolas natural y precipitarse al mar. Aquel lugar marcaba el principio de Polcare Cove, una playa estrecha cuando la marea estaba baja y sólo peñascos y rocas alisadas cuando estaba alta.

– Por aquí -gritó el hombre contra el viento, y la llevó al extremo norte de la cala. Desde allí, Daidre no necesitó más indicaciones. Vio el cuerpo sobre un saliente de pizarra: el impermeable rojo intenso, los pantalones oscuros y anchos para moverse mejor, los zapatos finos y flexibles. Llevaba un arnés alrededor de la cintura del que colgaban numerosas piezas metálicas y una bolsa ligera de la que caía una sustancia blanca sobre la roca. Magnesia para las manos, pensó. Se movió para verle la cara.

– Dios mío. Es… Es un escalador -dijo-. Mire, ahí está su cuerda.

Una parte estaba cerca, un cabo umbilical desenrollado al que todavía estaba atado el cadáver. El resto serpenteaba desde el cuerpo hasta el pie del acantilado, donde formaba un montículo desigual, sujeto hábilmente a un mosquetón que sobresalía del final.

Buscó el pulso aunque sabía que no lo encontraría. En este punto el acantilado tenía unos sesenta metros de altura. Si había caído desde allí -como seguramente era el caso- sólo un milagro le habría salvado. Y no se había producido ninguno.

– Tiene razón -le dijo a su compañero-. Está muerto. Y con la marea… Mira, vamos a tener que moverlo o…

– ¡No! -La voz del desconocido fue severa.

La cautela se apoderó de Daidre.

– ¿Qué?

– Tiene que verlo la policía. Debemos avisarla. ¿Dónde está el teléfono más cercano? ¿Tiene móvil? No había nada… -Señaló en la dirección de donde venían. No había teléfono en la cabaña.

– No tengo móvil -dijo ella-. No lo cojo cuando vengo aquí. ¿Qué más da? Está muerto. Ya veremos qué ha pasado. La marea está subiendo y si no lo movemos nosotros, lo hará el agua.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó.

– ¿Qué?

– La marea. ¿Cuánto tiempo tenemos?

– No lo sé. -Daidre miró el agua-. ¿Veinte minutos? ¿Media hora? No más.

– ¿Dónde hay un teléfono? Tiene coche. -Y con una variación de las palabras de ella, añadió-: Estamos perdiendo el tiempo. Yo puedo quedarme aquí con él… con él, si lo prefiere.

No lo prefería. Tenía la impresión de que el hombre se esfumaría como un fantasma si le dejaba allí. Sabría que ella iba a realizar la llamada que él tanto deseaba que se hiciera, pero desaparecería y la dejaría con… ¿qué? Lo sabía muy bien y no le apetecía.

– Venga conmigo -le dijo.

* * *

Fueron al hostal Salthouse Inn, el único lugar en kilómetros a la redonda que se le ocurrió que dispondría seguro de un teléfono. El hostal se levantaba en el cruce de tres carreteras: era una posada blanca y achaparrada del siglo XIII en el interior de Alsperyl, al sur de Shop y al norte de Woodford. Condujo deprisa, pero el hombre no se quejó ni mostró preocupación alguna por que acabaran despeñándose colina abajo o de cabeza contra un seto de tierra. No se abrochó el cinturón y no se sujetó.

No dijo nada. Ella tampoco. Avanzaban con la tensión de los desconocidos y también con la de todo lo que no habían dicho. Daidre respiró aliviada cuando por fin llegaron al hostal. Estar al aire libre, lejos de su hedor, era una especie de bendición. Tener algo delante de ella, una ocupación inmediata, era un regalo de Dios.

El hombre la siguió por la extensión de terreno pedragoso que hacía las veces de aparcamiento hasta la puerta baja. Los dos se agacharon para entrar en la posada. De inmediato se encontraron en un vestíbulo repleto de chaquetas, ropa para la lluvia y paraguas empapados. Ellos no se quitaron nada al entrar en el bar.

