– ¿Él…? -Kerne pareció buscar un modo de expresarlo que no convirtiera lo que tenía que decir en un hecho que tuviera que aceptar-. ¿Mató a Santo?
– De eso queremos hablar con él. ¿Se ve capaz?
Kerne asintió. Se metió las manos en los bolsillos de la cazadora y ladeando la cabeza indicó que estaba preparado. Partieron hacia la puerta de control.
Al otro lado de la misma, un campo servía de pasto para las vacas y una alambrada flanqueaba el camino hacia el mar. El sendero que recorrieron estaba embarrado y desnivelado, con surcos profundos hechos por las ruedas de un tractor. Al final del campo había otro, separado del primero por otra alambrada y al que se accedía por otra puerta de control. Al final, caminaron como mínimo ochocientos metros o más y vieron que su destino era el sendero de la costa suroccidental, que cruzaba el segundo campo a gran altura sobre el agua.
Aquí el viento soplaba con fiereza, procedente del mar en ráfagas continuas. En ellas, las aves marinas subían y bajaban. Las gaviotas tridáctidas chillaban. Las gaviotas argénteas contestaban. Un cormorán verde solitario salió disparado de la pared del acantilado mientras más adelante Jago Reeth se acercaba al borde. El ave descendió en picado, volvió a ascender y empezó a volar en círculos. Buscaba presas en las aguas turbulentas, pensó Bea.
Se dirigieron hacia el sur por el sendero de la costa, pero al cabo de unos veinte metros, una apertura en las aulagas que crecían entre el camino y la perdición señalaba unos peldaños de piedra empinados. Aquél era su destino, vio Bea. Jago Reeth los bajó y desapareció.
– Esperen aquí -dijo Bea a sus acompañantes, y fue a ver adonde conducían los escalones de piedra. Creía que serían un modo de llegar a la playa, que estaba a unos sesenta metros de la cima del acantilado y pensaba decirle a Jago Reeth que no tenía ninguna intención de arriesgar su vida, la de Havers y la de Ben Kerne por seguirle por una ruta peligrosa hacia el agua. Pero vio que sólo había quince escalones y que terminaban en otro sendero, éste estrecho y flanqueado densamente de aulagas y juncias. También se dirigía al sur, pero no a lo largo de muchos metros. Acababa en una cabaña antigua construida en parte en la pared del acantilado que tenía detrás. Jago Reeth, vio Bea, había llegado a la puerta de la cabaña y la había abierto. El hombre la vio en los peldaños, pero no hizo ningún gesto. Sus ojos se encontraron brevemente antes de que se agachara para entrar en la vieja estructura.
Bea regresó a la cima del acantilado. Habló por encima del sonido del viento, el mar y las gaviotas.
– Está justo aquí abajo, en la cabaña. Podría tener algo escondido dentro, así que iré a mirar primero. Pueden esperar en el sendero, pero no se acerquen hasta que yo se lo diga.
Bajó los peldaños y recorrió el sendero, las aulagas rozaron las perneras de sus pantalones. Llegó a la cabaña y descubrió que Jago sí se había preparado para este momento. No con armas, sin embargo. Él u otra persona había acondicionado el lugar con anterioridad con un fogón, una jarra de agua y una caja pequeña de provisiones. Por increíble que pareciera, el hombre estaba haciendo té.
La cabaña estaba hecha con maderos de los muchos barcos que habían naufragado en aquella costa a lo largo de los siglos. Era sencilla, con un banco que recorría tres de los lados y el suelo de piedra desnivelado. Durante todo el tiempo que llevaba allí, la gente había grabado sus iniciales en las paredes, de manera que ahora parecían una piedra Rosetta de madera, escrita, sin embargo, en un lenguaje comprensible al instante que hablaba tanto de amantes como de personas cuya insignificancia interna les impulsaba a buscar una forma de expresión externa -cualquiera de ellas- que otorgara un significado a su existencia.
Bea le dijo a Reeth que se alejara del fogón y el hombre obedeció de buen grado. La inspectora lo comprobó y también el resto de provisiones, que eran bastantes: tazas de plástico, azúcar, té, sobrecitos de leche en polvo, una cucharilla para remover. Le sorprendió que el anciano no hubiera pensado en llevar unos bollos.
