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Elizabeth George: Cenizas de Rencor

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Elizabeth George Cenizas de Rencor

Cenizas de Rencor: краткое содержание, описание и аннотация

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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– Está hablando de la velocidad del fuego -contestó-. La velocidad depende del tapizado y el relleno de la butaca, junto con la cantidad de aire que circule por la sala. Depende del tejido de la tela, de la edad del relleno y del tratamiento químico a que fue sometido. -Acarició el borde del material chamuscado-. Tendremos que realizar análisis para obtener las respuestas, pero me juego lo que sea en una cosa.

– ¿Incendio provocado? ¿Disfrazado de otra cosa?

– Eso diría yo.

Coffman desvió la vista hacia la escalera.

Eso complica aún más la situación -dijo con cierta inquietud.

– Yo también lo creo. Los incendios provocados suelen hacerlo. -Isabelle extrajo de las entrañas de la butaca la primera astilla de madera que estaba buscando. La dejó caer en un tarro con una sonrisa complacida-. Excelente -murmuró-. Una visión de lo más agradable. -Estaba segura de que habría, como mínimo, cinco astillas de madera más sepultadas en los restos carbonizados de la butaca. Reanudó de nuevo su tarea de palpar, separar y examinar-. ¿Quién era, por cierto?

– ¿A quién se refiere?

– A la víctima. La mujer de los gatitos.

– Ese es el problema -contestó Coffman-. Por eso el jefe ha ido a Pembury con el cadáver. Por eso se celebrará una conferencia de prensa más tarde. Por eso todo se ha complicado tanto.

– ¿Porqué?

– Una mujer vive aquí, ¿sabe?

– ¿Una estrella de cine o algo por el estilo? ¿Alguien importante?

– No es eso. Ni siquiera es una mujer.

Isabelle levantó la cabeza.

– ¿Qué quiere decir?

– Snell no lo sabe. Nadie lo sabe, excepto nosotras.

– ¿Nadie sabe qué?

– El cadáver de arriba era de un hombre.

Capítulo 2

Cuando la policía hizo acto de presencia en el mercado de Billingsgate era media tarde, y Jeannie no tendría que haber estado allí bajo ningún concepto, porque a aquella hora el mercado de pescado de Londres estaba tan muerto y vacío como una estación de metro a las tres de la mañana. Pero estaba esperando a un mecánico que iba de camino al Crissys Café para arreglar la cocina. Se había estropeado en el peor momento posible, en plena invasión de las nueve y media, después de que los pescadores terminaban de negociar con los compradores de los restaurantes elegantes de la ciudad y los encargados de la basura acababan de despejar el inmenso aparcamiento de cajas de polietileno y redes de moluscos.

Las chicas (porque en Crissys todo el mundo las llamaba chicas, pese a que la mayor tenía cincuenta y ocho años y la menor, Jeannie, treinta y dos) habían logrado que la cocina funcionara a medio gas durante el resto de la mañana, lo cual les permitió continuar sirviendo de manera competente bacon frito y pan, huevos, morcillas de sangre, estofado y emparedados de salchichas, como si no pasara nada. No obstante, si querían evitar que sus clientes se amotinaran (peor aún, si querían evitar que sus clientes se pasaran a Catons, la competencia), la cocina del pequeño café tendría que repararse cuanto antes.

Las chicas echaron a suertes la responsabilidad, como lo habían hecho durante los quince años que Jeannie había trabajado con ellas. Encendieron cerillas de madera al mismo tiempo y las dejaron quemar. La primera que soltara la suya perdería.

Jeannie tenía tanta experiencia como las demás en sostener la cerilla hasta que la llama lamía sus dedos, pero hoy quería perder. Ganar significaba que debería volver a casa. Quedarse y esperar solo Dios sabía cuánto rato al mecánico significaba que podría intentar retrasar un poco más pensar en qué hacer con Jimmy. Todo el mundo, desde los vecinos más próximos a las autoridades escolares, utilizaban la palabra «juvenil» de una forma que a Jeannie no le gustaba cuando se referían a sú hijo. La pronunciaban de la misma forma que «gamberro», «maldito cabrón» o «criminal», ninguna de las cuales era de aplicación. Pero ellos no lo sabían, porque solo veían la superficie del muchacho y no se paraban a pensar qué había debajo.

