– Siempre hay algo, señor Reeth -dijo Bea.
Jago la miró con amabilidad.
– ¿Huellas en el maletero del coche? ¿En el interior? ¿En las llaves del coche? ¿Dentro del maletero? El Confesor y el chico pasaban muchas horas juntos, tal vez incluso trabajaran juntos en… En el negocio de su padre, por ejemplo. Cada uno conducía el coche del otro, eran amigos, colegas, eran como padre e hijo, como madre e hijo, como hermanos, eran amantes, eran… Lo que fuera. Verá, no importa, porque todo podía justificarse. ¿Un cabello en el maletero? ¿Del Confesor? ¿De otra persona? Lo mismo, en realidad. El Confesor, o la Confesora, porque pudo ser una mujer, ya lo hemos visto, dejó allí el de otra persona o incluso uno suyo. ¿Qué hay de las fibras? Fibras de tejidos… ¿Tal vez en la cinta con que se marcó el equipo? ¿No sería genial? Pero el Confesor ayudó a señalar el equipo o tocó el equipo porque… ¿Por qué? Porque el maletero también se utilizaba para otras cosas (¿material de surf, ¿quizá?) y las cosas se movían de un lado para otro, se metían y se sacaban. ¿Qué hay del acceso al equipo? Todo el mundo tenía acceso a él. Todas y cada una de las personas de la vida del pobre chico. ¿Qué hay del móvil? Bueno, parece ser que prácticamente todo el mundo tenía uno. Así que al fin y al cabo, no hay respuesta. Sólo hay especulaciones, pero es imposible presentar ningún caso. Qué inútil, qué exasperante, qué sinsentido…
– Creo que ya es suficiente, señor Reeth. O señor Parsons -dijo Bea.
– Qué horror, porque el asesino, o la asesina, claro está, se marchará ahora que ya ha hecho lo que tenía que hacer.
– He dicho que ya es suficiente.
– Y la policía no podrá tocar al asesino y lo único que podrá hacer será quedarse de brazos cruzados y beberse un té y aguardar y esperar a encontrar algo en algún lugar, algún día… Pero estarán más ocupados, ¿verdad? Tendrán otras cosas entre manos. Le apartarán a usted a un lado y le dirán que no les llame todos los días, tío, porque cuando un caso se enfría, como pasará con éste, no tiene sentido llamar, así que ya le llamaremos nosotros si detenemos a alguien y cuando lo detengamos. Pero la detención nunca tendrá lugar. Así que acabará no teniendo nada más que cenizas en una urna, y ya podrían haber incinerado su cuerpo el mismo día que incineraron el del chico porque de todos modos su alma ya no existirá.
Había terminado, al parecer, completado su monólogo. Lo único que quedaba era el sonido de una respiración áspera, la de Jago Reeth, y fuera, los chillidos de las gaviotas y las ráfagas de viento y el estrépito de las olas. En una serie de televisión bien equilibrada, pensó Bea, ahora Reeth se levantaría, saldría corriendo hacia la puerta y se arrojaría por el precipicio, después de haber perpetrado por fin la venganza que había planeado y de que ya no le quedara ninguna razón más para seguir viviendo. Saltaría y se reuniría con su hijo muerto Jamie. Pero, por desgracia, no estaban en una serie de televisión.
Su rostro parecía iluminado desde dentro. Tenía baba en las comisuras de la boca y los temblores habían empeorado. Bea vio que estaba esperando la reacción de Ben Kerne a su actuación, a que Ben Kerne aceptara una verdad que nadie podía alterar y que nadie podía comprender.
Al fin, Ben levantó la cabeza y reaccionó.
– Santo -anunció- no era hijo mío.
El chillido de las gaviotas pareció subir de volumen y desde muy abajo el embate de las olas en las rocas indicaba que estaba subiendo la marea. Ben pensó en lo que significaba aquello y en la ironía que encerraba: hoy las condiciones para surfear eran excelentes.