Los clientes de la tarde -los habituales del hostal- todavía ocupaban sus lugares normales: sentados a las mesas llenas de marcas más cercanas a la chimenea. El carbón emitía un resplandor acogedor. Arrojaba luz a las caras inclinadas hacia el fuego y proporcionaba una iluminación suave en las paredes manchadas de hollín.

Daidre saludó a los clientes con la cabeza. Ella también venía aquí, así que no le resultaban desconocidos, ni ella a ellos.

– Doctora Trahair -murmuraron.

– ¿Ha venido para el torneo? -le dijo uno, pero la pregunta murió cuando vio a su acompañante. Ojos clavados en él, ojos clavados en ella. Especulación y asombro. Los desconocidos no eran extraños en estos parajes. El buen tiempo los traía a Cornualles a manadas. Pero llegaban y se iban como habían venido -siendo desconocidos- y, por lo general, no aparecían en compañía de alguien familiar.

Daidre se acercó a la barra.

– Brian, necesito utilizar el teléfono. Ha habido un accidente terrible. Este hombre… -Miró a su acompañante-. No sé cómo se llama.

– Thomas -contestó el hombre.

– Thomas. Thomas ¿qué?

– Thomas -contestó él.

Daidre frunció el ceño, pero dijo al dueño:

– Este hombre, Thomas, ha encontrado un cadáver en Polcare Cove. Tenemos que llamar a la policía, Brian. -Y en voz más baja, añadió-: Es… Creo que es Santo Kerne.

* * *

El agente Mick McNulty estaba de servicio cuando la radio graznó y le despertó. Se consideró afortunado por estar en el coche de policía cuando entró la llamada. Acababa de echar un polvo rápido con su mujer a la hora del almuerzo, seguido por una cabezadita saciada, ambos desnudos debajo de la colcha, que habían arrancado de la cama («No podemos mancharla, Mick. ¡Es la única que tenemos!»), y hacía sólo cincuenta minutos que había reanudado su ronda por la A39, alerta a posibles malhechores. Pero el calor en el interior del coche combinado con el ritmo de los limpiaparabrisas y el hecho de que su hijo de dos años no le hubiera dejado pegar ojo durante la mayor parte de la noche anterior pesaba en sus párpados y le animó a buscar un área de descanso para aparcar y dormir un ratito. Estaba justo haciendo eso -dar cabezadas- cuando la radio le sacó de sopetón de sus sueños.

«Un cadáver en la playa. Polcare Cove. Se requiere respuesta inmediata, acordonar la zona e informar.»

– ¿Quién ha dado el aviso? -quiso saber.

«Un excursionista y una mujer del pueblo. Se reunirán contigo en Polcare Cottage.»

– ¿Y dónde está eso?

«Santo cielo, tío. Piensa un poco, joder.»

Mick enseñó un dedo a la radio. Arrancó el coche y se incorporó a la carretera. Encendería las luces y la sirena, algo que por lo general sólo ocurría en verano cuando un turista con prisa cometía un error de cálculo con resultados funestos. En esta época del año, la única acción que presenciaba normalmente era la de un surfista impaciente por meterse en las aguas de la Bahía de Widemouth: demasiada velocidad en el aparcamiento, demasiado tarde para frenar y barranco abajo hasta la arena. Pero Mick entendía esa urgencia. Él también la sentía cuando las olas eran buenas y lo único que le impedía ponerse el traje de neopreno y coger la tabla era el uniforme que vestía y la idea de poder llevarlo -justo aquí en Casvelyn- hasta jubilarse. Dar al traste con su carrera no formaba parte de su estrategia. No en vano se llamaba «el ataúd de terciopelo» a un destino en Casvelyn.

Aun con la sirena y las luces, tardó casi veinte minutos en llegar a Polcare Cottage, que era la única residencia que había en la carretera que bajaba a la cala. La distancia no era mucha en línea recta -menos de ocho kilómetros-, pero en los caminos cabía menos de un coche y medio y, delimitados por tierras de labranza, bosque, aldeas y pueblos, todos estaban llenos de curvas.

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