Elizabeth George - Cenizas de Rencor

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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Fue en su busca y la localizó en el salón, estirada en el sofá y rodeada por una montaña de bolsas de compra verdes y doradas, cuyo logo reconoció demasiado bien. Como sufría las agonías de una mujer que desprecia el sentido común en la elección de su calzado, era un testimonio elocuente de los rigores implicados en la busca simultánea de las gangas y la elegancia. Tenía un brazo cruzado sobre la cabeza. Cuando Lynley pronunció su nombre por segunda vez, ella gruñó.

– Era como una zona de guerra -murmuró por debajo del brazo-. Nunca había visto tales muchedumbres en Harrods. Y rapaces. La palabra, Tommy, ni siquiera hace justicia a las mujeres con las que tuve que luchar solo para llegar a la ropa interior. A la ropa interior, por el amor de Dios. Daba la impresión de que luchaban por frascos limitados de elixir de la juventud.

– ¿No me dijiste que ibas a trabajar con Simón? -Lynley se acercó al sofá, le enderezó el brazo, la besó y devolvió el brazo a su posición anterior-. ¿No estaba ocupadísimo preparándose para testificar en…? ¿Qué pasó, Helen?

– Oh, lo hizo. Es algo relacionado con localizar sensibilizadores en explosivos de gel acuoso. Aminas, ácidos amínicos, gel de silicona, placas de celulosa. A eso de las dos y media, ya me había hecho un lío con la jerga, y el muy animal tenía tanta prisa que hasta insistió en pasar de comer. De comer, Tommy.

– Una situación desesperada -dijo Lynley. Levantó las piernas de Helen, se sentó y puso sus pies sobre el regazo.

– Colaboré hasta las tres y media, amarrada al ordenador hasta que casi me quedé ciega, pero en aquel momento, desmayada de hambre, no lo olvides, me despedí.

– Y fuiste a Harrods. Pese a que estabas desmayada de hambre.

Helen levantó el brazo, le miró con el entrecejo fruncido y volvió a bajar el brazo.

– Pensé en ti todo el rato.

– ¿De veras? ¿Cómo?

Helen indicó las bolsas que la rodeaban.

– Así.

– Así, ¿cómo?

– Las compras.

– ¿Me has comprado cosas? -preguntó Lynley, sin comprender, y se preguntó cómo debía interpretar un comportamiento tan extraordinario. No era que Helen dejara de sorprenderle de vez en cuando con algo divertido que había logrado desenterrar en Portobello Road o el mercado de la calle Berwick, pero tanta generosidad… La, examinó subrepticiamente y se preguntó si, anticipándose a sus designios, había hecho sus propios planes.

Helen suspiró y bajó los pies hasta el suelo. Se puso a investigar en las bolsas. Desechó una que parecía llena de tisú y seda, y después otra que contenía cosméticos. Rebuscó en una tercera, y luego en una cuarta.

– Ah, aquí está -dijo por fin. Le tendió la bolsa y continuó su búsqueda-. Yo también tengo uno.

– ¿Un qué?

– Ahora verás.

Lynley extrajo un montón de tisú y se preguntó hasta qué punto estaba contribuyendo Harrods a la inevitable deforestación del planeta. Empezó a desenvolver el paquete. Contempló el chandal azul marino y meditó sobre el mensaje implícito.

– Encantador, ¿verdad? -dijo Helen.

– Perfecto. Gracias, querida. Es justo lo que yo…

– Lo necesitas, ¿verdad? -Helen se levantó y exhibió con aire triunfal otro chandal, también azul marino, si bien alegrado con ribetes blancos-. Los he visto por todas partes.

– ¿Chándales?

– Corredores. Para ponerse en forma. En Hyde Park. En Kensington Gardens. Por la orilla del Embankment. Ya es hora de que les imitemos. ¿No crees que será divertido?

– ¿Correr?

– Por supuesto. Correr. Es auténtico. Exponerse al aire puro después de un día encerrado.

– ¿Propones que lo hagamos después de trabajar? ¿Por la noche?

– O antes de encerrarnos.

– ¿Propones que lo hagamos al amanecer?

– O a la hora de comer o a la hora del té. En lugar del té. No estamos rejuveneciendo, y ya es hora de que hagamos algo para retrasar la madurez.

– Tienes treinta y tres años, Helen.