Se agachó para salir por la puerta e hizo un gesto a Havers y Ben Kerne para que se acercaran. En cuanto los cuatro estuvieron dentro de la cabaña, apenas quedó espacio para moverse, pero aun así Jago Reeth se las arregló para preparar el té y poner una taza en las manos de cada uno, como la anfitriona de una reunión social eduardiana. Entonces apagó la llama del fogón y lo guardó debajo del banco sobre las piedras, tal vez para convencerlos de que no tenía ninguna intención de utilizarlo como arma. Como había llevado el fogón a la cabaña con antelación, no había forma de saber qué más había escondido en aquel lugar. Pero no tenía armas encima, igual que antes.
Con la puerta doble de la cabaña cerrada a cal y canto, el sonido del viento y los chillidos de las gaviotas quedaron silenciados. El ambiente era asfixiante y los cuatro adultos ocupaban casi cada centímetro del espacio.
– Ya nos tiene aquí, señor Reeth -dijo Bea-, a su disposición. ¿Qué era lo que quería decirnos?
Jago Reeth sostenía el té con las dos manos. Asintió y se dirigió no a Bea sino a Ben Kerne. Su tono era amable.
– Perder a un hijo varón… Mi más sentido pésame. Es el peor dolor que puede conocer un hombre.
– Perder a cualquier hijo es un duro golpe.
Ben Kerne sonaba cauteloso. A Bea le pareció que intentaba analizar a Jago Reeth, igual que ella. El aire pareció crujir con expectación.
Al lado de Bea, la sargento Havers sacó su libreta. La inspectora creyó que Reeth le diría que la guardara, pero en lugar de eso el anciano asintió y dijo:
– No tengo objeciones. -Luego se dirigió a Kerne-: ¿Y usted? -Cuando Ben negó con la cabeza, Jago añadió-: Si lleva micrófono, inspectora, también me parece bien. Siempre hay cosas que documentar en una situación así.
Bea quiso decir lo que había pensado antes: el hombre lo había estudiado todo. Pero quería esperar a ver, escuchar o intuir aquello que todavía no había estudiado. Tenía que estar ahí en alguna parte y debía estar preparada para enfrentarse a ello cuando asomara la cabeza escamosa del estiércol para respirar aire fresco.
– Siga -dijo Bea.
– Pero hay algo peor que perder a un hijo varón -dijo lago Reeth a Ben Kerne-. A diferencia de una hija, un hijo lleva siempre nuestro apellido. Es el vínculo entre el pasado y el futuro. Y al final, es algo más que sólo un apellido. Lleva en él la razón de todo. De esto…
Repasó la cabaña con la mirada, como si la minúscula construcción contuviera de algún modo todo el mundo y los miles de millones de vidas presentes en él.
– Creo que yo no hago ese tipo de distinciones -dijo Ben-. Cualquier pérdida de un hijo… sea niño o niña…
No siguió. Se aclaró la garganta vigorosamente, Jago Reeth parecía satisfecho.
– Pero perder a un hijo porque lo asesinen es horroroso, ¿verdad? El hecho del asesinato es casi tan malo como saber quién lo mató y no ser capaz de mover un dedo para llevar al cabrón ante la justicia.
Kerne no dijo nada. Tampoco Bea ni Barbara Havers. Bea y Kerne sostenían el té sin probarlo y Ben dejó con cuidado la taza en el suelo. A su lado, Bea notó que Havers se movía.
– Esa parte es mala -dijo Jago-. Igual que lo es no saber.
– ¿No saber qué, exactamente, señor Reeth? -preguntó Bea.
– Los porqués de todo. Y los cómos. Un tipo puede pasarse el resto de su vida dando vueltas en la cama, preguntándose y maldiciendo y deseando… Ya me entienden, supongo. Si no ahora, ya me entenderán, ¿eh? Es un calvario y no hay modo alguno de escapar. Lo siento mucho por usted, amigo. Por lo que está pasando ahora y por lo que está por venir.
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