Debajo, Jimmy sufría. Llevaba cuatro años padeciendo un dolor comparable al de su madre.

Jeannie estaba sentada en una mesa junto a una ventana. Tomaba una taza de té y masticaba unos palitos de zanahoria. Por fin, oyó que se cerraba la puerta de un coche. Supuso que era el mecánico. Echó un vistazo al reloj de pared. Pasaban de las tres. Cerró el ejemplar de Woman's Own sobre el artículo «¿Cómo sabes si eres buena en la cama?», formó un tubo con la revista, la guardó en el bolsillo de su delantal y empujó hacia atrás la silla. Fue entonces cuando vio el coche policial, ocupado por un hombre y una mujer. Y como uno de los ocupantes era una mujer, de aspecto serio y que escudriñaba el edificio de ladrillo con ojos sombríos, mientras cuadraba los hombros y ajustaba los extremos triangulares del cuello de su blusa, Jeannie sintió que un escalofrío premonitorio recorría su piel.

Automáticamente, miró el reloj por segunda vez y pensó en Jimmy. Rezó para que, pese a la decepción que había sufrido su hijo mayor por la cancelación de las vacaciones de su decimosexto cumpleaños, hubiera ido a la escuela. De lo contrario, si había hecho novillos de nuevo, si le habían visto donde no debía estar, si aquella mujer y aquel hombre (¿por qué venían en pareja?) venían para informar a su madre de otra travesura… Era impensable lo que podía haber ocurrido, puesto que Jeannie se había marchado a las cuatro menos diez de la mañana.

Se acercó a la barra y sacó un paquete de cigarrillos del escondite secreto de una de las otras chicas. Lo encendió, notó que el humo quemaba su garganta y llenaba sus pulmones, experimentó la inmediata sensación de ligereza en la cabeza.

Recibió al hombre y la mujer en la puerta de Crissys. La mujer era de la misma estatura que Jeannie, y como ella, tenía una piel suave que se arrugaba alrededor de los ojos, y cabello claro que no podía ser llamado rubio o castaño. Se presentó y exhibió una identificación que Jeannie no miró, tras oír su nombre y su rango. Coffman, dijo. Sargento detective. Agnes, añadió, como si aportar el nombre propio pudiera mitigar el efecto de su presencia. Dijo que era del DIC de Greater Springburn y presentó al joven que la acompañaba, agente detective Dick Payne, o Nick Dañe, o algo por el estilo. Jeannie no lo entendió bien porque no volvió a oír con claridad nada más en cuanto la mujer dijo Greater Springburn.

– ¿Es usted Jean Fleming? -preguntó la sargento Coffman.

– Era -replicó Jeannie-. Once años de Jean Fleming. Ahora es Cooper. Jean Cooper. ¿Por qué? ¿ Quién lo quiere saber?

La sargento acarició con un nudillo el espacio que separaba sus cejas, como si aquel gesto la ayudara a pensar.

– Me han dado a entender… ¿Es usted la esposa de Kenneth Fleming?

– Aún no he solicitado el divorcio, si se refiere a eso. Supongo que seguimos casados, pero estar casados no es lo mismo que ser la esposa de alguien, ¿verdad?

– No, supongo que no. -Hubo algo raro en su forma de pronunciar aquellas cuatro palabras, y algo más raro en su forma de mirar a Jeannie, que la impulsó a chupar con fuerza su cigarrillo-. Señora Fleming… Señorita Cooper… Señora Cooper… -siguió la sargento Agnes Coffman. El joven agente que la acompañaba agachó la cabeza.

Y entonces, Jeannie lo supo. El mensaje real estaba contenido en el amontonamiento de apellidos. Jeannie ni siquiera necesitaba oírselo decir. Kenny estaba muerto. Despedazado en la autopista, apuñalado en el andén de la estación de Kensington High Street, lanzado a sesenta metros de un paso cebra, arrollado por un autobús… ¿Qué más daba? Fuera como fuera, todo había terminado por fin. No volvería más, ni se sentaría en la mesa de la cocina frente a ella, hablaría y sonreiría. No volvería a despertarle deseos de extender la mano y tocar el vello rojo dorado del dorso de su mano.

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