– Condenada a convertirme en una cosa flaccida si no hago algo positivo ya. -Volvió a las bolsas-. También hay bambas. Por ahí. No estaba muy segura de tu talla, pero se pueden cambiar. ¿Dónde estarán…? Ah, aquí. -Las sacó con aire triunfal-. Aún es temprano, así que podríamos cambiarnos y dar la vuelta a la plaza unas cuantas veces. Lo mejor para ponernos en… -Alzó la cabeza, pensativa de repente. Dio la impresión de que se fijaba por primera vez en el atuendo de Lynley. El esmoquin, la pajarita, los zapatos relucientes…-. Señor. Esta noche íbamos a… Esta noche… -Sus mejillas adquirieron color-. Tommy, querido. Tenemos un compromiso, ¿verdad?

– Lo habías olvidado.

– En absoluto. De veras. Es que no he comido. No he comido nada.

– ¿Nada? ¿No te paraste a tomar algo entre el laboratorio de Simón, Harrods y Onslow Square? ¿Por qué me cuesta tanto creerlo?

– Solo tomé una taza de té. -Cuando Lynley arqueó una ceja escéptico, Helen se apresuró a añadir-: Oh, de acuerdo. Tal vez una o dos pastas en Harrods, pero eran unos éclairs pequeñísimos, ya sabes cómo son. Huecos por completo.

– Creo recordar que están llenos de… ¿Qué es? ¿Natillas? ¿Crema batida?

– Masa -afirmó Helen-. Una patética cucharadita. Eso y nada es lo mismo, y nadie podría considerarlo comer. La verdad, es una suerte que me cuente entre los vivos en este momento, después de alimentarme tan poco entre la mañana y la noche.

– Habrá que hacer algo al respecto.

El rostro de Helen se iluminó.

– Ah, es una cena. Estupendo. Eso pensaba. Y en algún lugar maravilloso, porque te has puesto esa espantosa pajarita que tanto detestas. -Se levantó con renovadas energías-. Es fantástico que no haya comido, ¿verdad? Nada estropeará mi cena.

– Es cierto. Después.

– ¿Después…?

Lynley abrió su reloj de bolsillo.

– Son las siete y veinticinco, y empieza a las ocho. Hemos de irnos.

– ¿A dónde?

– Al Albert Hall.

Helen parpadeó.

– La filarmónica, Helen. Las entradas por las que casi tuve que vender mi alma. Strauss. Más Strauss. Y cuando te hayas cansado de él, Strauss. ¿Te suena familiar?

El rostro de Helen adoptó un brillo radiante.

– ¡Tommy! ¿Strauss? ¿Me vas a llevar a un concierto de Strauss? ¿No me engañas? ¿No habrá Stravinsky después del intermedio, La consagración de la primavera o algo igual de horrible?

– Strauss. Antes y después del intermedio. Seguido de la cena.

– ¿Comida tailandesa? -preguntó Helen, esperanzada.

– Tailandesa.

– Dios mío, esto es una velada celestial. -Recogió sus zapatos y un montón de bolsas-. No tardaré ni diez minutos.

Lynley sonrió y se ocupó de las bolsas restantes. Todo funcionaba de acuerdo con su plan.

La siguió por el pasillo. Al pasar por delante de la cocina, bastó una mirada para comprobar que Helen seguía cultivando su indiferencia hacia las labores caseras. Los platos del desayuno estaban esparcidos sobre la encimera. La luz de la cafetera seguía encendida. De hecho, el café se había evaporado muchas horas antes, y había dejado un depósito de sedimentos en el fondo de la jarra de cristal. El olor a posos impregnaba el aire.

– Helen, por el amor de Dios. ¿No hueles? Has dejado la cafetera encendida todo el día.

Helen vaciló en la puerta del dormitorio.

– ¿De veras? Qué fastidio. Esas máquinas deberían desconectarse automáticamente.

– Y los platos deberían meterse solitos en el lavaplatos, ¿verdad?

– Si lo hicieran, demostrarían muy buena educación.

Desapareció en su dormitorio, y Lynley oyó que dejaba caer los paquetes al suelo. Dejó los suyos sobre la mesa, se quitó la chaqueta, desconectó la cafetera y se encaminó a la encimera. Agua, detergente y diez minutos pusieron orden en la cocina, si bien la jarra de café necesitaría una limpieza a fondo. La dejó en el fregadero.

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