Jago Reeth no respiraba, había cogido aire y lo había retenido mientras intentaba decidir quizá si creer o no lo que Ben había dicho. Para Ben, ya no importaba lo que la gente creyera. Al final, tampoco importaba que Santo no fuera sangre de su sangre. Porque entendía que habían sido padre e hijo de la única manera que importaba serlo entre un hombre y un chico, una manera que tenía todo que ver con la historia y la experiencia y nada con una célula que nadaba a ciegas y penetra por puro azar en un óvulo. Así, sus fracasos eran igual de profundos de lo que lo habrían sido los de un padre biológico con su hijo. Porque todos sus movimientos paternales habían sido resultado del miedo y no del amor, siempre esperando a que Santo mostrara los colores de sus verdaderos orígenes. Como después de la adolescencia nunca conoció a ninguno de los amantes de su mujer, esperó a que las características menos deseables de ella se manifestaran en su hijo y cuando aparecía algo remotamente similar a Dellen, Ben centraba su atención y pasión en ello. Prácticamente moldeó a Santo a imagen y semejanza de su madre, tan grande fue el énfasis que puso en cualquier cosa que tuviera el niño que se pareciera a ella.
– No era hijo mío -repitió Ben. Qué patética era aquella verdad, veía ahora.
– Eres un puto mentiroso. Siempre lo fuiste -dijo Jago Reeth.
– Ojalá fuera así. -Ahora Ben apreció otro detalle. Lo vio todo claro y corrigió su malentendido anterior-. Ella habló con usted, ¿verdad? -le dijo a Reeth-. Pensé que se refería a la policía, pero no. Habló con usted.
– Señor Kerne -dijo la inspectora Hannaford-, no hace falta que diga nada.
– Necesita saber la verdad -dijo Ben-. Yo no tuve nada que ver con lo que le ocurrió a Jamie. No estaba allí.
– Embustero -dijo Jago Reeth con brusquedad-. ¿Qué ibas a decir?
– Es la verdad. Tuve un roce con él. Me echó de su fiesta. Pero salí a dar un paseo y luego me fui a casa. Lo que te contó Dellen… -No estaba seguro de si podría continuar, pero sabía que tenía que hacerlo, aunque sólo fuera para hacer lo único que podía hacerse para vengar la muerte de Santo-. Lo que le contó Dellen se lo contó por celos. Yo estaba con su hija, besuqueándonos. Nos dejamos llevar. Dellen lo vio y tuvo que desquitarse porque era lo que nos hacíamos el uno al otro. Ojo por ojo, diente por diente, juntos y separados, amor y odio, nunca importaba. Estábamos atados por algo de lo que no podíamos liberarnos.
– Mientes ahora como mentiste entonces.
– Así que fue a verle y le contó que yo hice… lo que fuera que le contara que hice. Pero yo sé sobre esa noche lo mismo que sabe usted y es lo que siempre he sabido: Jamie, su hijo, bajó a esa cueva por algún motivo después de la fiesta y allí murió.
– No te atrevas a afirmar eso, maldita sea -dijo Reeth, furioso-. Huiste. Te marchaste de Pengelly Cove y no regresaste nunca. Tenías motivos para irte y los dos sabemos cuáles eran.
– Sí, tenía motivos. Porque le dijera lo que le dijese, mi propio padre, como usted, creía que era culpable.
– Con toda la razón del mundo, joder.
– Lo que usted diga, señor Parsons. Como desee. Ahora y siempre, si quiere. Pero yo no estaba allí, así que supongo que su trabajo no ha terminado, ¿verdad? Porque lo que le dijo… Y fue ella quien se lo dijo, ¿verdad?, era mentira.
– ¿Por qué iba ella a…? ¿Por qué iba alguien a…?
Ben lo vio. La razón, la causa. Más allá del ojo por ojo y del amor y del odio, más allá del tira y afloja que había sido su relación durante casi treinta años, lo vio.
– Porque ella es así -dijo-. Porque es lo que hace, simplemente.
Lo dejó ahí. Se levantó. En la puerta de la cabaña se detuvo; quedaba un pequeño asunto por aclarar.
– ¿Me ha vigilado todo este tiempo, señor Parsons? -le preguntó a Reeth-. ¿Así ha sido su vida? ¿Su manera de definirse? ¿Esperando a que tuviera un hijo justo de la misma edad que tenía Jamie cuando murió y luego intervenir para matarlo?
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